Palabras preliminares de Isaac. Carta al rabí Samuel
Bendavid
«Por favor,
no busques lógica en mi destino, porque no es que yo empujara los
acontecimientos sino que éstos me empujaron a mí. No he sido la piedra del
molino ni el agua que la hace girar: he sido la harina. Y desconocidos han sido
para mí los propósitos del Molinero, santificado sea su nombre por los siglos
de los siglos y después del último de los siglos también.
Tampoco
busques lógica en los acontecimientos históricos que determinaron mi destino,
pues no la tienen, pero quizá tengan algún sentido secreto. Sin embargo, ¿acaso
le es dado al ser humano conocer el secreto de las mareas, de las
protuberancias solares, del temprano florecer de la nevadilla, del amor o de
los mugidos de las vacas?
No me
hagas, hermano, empezar la explicación de los acontecimientos políticos por
aquel archiconocido disparo en Sarajevo, del que estoy hasta la coronilla,
cuando un alumno de secundario con el curioso apellido de Principio mató a
nuestro inolvidable, querido, adorado archiduque Francisco Fernando, porque la
primera guerra mundial ya había madurado como un absceso en el vientre de
Europa, sin principios, es decir, sin el estúpido disparo del Principio este.
Si algún diplomático alemán, pongamos por caso, hubiera resbalado con la
cáscara de un plátano tirado en Estocolmo por el representante de la empresa
francesa Michelin, hubiera sido lo mismo. No busques, por favor, lógica en mi
querida patria austrohúngara, cuyo ejército invencible, dirigido sabiamente por
el general Konrad von Hötzendorf se metió de cabeza en el conflicto justo
cuando hasta el más tonto entre los tontos se daba cuenta de que ya habíamos
perdido la guerra. ¿Acaso puede haber lógica alguna en que todos los fieles
ciudadanos austrohúngaros desearan con fervor que el Imperio de los Habsburgo
se disgregara en varios Estados diminutos, en uniones étnicas dudosas y en
federaciones tectónicas y alzaran las banderas nacionales, limpiándose los
mocos y las lágrimas al son de la cancioncilla “¡Eh, eslavos!”, mientras que
ahora gimotean viendo los platos rotos y recuerdan el Imperio Austrohúngaro
como “los buenos tiempos de antaño”?
Dime,
hermano, si hay lógica en todo esto. Fíjate en la broma macabra de cuando
Serbia y Grecia, cual un par de hermanitas, se cogieron de la mano al lado de
la Triple Entente, mientras que Turquía, el eterno agente británico, sabe Dios
por qué se alineó contra Inglaterra. Bulgaria se hermanó con sus opresores
seculares, los turcos, y se arrojó a la guerra contra sus libertadores, los
rusos, quienes por su parte…, etcétera.
La primera
guerra mundial es una de las ballenas en que –como diría algún pueblo antiguo-
se va a apoyar mi relato. La otra ballena, claro está, será la segunda guerra
mundial. Y si así, con los pies en sendas ballenas, decido explayarme sobre las
razones y sinrazones de esta última, la más cruel entre las guerras, fácil será
que me esparranque, ya que, como regla general, las ballenas históricas no
suelen nadar en paralelo. Baste con recordarte al respecto de los sacros y
eternos ideales nacionales, que en la primera guerra, Alemania se enfrentó a
muerte con Italia y Japón, para llegar a declararlos luego, en la segunda de
las guerras mundiales, sus hermanos carnales, sus aliados entrañables y no
menos sagrados y sempiternos.
