domingo, 12 de enero de 2020

Vida y amores de una Maligna.- Fay Weldon (1931)

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«Estoy de pie en mi dormitorio, nuestro dormitorio, el dormitorio de Bobbo y mío, y me arreglo la cara para volver lo antes posible a mis deberes conyugales, a la condición de esposa y madre, y a mis padres políticos. A este fin, recito la Letanía de la Buena Esposa. Es como sigue:
  Debo fingir que estoy contenta cuando no lo estoy; por el bien de todos.
  No debo hacer ningún comentario adverso sobre mi forma de existencia; por el bien de todos.
  Debo estar agradecida por el techo que me cobija y la comida que me alimenta y pasar mis días demostrándolo, limpiando y cocinando y sentándome y levantándome de la silla; por el bien de todos.
  Debo hacer que los padres de mi esposo me quieran y que mis padres le quieran a él; por el bien de todos.
  Debo aceptar el principio según el cual los que ganan más fuera de casa merecen más dentro de ella; por el bien de todos.
  Debo reforzar la confianza sexual de mi esposo, no debo expresar interés sexual por ningún otro hombre, ni en privado ni en público; debo hacer caso omiso de la forma en que él me denigra, alabando públicamente a mujeres más jóvenes, más hermosas y más afortunadas que yo, y acostándose a escondidas con ellas, si puede; por el bien de todos.
  Debo prestarle apoyo moral en todas sus empresas, por inmorales que sean, por el bien del matrimonio. Debo fingir ser inferior a él en todo.
  Debo amarle en la prosperidad y la pobreza, en buenos y malos tiempos, y serle inquebrantablemente leal, por el bien de todos.
  Pero la Letanía no funciona. No calma: irrita. Me quebranto: ¡mi lealtad se quebranta! Miro en mi interior: encuentro odio, sí, odio a Mary Fisher, fuerte, caliente y dulce: pero ni un resto de amor, ni el más mínimo e inquieto tentáculo de amor. ¡Ya no estoy enamorada de Bobbo! Corrí escaleras arriba amando y llorando. Correré escaleras abajo sin amar, sin llorar.
[…]
25

  Ruth, una vez conseguidos sus propósitos […] buscó alojamiento en Bradwell Park, un lugar donde consideró que podía pasar desapercibida. Allí vivía mucha gente de dimensiones, forma y apariencia rara y muy pocos se tomaban la molestia de volver la cabeza cuando pasaban a su lado. Bradwell Park estaba en las profundidades de los suburbios occidentales, una zona deprimida de la ciudad, sin rasgos especiales. Allí vivían los pobres.
  Ruth tenía 2.563.072 dólares y 45 centavos en una cuenta en Suiza, pero de momento prefería vivir sencilla y modestamente. Los ricos llaman la atención, los pobres son anónimos: una apagada capa gris de invisibilidad cubre sus vidas. Y Ruth no quería atraer sobre sí la atención de la policía o de las autoridades fiscales hasta que la ocasión madurara. Y además en Bradwell Park tenía muy pocas oportunidades de tropezarse con alguien de Eden Grove, alguien que dijera: “¿Pero tú no eres la mujer de Bobbo? ¡Qué casualidad verte por aquí!”
  Aunque tanto Bradwell Park como Eden Grove, donde Ruth había vivido en su otra vida, eran definidos como suburbios, se trataba de lugares muy diferentes. En Bradwell Park, hombres y mujeres vivían juntos en promiscuidad; en Eden Grove, se les separaba con pulcros cercados cuadriculados. En Bradwell Park, había más mujeres que hombres, menos garajes para menos coches, y una sola piscina comunal, tan fuertemente clorada que podía ocasionar ceguera temporal. En Bradwell Park, vivía gente que ganaba menos de lo que le habría gustado ganar y mujeres más atrapadas por la necesidad que por la complejidad de sus deseos, pero que al menos tenían el consuelo de saber que su descontento no se debía a una mera intranquilidad e ingratitud, sino que estaba justificado.
  […]   
29

  Ruth se metió en una comuna de feministas radicales. Aquellas mujeres no tenían relación con el mundo masculino; la aceptaron sin reservas como una de ellas. Adoptó el nombre de Millie Mason. Llevaba, como todas, vaqueros, camiseta de manga corta, botas y una chaqueta de paño; no le pidieron documentación alguna. Era mujer y había sufrido por ello, y eso bastaba. Sus nuevas compañeras no comían carne ni productos lácteos y se satisfacían sexualmente entre ellas. No sentían el menor deseo de atraer a los hombres, aunque muchas de ellas eran muy atractivas. Las Mijiris, como ellas mismas se llamaban, vivían en las afueras de la ciudad, en un racimo de roulottes dispuestas alrededor de un viejo caserón. Trabajaban un terreno de cuatro acres donde crecían legumbres, cereales, consuelda y milenrama, que cosechaban, trataban y vendían en tiendas de comida natural en todo el país. Tenían hijas, pero no hijos: de éstos se libraban en formas que al mundo exterior le habrían parecido macabras, pero que ellas consideraban perfectamente razonables.
  Ruth era fuerte y competente y carecía de esa afectación que por lo general se considera femenina. Hacía lo que estaba en sus manos para ayudar a las Mijiris, pero se alegraba de que su estancia entre ellas fuera transitoria. No quería vivir permanentemente en su mundo. Le faltaba luminosidad superficial: era como un dril duradero, embarrado por una inundación fangosa de desperdicios del purgatorio, no chispeante y peligroso como el fuego del infierno.
  Pero la vida era dura y la dieta fibrosa y poco grasa y cada semana que pasaba más anchos le iban quedando los vaqueros mientras cavaba y labraba y trabajaba con la azada. No había donde pesarse y era difícil encontrar espejos.
  -Tu aspecto no importa –decían-. Lo que importa es cómo te sientes.
  Pero ella sabía que se equivocaban. Ella quería vivir en la vertiginosa vorágine del mundo, no oculta en aquel fangoso rincón de integridad. Pero no lo decía, porque podía quedarse sin sitio donde vivir. Las Mijiris no veían con buenos ojos a las que no estaban de acuerdo con ellas: los nombraban no-mujeres honorarias.
  Cuando Ruth ya casi no podía distinguir la cintura de las caderas, telefoneó a Mr. Roche desde una cabina. En la comuna no había teléfono: era un instrumento de control propio de la tecnología masculina. Además, las mujeres no tenían necesidad alguna de comunicarse con el mundo exterior.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Tusquets Editores, 1990, en traducción de Manuel Sáenz de Heredia. ISBN: 84-7223-221-2.]

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