«En 1910,
mis abuelos paternos se trasladaron del Hotel Orehoved al barrio más exclusivo
de la ciudad de Nykøbing. Sobre la puerta principal de su casa se leía Bellevue
en letras doradas. El edificio tenía tres plantas, con una torre panorámica de
madera verde y tejado de cobre en lo alto. La abuela estuvo a punto de
desmayarse cuando Carl sacó la llave y abrió las puertas. Atravesaron salones
que parecían no acabarse nunca y los techos de las estancias eran más altos que
el cielo. El único deseo de Karen era salir de allí cuanto antes, pero el
abuelo le aseguró que no tenía por qué preocuparse. Había pensado poner en
marcha un servicio de transporte en ruta que pagaría la casa, los niños y mucho
más. Se trataba de darle un fuerte impulso al desarrollo: “Espera y verás,
dentro de muy poco las ciudades de Copenhague y Berlín estarán unidas por un
enlace directo y, en este enlace, Nykøbing ocupará un lugar privilegiado; será
el nuevo centro comercial y turístico”, y Karen no dijo nada, comenzó a ordenar
y colgó el reloj de la cocina en la pared. Unos años más tarde, Carl entró en
quiebra.
Adquirieron
innumerables deudas y el abuelo descendió a los infiernos. Se pasaba los días
sentado en el banco al borde de la vía del ferrocarril viendo pasar los trenes,
con la mirada perdida en el vacío, sin decir nada a nadie, sin querer hablar
con nadie. En casa, se encerraba en el despacho a oscuras, con las cortinas
corridas, mientras le crecía la barba. Se dejó el pelo largo y las uñas largas,
y no se lavaba, ni tampoco comía. Y así continuó el abuelo hasta que tocó
fondo, más muerto que vivo para el resto del mundo y pasó página y dejó atrás
la mala racha y empezó de nuevo. ¡No
había nada que no pudiera hacerse, nada que resultara imposible!
Después de
la línea de autobuses llegó la zapatería en Frisegade, que también quebró: el
calzado al estilo de la moda parisina no estaba hecho para escardar entre las
remolachas azucareras, y la gente se detenía frente al escaparate para reírse
de los modelitos allí expuestos. Los clientes eran tan escasos que el abuelo se
asustaba cuando sonaba la campana de la puerta y preguntaba: “¿Qué quieren?”
Entonces leyó una noticia en el diario sobre la Compañía de Telecomunicaciones
de Copenhage, que tenía más de cincuenta mil abonados, y se propuso vender
teléfonos. Pero todos, sin excepción, vivían muy cerca de sus conocidos, y el
abuelo tuvo que quedarse con cientos de aparatos y sin nadie a quien llamar. Se
sentó en el banco de siempre y se encerró en sí mismo, aunque esta vez no tardó
en volver a inaugurar un nuevo negocio; esta vez lo intentó con las motos, ¡las
Nimbus!, y hubo fulgor de flashes, y el abuelo abrió los brazos y sonrió a la
prensa que acudió en masa para fotografiarle y vitorearle entusiasmada frente a
la nueva empresa que, finalmente, resultaría también fallida.
Podía
seguirse la historia de sus fracasos a lo largo de los años a través del Folketidende y, a medida que se tornaba
imposible enderezar la situación en la realidad, el abuelo iba inventándose
cada vez más explicaciones. Compraba a crédito y mantenía a los acreedores a
raya con cuentos, se sacaba de la manga una excusa detrás de otra y, cuanto
peor estaban las cosas, mejores eran las historias que contaba. ¡Réditos de
acciones en Canadá! ¡Un anticipo de la herencia de un tío lejano y unos
avalistas cuyas firmas debían de haberse perdido en el correo y justamente
acababa de hablar ante la Audiencia Nacional con su abogado, quien se pondría
en contacto con ellos personalmente a la mayor brevedad! El abuelo sabía defender
su causa y esquivaba la catástrofe apostando por el futuro –que, tarde o
temprano, tendría que llegar a Nykøbing, aunque todavía estuviera muy lejos- y
cerraba los ojos y rezaba a los poderes supremos para que le tocara su momento
de gloria antes de que fuera demasiado tarde.
