viernes, 24 de enero de 2020

El Pentateuco de Isaac.- Angel Wagenstein (1922)

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Palabras preliminares de Isaac. Carta al rabí Samuel Bendavid
«Por favor, no busques lógica en mi destino, porque no es que yo empujara los acontecimientos sino que éstos me empujaron a mí. No he sido la piedra del molino ni el agua que la hace girar: he sido la harina. Y desconocidos han sido para mí los propósitos del Molinero, santificado sea su nombre por los siglos de los siglos y después del último de los siglos también.
 Tampoco busques lógica en los acontecimientos históricos que determinaron mi destino, pues no la tienen, pero quizá tengan algún sentido secreto. Sin embargo, ¿acaso le es dado al ser humano conocer el secreto de las mareas, de las protuberancias solares, del temprano florecer de la nevadilla, del amor o de los mugidos de las vacas?
  No me hagas, hermano, empezar la explicación de los acontecimientos políticos por aquel archiconocido disparo en Sarajevo, del que estoy hasta la coronilla, cuando un alumno de secundario con el curioso apellido de Principio mató a nuestro inolvidable, querido, adorado archiduque Francisco Fernando, porque la primera guerra mundial ya había madurado como un absceso en el vientre de Europa, sin principios, es decir, sin el estúpido disparo del Principio este. Si algún diplomático alemán, pongamos por caso, hubiera resbalado con la cáscara de un plátano tirado en Estocolmo por el representante de la empresa francesa Michelin, hubiera sido lo mismo. No busques, por favor, lógica en mi querida patria austrohúngara, cuyo ejército invencible, dirigido sabiamente por el general Konrad von Hötzendorf se metió de cabeza en el conflicto justo cuando hasta el más tonto entre los tontos se daba cuenta de que ya habíamos perdido la guerra. ¿Acaso puede haber lógica alguna en que todos los fieles ciudadanos austrohúngaros desearan con fervor que el Imperio de los Habsburgo se disgregara en varios Estados diminutos, en uniones étnicas dudosas y en federaciones tectónicas y alzaran las banderas nacionales, limpiándose los mocos y las lágrimas al son de la cancioncilla “¡Eh, eslavos!”, mientras que ahora gimotean viendo los platos rotos y recuerdan el Imperio Austrohúngaro como “los buenos tiempos de antaño”?
  Dime, hermano, si hay lógica en todo esto. Fíjate en la broma macabra de cuando Serbia y Grecia, cual un par de hermanitas, se cogieron de la mano al lado de la Triple Entente, mientras que Turquía, el eterno agente británico, sabe Dios por qué se alineó contra Inglaterra. Bulgaria se hermanó con sus opresores seculares, los turcos, y se arrojó a la guerra contra sus libertadores, los rusos, quienes por su parte…, etcétera.
  La primera guerra mundial es una de las ballenas en que –como diría algún pueblo antiguo- se va a apoyar mi relato. La otra ballena, claro está, será la segunda guerra mundial. Y si así, con los pies en sendas ballenas, decido explayarme sobre las razones y sinrazones de esta última, la más cruel entre las guerras, fácil será que me esparranque, ya que, como regla general, las ballenas históricas no suelen nadar en paralelo. Baste con recordarte al respecto de los sacros y eternos ideales nacionales, que en la primera guerra, Alemania se enfrentó a muerte con Italia y Japón, para llegar a declararlos luego, en la segunda de las guerras mundiales, sus hermanos carnales, sus aliados entrañables y no menos sagrados y sempiternos.
  Un día se borrará el dolor de esta guerra, la más terrorífica de todas; llegará el momento en que su recuerdo acabará pareciéndose a la molestia obtusa de los viejos reumas, porque la gente tiende a olvidar lo malo, porque si pensáramos todo el tiempo en la muerte y en los seres desaparecidos, los labradores dejarían de labrar, los jóvenes de enamorarse, los niños dejarían de deletrear las palabras, este precioso rosario de la inteligencia. Se olvidará el dolor y entonces el sentido de las guerras se reducirá a aquella anécdota antiquísima que seguro que has oído mil veces contada de mil maneras, pero que aun así te la explicaré, porque ¿acaso puedes detener a un judío cuando se le ha metido entre ceja y ceja contarte un chiste? Esto es un polaco y un judío que andan juntos por algún lugar de Galitzia*. El judío, que se cree más listo que nadie y que se siente con derecho a dar lecciones o reírse de los demás, señala en el camino el todavía humeante excremento de un caballo y le dice al polaco: “Te doy diez zlotis si te comes esto”. El polaco, hombre calculador como todo campesino, no tiene nada en contra de ganarse unos cuartos. “Vale”, dice. Entonces frunce el ceño, resuella, pero se traga la mierda. El judío le da los diez zlotis pero poco después recapacita. Cae en la cuenta de que acaba de cometer la tontería de gastarse el dinero en nada y decide recuperarlo. A la vista del siguiente excremento de caballo, fresco y humeante, le dice al polaco: “¿Si me como esta mierda me devuelves los diez zlotis?”. “Vale”, contesta el otro. El judío resuella, frunce el entrecejo, pero se come la mierda y recibe de vuelta su dinero. Los dos siguen su camino, pero el polaco al pensárselo, pregunta legítimamente: “Oye, si los judíos sois tan listos, ¿puedes explicarme por qué diablos nos hemos comido cada uno una mierda?”. En este caso el judío se quedó callado, cosa que sucede muy pocas veces.
  Digo, pues, que si me preguntas por el sentido de todo lo que pasó durante las dos guerras y en el tiempo transcurrido entre éstas, yo te contestaré a la pregunta con otra, que tampoco tiene respuesta: ¿y por qué nos comimos la mierda?
  No sé, querido hermano, si vas a recibir estas líneas, porque tú también estás como una hoja a merced del aire y te llevan y te traen los torbellinos de la casualidad y el destino, vistas a la manera vuestra –la materialista- como leyes naturales del todo ordinarias. Es que vosotros, los marxistas, tenéis el don de prever las cosas y aún mejor sabéis explicar las razones por las que vuestras previsiones no llegaron a verse cumplidas. Sin embargo, ¡quién hubiera podido prever (si no fuera Jehová o Yahvé al que tú renunciaste –no es que te culpe, cada cual tiene sus motivos-) que tú, el buen rabí del pueblo de Kolodetz cerca de Drogobich, te volverías ateo y te harías líder sindicalista! […]

