lunes, 6 de enero de 2020

Libro del desasosiego.- Fernando Pessoa (1888-1935)

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«Vivir es ser otro. Ni sentir es posible si hoy se siente como ayer se sintió: sentir hoy lo mismo que ayer no es sentir, es recordar hoy lo que se sintió ayer, ser hoy el cadáver vivo de lo que ayer fue la vida perdida.
 Apagarlo todo en el cuadro de un día para otro, ser nuevo con cada nueva madrugada, en una revirginidad perpetua de la emoción: esto, y sólo esto, vale la pena ser o tener, para ser o tener lo que imperfectamente somos.
 Esta madrugada es la primera del mundo. Nunca este color rosa amarilleciendo para blanco caliente se ha posado así en la faz con que el caserío del oeste encara lleno de ojos vidriados el silencio que viene en la luz creciente. Nunca hubo esta hora, ni esta luz, ni este ser mío. Mañana, lo que sea será otra cosa, y lo que yo vea será visto por unos ojos recompuestos, llenos de una nueva visión.
 ¡Altos montes de la ciudad! Grandes arquitecturas que las cuestas escarpadas sostienen y engrandecen, resbalamientos de edificios diferentemente amontonados, que la luz teje de sombras y quemazones, sois hoy, sois yo, porque os veo sois lo que […] y os amo desde la amurada como un navío que pasa junto a otro navío y tiene añoranzas desconocidas en el paisaje.
[…]
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 Los sentimientos que más duelen, las emociones que más afligen, son los que son absurdos -el ansia de cosas imposibles, precisamente porque son imposibles, la añoranza de lo que jamás ha existido, el deseo de lo que podría haber sido, la pena de no ser otro, la insatisfacción de la existencia del mundo. Todos estos medios tonos de la conciencia del alma crean en nosotros un paisaje dolorido, una eterna puesta de sol de lo que somos. El sentirnos es entonces un campo desierto al oscurecer, triste de juncos al pie de un río sin barcos, negreando claramente entre márgenes alejadas.
 No sé si estos sentimientos son una locura lenta del desconsuelo, si son reminiscencias de cualquier otro mundo en que hubiésemos estado -reminiscencias cruzadas y mezcladas, absurdas en la figura que vemos pero no en el origen si lo supiésemos. No sé si han existido otros seres que fuimos, cuya mayor plenitud sentimos hoy, en la sombra de ellos que somos, de una manera incompleta- perdida la solidez y figurándonosla nosotros mal en las dos únicas dimensiones de la sombra que vivimos.
 Sé que estos pensamientos de la emoción duelen con rabia en el alma. La imposibilidad de figurarnos una cosa a la que correspondan, la imposibilidad de encontrar algo que sustituya a aquella a la que se abrazan en una visión -todo esto pesa como una condena pronunciada no se sabe dónde, o por quién, o por qué.
 Pero lo que queda de sentir todo esto es con seguridad un disgusto de la vida y de todos sus gestos, un cansancio anticipado de los deseos y de todas sus maneras, un disgusto anónimo de todos los sentimientos. En estas horas de angustia sutil se nos vuelve imposible, hasta en sueños, ser amante, ser héroe, ser feliz. Todo esto está vacío, hasta de la idea de que existe. Todo esto está dicho en otro lenguaje, para nosotros incomprensible, meros sonidos de sílabas sin forma en el entendimiento. La vida está hueca, el alma está hueca, el mundo está hueco. Todos los dioses mueren de una muerte mayor que la muerte. Todo está más vacío que el vacío. Es todo un caos de cosas ningunas.
 Si pienso esto y miro, para ver si la realidad me mata de sed, veo casas inexpresivas, caras inexpresivas, gestos inexpresivos. Piedras, cuerpos, ideas -todo está muerto. Todos los movimientos son paradas, la misma parada todos ellos. Nada me dice nada. Nada me es conocido, no porque lo extrañe sino porque no sé lo que es. Se ha perdido el mundo. Y en el fondo de mi alma -como única realidad de este momento- hay una congoja intensa e invisible, una tristeza como el ruido de quien llora en un cuarto oscuro.
[…]
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 El lema que hoy más requiero para definición de mi espíritu es el de creador de indiferencias. Más que otra, querría que mi actuación por la vida fuese la de educar a los demás para que sientan cada vez más para sí mismos, y cada vez menos según la ley /dinámica/ de la colectividad.
 Educar en esa antisepsia espiritual, gracias a la cual no puede haber contagio de vulgaridad, me parece el más constelado destino del pedagogo /íntimo/ que yo querría ser. Que cuantos me leyesen aprendiesen -poco a poco sin embargo, como requiere el asunto- a no experimentar sensación alguna ante las miradas ajenas y las opiniones de los demás y ese destino enguirnaldaría de sobra el estancamiento escolástico de mi vida.
 La imposibilidad de hacer ha sido siempre en mí una enfermedad de etiología metafísica. Hacer un gesto ha sido siempre, para mi sentimiento de las cosas, una perturbación, un desdoblamiento, en el universo exterior; moverme me ha dado siempre la impresión de que no dejaría intactas las estrellas ni los cielos sin cambio. Por eso, la importancia metafísica del más pequeño gesto adquirió pronto un relieve atónito dentro de mí. He adquirido ante el hacer un escrúpulo de honestidad trascendental que me inhibe, desde que lo he fijado en mi conciencia, de tener relaciones muy acentuadas con el mundo palpable.
[…]
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 De mi abstención de colaborar en la existencia del mundo exterior resulta, entre otras cosas, un fenómeno psíquico curioso.
 Al abstenerme interiormente de la acción desinteresándome de las cosas, consigo ver al mundo exterior, cuando reparo en él, con una objetividad perfecta. Como nada interesa o conduce a tener razón para alterarlo, no lo altero.
 Y así consigo (…)»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Seix Barral, 1986, en traducción de Ángel Crespo. ISBN: 84-322-2097-3.]

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