viernes, 10 de enero de 2020

Quien parpadea teme a la muerte.- Knud Romer (1960)

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«En 1910, mis abuelos paternos se trasladaron del Hotel Orehoved al barrio más exclusivo de la ciudad de Nykøbing. Sobre la puerta principal de su casa se leía Bellevue en letras doradas. El edificio tenía tres plantas, con una torre panorámica de madera verde y tejado de cobre en lo alto. La abuela estuvo a punto de desmayarse cuando Carl sacó la llave y abrió las puertas. Atravesaron salones que parecían no acabarse nunca y los techos de las estancias eran más altos que el cielo. El único deseo de Karen era salir de allí cuanto antes, pero el abuelo le aseguró que no tenía por qué preocuparse. Había pensado poner en marcha un servicio de transporte en ruta que pagaría la casa, los niños y mucho más. Se trataba de darle un fuerte impulso al desarrollo: “Espera y verás, dentro de muy poco las ciudades de Copenhague y Berlín estarán unidas por un enlace directo y, en este enlace, Nykøbing ocupará un lugar privilegiado; será el nuevo centro comercial y turístico”, y Karen no dijo nada, comenzó a ordenar y colgó el reloj de la cocina en la pared. Unos años más tarde, Carl entró en quiebra.
  Adquirieron innumerables deudas y el abuelo descendió a los infiernos. Se pasaba los días sentado en el banco al borde de la vía del ferrocarril viendo pasar los trenes, con la mirada perdida en el vacío, sin decir nada a nadie, sin querer hablar con nadie. En casa, se encerraba en el despacho a oscuras, con las cortinas corridas, mientras le crecía la barba. Se dejó el pelo largo y las uñas largas, y no se lavaba, ni tampoco comía. Y así continuó el abuelo hasta que tocó fondo, más muerto que vivo para el resto del mundo y pasó página y dejó atrás la mala racha y empezó  de nuevo. ¡No había nada que no pudiera hacerse, nada que resultara imposible!
  Después de la línea de autobuses llegó la zapatería en Frisegade, que también quebró: el calzado al estilo de la moda parisina no estaba hecho para escardar entre las remolachas azucareras, y la gente se detenía frente al escaparate para reírse de los modelitos allí expuestos. Los clientes eran tan escasos que el abuelo se asustaba cuando sonaba la campana de la puerta y preguntaba: “¿Qué quieren?” Entonces leyó una noticia en el diario sobre la Compañía de Telecomunicaciones de Copenhage, que tenía más de cincuenta mil abonados, y se propuso vender teléfonos. Pero todos, sin excepción, vivían muy cerca de sus conocidos, y el abuelo tuvo que quedarse con cientos de aparatos y sin nadie a quien llamar. Se sentó en el banco de siempre y se encerró en sí mismo, aunque esta vez no tardó en volver a inaugurar un nuevo negocio; esta vez lo intentó con las motos, ¡las Nimbus!, y hubo fulgor de flashes, y el abuelo abrió los brazos y sonrió a la prensa que acudió en masa para fotografiarle y vitorearle entusiasmada frente a la nueva empresa que, finalmente, resultaría también fallida.
  Podía seguirse la historia de sus fracasos a lo largo de los años a través del Folketidende y, a medida que se tornaba imposible enderezar la situación en la realidad, el abuelo iba inventándose cada vez más explicaciones. Compraba a crédito y mantenía a los acreedores a raya con cuentos, se sacaba de la manga una excusa detrás de otra y, cuanto peor estaban las cosas, mejores eran las historias que contaba. ¡Réditos de acciones en Canadá! ¡Un anticipo de la herencia de un tío lejano y unos avalistas cuyas firmas debían de haberse perdido en el correo y justamente acababa de hablar ante la Audiencia Nacional con su abogado, quien se pondría en contacto con ellos personalmente a la mayor brevedad! El abuelo sabía defender su causa y esquivaba la catástrofe apostando por el futuro –que, tarde o temprano, tendría que llegar a Nykøbing, aunque todavía estuviera muy lejos- y cerraba los ojos y rezaba a los poderes supremos para que le tocara su momento de gloria antes de que fuera demasiado tarde.
