Segunda parte
IX
«La esencia
del gobierno oligárquico no es la herencia de padres a hijos, sino la
persistencia de cierta visión del mundo y cierto modo de vida, impuestos a los
vivos por los muertos. Un grupo dirigente lo es sólo en tanto es capaz de
nombrar a sus sucesores. Al Partido no le preocupa perpetuar su sangre, sino
perpetuarse a sí mismo. Quien ejerza el poder carece de importancia con tal de
que la estructura jerárquica continúe siendo siempre la misma.
Todas las
creencias, las costumbres, los gustos, las emociones y las actitudes mentales
que caracterizan nuestro tiempo están diseñados en realidad para preservar la
mística del Partido e impedir que pueda percibirse la verdadera naturaleza de
la sociedad actual. La rebelión física, o cualquier movimiento preliminar que
pudiera favorecerla, son imposibles en la actualidad. Los proletarios no
constituyen ninguna amenaza. Si se les deja en paz, seguirán trabajando,
reproduciéndose y muriendo generación tras generación y siglo tras siglo, no sólo sin sentir el
impulso de rebelarse, sino sin llegar a entender que el mundo podría llegar a
ser diferente. Sólo podrían llegar a ser peligrosos si el avance de la técnica
industrial hiciese necesario proporcionarles una educación mejor; pero puesto
que la rivalidad comercial y militar ha dejado de tener importancia, el nivel
de la educación popular está decayendo. Lo que opinen o dejen de opinar las
masas se considera falto de importancia. Se les puede conceder la libertad
intelectual porque carecen de intelecto. En cambio, entre los miembros del
Partido no puede tolerarse ni la más mínima desviación de opinión sobre la
cuestión más irrelevante.
Los
miembros del Partido viven, desde que nacen hasta que mueren, bajo la
vigilancia de la Policía del Pensamiento. Ni siquiera cuando están solos pueden
estar seguros de estarlo de verdad. Dondequiera que se encuentren, dormidos o
despiertos, trabajando o descansando, en el baño o en la cama, pueden ser
inspeccionados, sin previo aviso y sin saber que los están inspeccionando. Nada
de lo que hacen es indiferente. Sus amistades, sus aficiones, su comportamiento
con la mujer y los hijos, las expresiones de su cara cuando están a solas, las
palabras que murmuran en sueños, incluso los movimientos característicos de su
cuerpo son celosamente analizados. No sólo cualquier falta, sino cualquier
excentricidad, por pequeña que sea, cualquier cambio de costumbres, cualquier
tic nervioso que pudiera ser síntoma de una lucha interior, es detectado
inevitablemente. Carecen, en todos los sentidos, de libertad de elección. Por
otro lado, sus actos no están regulados por la ley ni por ningún otro código de
comportamiento formulado con claridad. En Oceanía no hay leyes. Los
pensamientos y los actos que, en caso de ser detectados, implican la muerte
segura no están prohibidos formalmente y las incontables purgas, detenciones,
torturas, encarcelamientos y vaporizaciones no se infligen como castigo por
delitos cometidos en realidad, sino que son la forma de eliminar a personas que
en el futuro tal vez pudieran llegar a cometer un crimen. A los miembros del Partido se les exige no
sólo que tengan las opiniones correctas sino los instintos correctos. Muchas de
las creencias y las actitudes que se les exigen no se expresan con claridad, y
no podrían expresarse sin poner en evidencia las contradicciones inherentes al
Socing. Si se trata de alguien ortodoxo por naturaleza (en nuevalengua, un
“bienpiensa”), sabrá en cualquier circunstancia, sin pararse a reflexionar,
cuál es la creencia verdadera o la emoción deseable. Pero, en cualquier caso,
el elaborado entretenimiento mental, llevado a cabo desde la infancia y
concentrado en torno a las palabras en nuevalengua “antecrimen”, “blanconegro”
y “doblepiensa”, le vuelven incapaz de pensar con demasiada profundidad en nada.