Cuarto libro de Isaac: “A cada cual, lo que le corresponde” o desde los campos de concentración con amor

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  Perdona que me desvíe por un momento de nuestro viaje al corazón del Reich, pero deja que te cuente cómo el viejo Shmoile se pasó la vida golpeteando tranquila y abnegadamente las ruedas de los vagones tanto en los tiempos austrohúngaros como en los polacos y, finalmente, en los soviéticos. Cuando llegó el momento de jubilarlo le entregaron la medalla “Bandera Roja de los Trabajadores”. Emocionado a más no poder, Shmoile pronunció el siguiente discurso:
  “Estimados compañeros y colegas ferroviarios: os agradezco todo lo bueno que acabáis de decir de mi humilde persona. Os agradezco también la medalla que me concedéis por haber servido fielmente a lo largo de cincuenta años en la estación de Drogobich con este martillo de mango largo. Sin embargo, queridos colegas y compañeros, ahora que me toca retirarme, os pido que me expliquéis, ¿por qué he tenido que hacerlo y cuál es la utilidad?”»

  *Región en Europa Central, situada al norte de los Cárpatos. En la actualidad, en Ucrania. (N. del T.)   

     [El texto pertenece a la edición en español de Libros del Asteroide, 2008, en traducción de Liliana Tabákova. ISBN: 978-84-935914-6-5.]

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