  Karen era quien se ocupaba de la gestión y la economía doméstica cotidiana. Tenía dos hijos de los que cuidar y luego fueron tres y después cuatro: Leif y mi padre, Ib y Annelise, la más pequeña, y se mataba trabajando para que hubiera comida en la mesa y ropa con la que abrigarse. Trabajaba como asistenta por horas y en verano recogía fresas a destajo, y cocía su propio pan y cultivaba sus propias verduras y cada noche le daba un nombre distinto a la sopa que cocinaba: sopa de cebolla, sopa de patatas, consomé con huevo; el abuelo le preguntaba si llevaba coñac… lo llevaba; y ella hacía que diera tanto de sí que, al final, la sopa sólo tenía sabor a amor y buenas intenciones. Hacía punto y zurcía y sacaba lo máximo posible de la nada, mientras iban vendiendo sus pertenencias y, cuando terminaba su agotadora jornada, acostaba a los niños y les daba un beso de buenas noches acompañado de una mentirijilla.
  Vivían del aire y nadie se daba cuenta de la gravedad de la situación; nadie, salvo papá. Él era cada vez más alto y más delgado y era consciente de que ya no cabía dentro de su ropa y de que le apretaban los zapatos; y, por Navidad, sabía muy bien que los regalos que recibían no eran más que buenas palabras envueltas en un bonito papel. Hacía lo que podía por ayudar en casa y sacaba buenas notas en el colegio y, al finalizar cuarto de bachillerato, dejó los estudios y empezó a trabajar de aprendiz en la caja de ahorros. Papá se ocupaba de Leif, que padecía tuberculosis ósea, y cargaba con él de hospital en hospital, y pagaba las clases de baile de Annelise y las mensualidades del colegio de su hermano pequeño Ib, que hacía novillos y robaba y fumaba. Si alguien se burlaba de Leif por culpa de su invalidez, papá le regañaba y amenazaba con llamar a la policía y, más tarde, Ib les daba una paliza, les pegaba demasiado y durante demasiado tiempo y su comportamiento era cada vez más parecido al de un criminal. […]
  El día más feliz de la vida de mi padre fue cuando, en 1934, le contrataron en la compañía Dansk Bygnings Assurance S.A.; aprovechaba cualquier ocasión para relatar la historia una y otra vez: cómo había encontrado el anuncio en el periódico, y cómo el director Damgård lo había recibido en las oficinas de la plaza Mayor. Era un gran hombre que había levantado la empresa de la nada con sólo tres empleados: la señorita Slot y Max Christensen, que era el cajero, y luego su yerno, Henry Mayland. Los clientes eran reasegurados que se ahorraban dos coronas si contrataban una póliza por diez años, ¡algo que, hoy en día, sería del todo imposible! […]
  Por aquel entonces, el país se encontraba en plena crisis económica y era imposible encontrar un trabajo, Leif había ingresado en un sanatorio en la península de Jutlandia y llovían las facturas sobre la familia. Ib fue expulsado del colegio y de todas las plazas de aprendiz que le ofrecieron; se pavoneaba y se paseaba tocado con un sombrero y vestido con unos pantalones especialmente anchos. Y tenía más dinero que papá. A pesar de que suponía un riesgo, y que papá siempre se cuidaba mucho de evitarlos, consiguió que contrataran a Ib como aprendiz en la Dansk Bygnings Assurance para así poder vigilarlo. Al principio todo fue bien y luego fue demasiado bien para ser cierto. Ib seducía y engatusaba y prometía más de lo que podía cumplir. Consiguieron más clientes que nunca, pero no se trataba más que de humo, e Ib tomaba dinero prestado de la caja y se las daba de gran señor e invitaba a todo el mundo a copas. Fue un escándalo y papá tuvo que encargarse de suavizar las cosas y disculparse ante la dirección y ante el señor Damgård –todo se arreglará, no se preocupe- y ajustó las cuentas y recuperó los clientes. Y más tarde se ocupó de Ib. Nada ni nadie iba a desbaratar su vida ni a quitarle lo poco que había conseguido, ¡ni hablar!» 

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Minúscula, 2008, en traducción de Sofïa Pascual Pape. ISBN: 978-84-95587-40-4.]

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