Se espera
que los miembros del Partido no tengan emociones privadas y que su entusiasmo
no decaiga. Se supone que viven en un continuo frenesí de odio a los enemigos y
los traidores internos, de triunfalismo ante las victorias y de humillación
ante el poder y la sabiduría del Partido. El descontento producido por esa vida
vacía e insatisfactoria se elimina y disipa mediante recursos como los Dos
Minutos de Odio y las especulaciones que podrían inducir una actitud rebelde o
escéptica se eliminan por anticipado gracias a una disciplina interior
adquirida desde la infancia. El paso primero y más sencillo de dicha
disciplina, que puede enseñárseles incluso a los niños pequeños, se denomina en
nueva lengua “antecrimen”, y se refiere a la facultad de detenerse, como por
instinto, en el umbral de cualquier
pensamiento peligroso. Incluye la capacidad de no captar las analogías, de no
reparar en los errores lógicos, de no entender los argumentos más sencillos si
van en contra del Socing, y de sentir repulsión y tedio ante cualquier
concatenación de pensamientos que conduzca a una herejía. El antecrimen es, en
suma, una estupidez defensiva. Pero la estupidez no es suficiente. Al
contrario, la ortodoxia en sentido amplio exige un control de los propios
procesos mentales tan completo como el de un contorsionista sobre su cuerpo. La
sociedad de Oceanía se basa en la creencia de que el Hermano Mayor es
omnipotente y el Partido infalible. Pero, como en realidad no lo son, se hace
necesaria una flexibilidad constante e implacable a la hora de tratar los
hechos. La palabra clave es “negroblanco”. Como tantas otras palabras en
nuevalengua, tiene dos sentidos contradictorios. Aplicado a un oponente, se
refiere a la costumbre de llamar descaradamente blanco a lo negro, en contradicción
con los hechos evidentes. Aplicado a un miembro del Partido, alude a su leal
disposición a afirmar que lo negro es blanco cuando la disciplina del Partido
así lo exige. Pero también significa la capacidad de creer que lo negro es
blanco y, más aún, de saber que lo negro es blanco, y de olvidar que alguna vez
uno creyó lo contrario. Lo cual exige una constante alteración del pasado,
posible gracias a un sistema de pensamiento que engloba a todo lo demás, y que
se conoce en nuevalengua como “doblepiensa”.
La
alteración del pasado es necesaria por dos motivos, uno de ellos es subsidiario
y, por así decirlo, preventivo. Consiste en que los miembros del Partido, al
igual que los proletarios, toleran las condiciones presentes sólo porque
carecen de un patrón de comparación. Es necesario aislarlos del pasado, igual
que de los países extranjeros, porque es preciso que crean que viven mejor que
sus antepasados y que el nivel de vida está aumentando constantemente. Pero,
con diferencia, la razón más importante de ese reajuste del pasado es la
necesidad de salvaguardar la infalibilidad del Partido. No sólo hay que poner
constantemente al día los discursos, las estadísticas y los registros de todo
tipo para demostrar que las predicciones del Partido siempre han sido
correctas, sino que no puede admitirse el menor cambio en la doctrina o los
alineamientos políticos, pues cambiar de opinión, o incluso de política,
implica una confesión de debilidad. Si, por ejemplo, Eurasia o Esteasia
(cualquiera de las dos) es hoy el
enemigo, deberá haberlo sido siempre. Y si los hechos dicen lo contrario,
entonces es necesario alterarlos. De ese modo, la historia se reescribe
continuamente. Esta falsificación diaria del pasado, llevada a cabo por el
Ministerio de la Verdad, es tan necesaria para la estabilidad del régimen como
la labor de espionaje y represión que realiza el Ministerio del Amor.
La
mutabilidad del pasado es el principio central del Socing. Los acontecimientos
pasados, se argumenta, carecen de existencia objetiva y sólo perduran en los
registros escritos y el recuerdo de las personas. El pasado es lo que dicen los
archivos y la memoria de la gente. Y, puesto que el Partido controla todos los
archivos, y lo que piensa cada uno de sus miembros, se deduce que el pasado es
cualquier cosa que quiera el Partido. También se deduce que, aunque el pasado
es alterable, nunca se ha alterado en un caso concreto. Pues, cuando se recrea
del modo en que se considere necesario en un momento dado, la nueva versión se
convierte en el pasado, y ningún otro puede haber existido jamás. Y eso es así
incluso cuando, como ocurre a menudo, se hace necesario alterar el mismo suceso
hasta volverlo irreconocible varias veces a lo largo del año. En todo momento, el Partido está en
posesión de la verdad absoluta y está claro que el absoluto jamás ha podido ser
diferente del que es hoy. Ya se entenderá que el control del pasado depende,
por encima de todo, del entrenamiento de la memoria. Asegurarse de que los
registros escritos coinciden con la ortodoxia del momento es un acto puramente
mecánico. Pero también es necesario recordar que los sucesos ocurrieron de la
forma deseada. Y, si hace falta reorganizar los recuerdos o manipular los
archivos, también hay que olvidar que se ha hecho tal cosa, lo cual puede
aprenderse como cualquier otra técnica mental. La mayor parte de los miembros
del Partido lo aprenden, sobre todo los más inteligentes y ortodoxos. En
viejalengua se llama, con bastante franqueza, “control de la realidad”. En
nuevalengua se denomina “doblepiensa”, aunque el doblepiensa comprende también
otras muchas cosas.
El
doblepiensa se refiere a la capacidad de sostener dos creencias contradictorias
de manera simultánea y aceptar ambas a la vez. El intelectual del Partido sabe
en qué dirección debe alterar sus recuerdos, por tanto sabe que está
modificando la realidad; pero, mediante el ejercicio del doblepiensa, también
se convence de que no está violando la realidad.»
[El texto
pertenece a la edición en español de Penguim Random House, 2018, en traducción
de Miguel Temprano García. ISBN: 978-84-9989-094-4.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: