lunes, 20 de enero de 2020

El arpa de hierba.- Truman Capote (1924-1984)

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Cinco

«-Papá juró que le pegaría un tiro. Más de cien veces dijo Geraldine, dinos quién ha sido y Dan tomará una escopeta e irá a por él. Me echaba a reír hasta que acababa llorando; otras veces sucedía al revés. Bien, les dije que no tenía la menor idea de quién era el responsable, que había estado con cinco o seis chicos en Youfry y ¿cómo podía saber yo quién lo había hecho? Mi madre me abofeteó en la cara cuando dije eso. Pero acabaron por creerlo y creo que al cabo de algún tiempo incluso el propio Dan Rainey llegó a creerlo... o al menos quería creerlo, el pobre chico, tan desgraciado. Todos esos meses la casa estuvo revuelta y en ellos murió papá. No quisieron dejarme asistir al entierro pues estaban avergonzados de que alguien pudiera verme en mi estado. Ocurrió ese día, cuando todos ellos estaban en el entierro y me habían dejado sola en casa y un viento arenoso soplaba con la violencia de un elefante; fue entonces cuando tuve el primer contacto con Dios. Yo no me merecía en modo alguno ser Elegida: hasta entonces mamá había tenido que forzarme a aprender los versículos de la Biblia; después de ese día logré memorizar más de mil en menos de tres meses. Bien, estaba practicando una melodía en el piano cuando de repente se rompió una ventana, toda la habitación pareció dar la vuelta sobre sí misma y cuando de nuevo adquirió su posición inicial me di cuenta de que había algo conmigo: el espíritu de mi padre, pensé. El viento se apaciguó suavemente, como en la primavera... Él estaba allí y yo de pie, como él me había hecho, abrí los brazos para recibirle. Eso ocurrió hace veintiséis años, que se cumplieron el día 3 del pasado febrero. Yo tenía diecisiete y ahora tengo cuarenta y dos y nunca he vuelto a dudar. Cuando fui a dar a luz a mi bebé no llamé a Geraldine  ni a Dan Rainey ni a nadie, sino que me eché en la cama, empecé a susurrar los versículos uno tras otro y nadie se enteró de que Danny había nacido hasta que lo oyeron gemir. Fue Geraldine quien le puso ese nombre. Era su hijo, o al menos eso es lo que todo el mundo debía creer y de todos los caseríos vecinos la gente vino a ver a su hijo; algunos trajeron regalos y los hombres dieron palmadas cariñosas en las espaldas de Dan Rainey y le felicitaron por tener un niño tan hermoso. Tan pronto como estuve en condiciones de hacerlo me trasladé a Stoneville, a unas treinta millas de distancia, una ciudad dos veces mayor que Youfry y donde hay un gran campo minero. Otra chica y yo abrimos una lavandería e hicimos un buen negocio porque en la mina la mayor parte de los hombres eran solteros. Dos veces al mes regresaba a casa para ver a Danny; así me pasé siete años yendo y viniendo; las visitas a Danny eran mi único placer: un niño tan precioso que no encuentro palabras para describirlo. Pero Geraldine se ponía furiosa, de muerte, cuando lo tocaba; si me veía besarlo saltaba indignada. Dan Rainey no era muy distinto y parecía temer que me decidiera a no marcharme todo lo deprisa que deseaban. La última vez que estuve en casa le pregunté si no podíamos encontrarnos en Youfry, pues durante mucho tiempo, en mi locura, se me ocurrió una idea: si podía vivir de nuevo lo anterior, si volvía a llevar un bebé en mi vientre, éste sería como un hermano gemelo de Danny. Pero me equivocaba al pensar que podía tener el mismo padre. Hubiera nacido muerto. Me quedé mirando a Dan Rainey (era el más frío de los días, estábamos sentados en la sala de baile vacía y recuerdo que ni una sola vez sacó las manos de los bolsillos del pantalón) y le hice marcharse sin decirle por qué le había pedido que viniera. Después pasaron años en los que busqué cualquier parecido con él. Uno de los mineros de Stoneville tenía las mismas pecas, ojos amarillos; un chico de buen corazón, que me hizo a Sam, el mayor de mis hijos. Al que mejor recuerdo es al padre de Beth, que era un duplicado de Dan Rainey, pero como Beth es una chica no se parece tanto a Danny. He olvidado deciros que vendí mi parte en la lavandería y me fui a Texas... Trabajé en restaurantes en Amarillo y Dallas. Pero hasta conocer al señor Honey no me había dado cuenta de que el Señor me había elegido y cuál debía ser mi misión. El señor Honey estaba en posesión de la Verdadera Palabra; tras oírle predicar la primera vez fui a verlo. Llevábamos hablando sólo unos veinte minutos cuando me dijo: voy a casarme contigo, si es que no estás casada ya. Le dije que no, no estoy casada, pero tengo alguna familia; la verdad es que para aquel entonces ya eran cinco. Eso no le importó en absoluto. Una semana después nos casábamos, el día de San Valentín. No era un hombre joven y no se parecía en absoluto a Dan Rainey; si se quitaba las botas apenas me llegaba al hombro; pero el Señor había hecho que nos encontráramos y Él, ciertamente, sabe lo que hace: tuvimos a Roy, después a Pearl, Kate, Cleo y Pequeño Homer… la mayor parte de ellos nacidos en el carromato que habéis visto. Recorrimos el país llevando Su Palabra a gentes que no la habían oído antes, al menos no del modo como se la transmitía mi marido. Ahora debo mencionar una triste circunstancia: perdí al señor Honey. Ocurrió una mañana, en la peor parte de Luisiana, en la tierra de los Cajunes; se alejó un poco de la carreta para comprar algunos víveres: sepan que nunca más volvimos a verle. Desapareció realmente en el aire. No me importa un comino lo que dijo la Policía: no era el tipo de hombre que abandona a su familia; no, señor, no; debió ocurrirle algo malo.
 -O amnesia -dije yo-. Se olvida uno de todo, incluso del propio nombre.
 -¿Un hombre que se sabía la Biblia de memoria? ¿Puedes creer que un hombre así llegue a olvidar su propio nombre? Uno de los Cajunes debió matarle para robarle su anillo de amatistas. Naturalmente he vuelto a tener otros hombres después, pero no amor. Lillie Ida, Laurel y los otros niños nacieron así. En cierto modo parece como si yo no pudiera continuar viviendo sin llevar otra vida latiendo bajo mi propio corazón: cuando no es así me siento floja y perezosa.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Argos Vergara, 1980, en traducción de Joaquín Adsuar. ISBN: 84-7017-902-0.]

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