Un día se
borrará el dolor de esta guerra, la más terrorífica de todas; llegará el
momento en que su recuerdo acabará pareciéndose a la molestia obtusa de los
viejos reumas, porque la gente tiende a olvidar lo malo, porque si pensáramos todo
el tiempo en la muerte y en los seres desaparecidos, los labradores dejarían de
labrar, los jóvenes de enamorarse, los niños dejarían de deletrear las
palabras, este precioso rosario de la inteligencia. Se olvidará el dolor y
entonces el sentido de las guerras se reducirá a aquella anécdota antiquísima
que seguro que has oído mil veces contada de mil maneras, pero que aun así te
la explicaré, porque ¿acaso puedes detener a un judío cuando se le ha metido
entre ceja y ceja contarte un chiste? Esto es un polaco y un judío que andan
juntos por algún lugar de Galitzia*. El judío, que se cree más listo que nadie
y que se siente con derecho a dar lecciones o reírse de los demás, señala en el
camino el todavía humeante excremento de un caballo y le dice al polaco: “Te
doy diez zlotis si te comes esto”. El polaco, hombre calculador como todo
campesino, no tiene nada en contra de ganarse unos cuartos. “Vale”, dice.
Entonces frunce el ceño, resuella, pero se traga la mierda. El judío le da los
diez zlotis pero poco después recapacita. Cae en la cuenta de que acaba de
cometer la tontería de gastarse el dinero en nada y decide recuperarlo. A la
vista del siguiente excremento de caballo, fresco y humeante, le dice al
polaco: “¿Si me como esta mierda me devuelves los diez zlotis?”. “Vale”,
contesta el otro. El judío resuella, frunce el entrecejo, pero se come la
mierda y recibe de vuelta su dinero. Los dos siguen su camino, pero el polaco
al pensárselo, pregunta legítimamente: “Oye, si los judíos sois tan listos,
¿puedes explicarme por qué diablos nos hemos comido cada uno una mierda?”. En
este caso el judío se quedó callado, cosa que sucede muy pocas veces.
Digo,
pues, que si me preguntas por el sentido de todo lo que pasó durante las dos
guerras y en el tiempo transcurrido entre éstas, yo te contestaré a la pregunta
con otra, que tampoco tiene respuesta: ¿y por qué nos comimos la mierda?
No sé,
querido hermano, si vas a recibir estas líneas, porque tú también estás como
una hoja a merced del aire y te llevan y te traen los torbellinos de la
casualidad y el destino, vistas a la manera vuestra –la materialista- como
leyes naturales del todo ordinarias. Es que vosotros, los marxistas, tenéis el
don de prever las cosas y aún mejor sabéis explicar las razones por las que vuestras
previsiones no llegaron a verse cumplidas. Sin embargo, ¡quién hubiera podido
prever (si no fuera Jehová o Yahvé al que tú renunciaste –no es que te culpe,
cada cual tiene sus motivos-) que tú, el buen rabí del pueblo de Kolodetz cerca
de Drogobich, te volverías ateo y te harías líder sindicalista! […]
Cuarto libro de Isaac: “A cada cual, lo que le
corresponde” o desde los campos de concentración con amor
1
Perdona
que me desvíe por un momento de nuestro viaje al corazón del Reich, pero deja
que te cuente cómo el viejo Shmoile se pasó la vida golpeteando tranquila y
abnegadamente las ruedas de los vagones tanto en los tiempos austrohúngaros
como en los polacos y, finalmente, en los soviéticos. Cuando llegó el momento
de jubilarlo le entregaron la medalla “Bandera Roja de los Trabajadores”.
Emocionado a más no poder, Shmoile pronunció el siguiente discurso:
“Estimados
compañeros y colegas ferroviarios: os agradezco todo lo bueno que acabáis de
decir de mi humilde persona. Os agradezco también la medalla que me concedéis
por haber servido fielmente a lo largo de cincuenta años en la estación de
Drogobich con este martillo de mango largo. Sin embargo, queridos colegas y
compañeros, ahora que me toca retirarme, os pido que me expliquéis, ¿por qué he
tenido que hacerlo y cuál es la utilidad?”»
*Región en
Europa Central, situada al norte de los Cárpatos. En la actualidad, en Ucrania.
(N. del T.)
[ El texto pertenece a la
edición en español de Libros del Asteroide, 2008, en traducción de Liliana
Tabákova. ISBN: 978-84-935914-6-5.]
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