Karen era
quien se ocupaba de la gestión y la economía doméstica cotidiana. Tenía dos
hijos de los que cuidar y luego fueron tres y después cuatro: Leif y mi padre,
Ib y Annelise, la más pequeña, y se mataba trabajando para que hubiera comida
en la mesa y ropa con la que abrigarse. Trabajaba como asistenta por horas y en
verano recogía fresas a destajo, y cocía su propio pan y cultivaba sus propias
verduras y cada noche le daba un nombre distinto a la sopa que cocinaba: sopa
de cebolla, sopa de patatas, consomé con huevo; el abuelo le preguntaba si
llevaba coñac… lo llevaba; y ella hacía que diera tanto de sí que, al final, la
sopa sólo tenía sabor a amor y buenas intenciones. Hacía punto y zurcía y
sacaba lo máximo posible de la nada, mientras iban vendiendo sus pertenencias
y, cuando terminaba su agotadora jornada, acostaba a los niños y les daba un
beso de buenas noches acompañado de una mentirijilla.
Vivían del
aire y nadie se daba cuenta de la gravedad de la situación; nadie, salvo papá.
Él era cada vez más alto y más delgado y era consciente de que ya no cabía
dentro de su ropa y de que le apretaban los zapatos; y, por Navidad, sabía muy
bien que los regalos que recibían no eran más que buenas palabras envueltas en
un bonito papel. Hacía lo que podía por ayudar en casa y sacaba buenas notas en
el colegio y, al finalizar cuarto de bachillerato, dejó los estudios y empezó a
trabajar de aprendiz en la caja de ahorros. Papá se ocupaba de Leif, que
padecía tuberculosis ósea, y cargaba con él de hospital en hospital, y pagaba
las clases de baile de Annelise y las mensualidades del colegio de su hermano
pequeño Ib, que hacía novillos y robaba y fumaba. Si alguien se burlaba de Leif
por culpa de su invalidez, papá le regañaba y amenazaba con llamar a la policía
y, más tarde, Ib les daba una paliza, les pegaba demasiado y durante demasiado
tiempo y su comportamiento era cada vez más parecido al de un criminal. […]
El día más
feliz de la vida de mi padre fue cuando, en 1934, le contrataron en la compañía
Dansk Bygnings Assurance S.A.; aprovechaba cualquier ocasión para relatar la
historia una y otra vez: cómo había encontrado el anuncio en el periódico, y
cómo el director Damgård lo había recibido en las oficinas de la plaza Mayor.
Era un gran hombre que había levantado la empresa de la nada con sólo tres
empleados: la señorita Slot y Max Christensen, que era el cajero, y luego su
yerno, Henry Mayland. Los clientes eran reasegurados que se ahorraban dos
coronas si contrataban una póliza por diez años, ¡algo que, hoy en día, sería
del todo imposible! […]
Por aquel
entonces, el país se encontraba en plena crisis económica y era imposible
encontrar un trabajo, Leif había ingresado en un sanatorio en la península de
Jutlandia y llovían las facturas sobre la familia. Ib fue expulsado del colegio
y de todas las plazas de aprendiz que le ofrecieron; se pavoneaba y se paseaba
tocado con un sombrero y vestido con unos pantalones especialmente anchos. Y
tenía más dinero que papá. A pesar de que suponía un riesgo, y que papá siempre
se cuidaba mucho de evitarlos, consiguió que contrataran a Ib como aprendiz en
la Dansk Bygnings Assurance para así poder vigilarlo. Al principio todo fue
bien y luego fue demasiado bien para ser cierto. Ib seducía y engatusaba y prometía
más de lo que podía cumplir. Consiguieron más clientes que nunca, pero no se
trataba más que de humo, e Ib tomaba dinero prestado de la caja y se las daba
de gran señor e invitaba a todo el mundo a copas. Fue un escándalo y papá tuvo
que encargarse de suavizar las cosas y disculparse ante la dirección y ante el
señor Damgård –todo se arreglará, no se preocupe- y ajustó las cuentas y
recuperó los clientes. Y más tarde se ocupó de Ib. Nada ni nadie iba a
desbaratar su vida ni a quitarle lo poco que había conseguido, ¡ni hablar!»
[El texto
pertenece a la edición en español de Editorial Minúscula, 2008, en traducción
de Sofïa Pascual Pape. ISBN: 978-84-95587-40-4.]
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