martes, 14 de enero de 2020

Compendio de Teología.- Santo Tomás de Aquino (1225-1274)

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Segunda parte
Capítulo VI: Donde se demuestra que Dios, nuestro Padre, a quien dirigimos nuestras oraciones, puede oírlas, por lo mismo que decimos "Que estás en los cielos" 

«Sucede frecuentemente que la esperanza queda frustrada por la impotencia de aquel cuyo auxilio esperamos. En efecto, para la seguridad de la esperanza no basta que aquel en quien la fundamos tenga voluntad para socorrernos, sino también poder para prestarnos el socorro. Nosotros expresamos suficientemente la disposición pronta de la voluntad divina para socorrernos cuando decimos "Padre nuestro"; pero para que no dudemos de la excelencia de su poder, añadimos "Que estás en los cielos". No decimos que estás en los cielos como contenido en un lugar, sino en el sentido de que con su poder abarca los cielos, según este pasaje del Eclesiástico XXIV: "Yo he recorrido solo la circunferencia de los cielos." Su poder es mayor que la inmensidad de los cielos, según estas palabras del salmo VIII: "Tu magnificencia ¡oh Dios mío! está elevada sobre los cielos." Para dar a nuestra esperanza una seguridad firme y completa, confesamos el poder de Dios; poder que sostienen los cielos y aún va mucho más allá.
 Haciéndolo así excluimos de la oración un error funesto. Hay algunos que creen que las cosas humanas están bajo la influencia necesaria y fatal de los astros, contrariando con su dicho este testimonio de San Jerónimo X: "No temáis nada de los astros del cielo, como temen los gentiles." Este error destruye el fruto de la súplica, porque si nuestra vida está bajo la influencia de los astros, no puede verificarse en ella mutación alguna y sería en vano que por medio de nuestras oraciones imploráramos la consecución de algún bien o librarnos de algún mal. Para que esta creencia no turbe la seguridad de nuestra esperanza en la oración, decimos: "Que estás en los cielos"; esto es, que Dios es Señor de ellos y el que les comunica movimiento. El auxilio que esperamos de Dios no puede, por consiguiente, encontrar obstáculo en la acción de los cuerpos celestes. Para que la oración sea eficaz ante Dios es necesario, además, que el hombre implore lo que dignamente pueda esperar de Dios.
 En efecto, leemos en Santiago, IV: "Pedís, y no recibiréis porque pedís mal." En efecto, malas peticiones son aquellas que están inspiradas o movidas por la sabiduría de la tierra y no por la del cielo. Por esta razón dice San Juan Crisóstomo: "Cuando decimos que estás en los cielos, no es en el sentido de encerrar a Dios en ellos, sino en el sentido de que el que ora deja a la tierra para elevarse a las regiones superiores." Hay además otro obstáculo para la oración y para la confianza en Dios, y consiste en pensar el que ora que la Providencia divina no se ocupa de las cosas de este mundo, según este pasaje de Job, cap. XXII, dirigido a los impíos: "Se esconde detrás de las nubes, no se ocupa de las cosas de este mundo y se pasea en las profundidades de los cielos." En Ezequiel, VIII, leemos también: "El Señor no nos ve, el Señor dejó la tierra." El Apóstol san Pablo nos enseña lo contrario cuando dice a los atenienses: "No está lejos de cada uno de vosotros, porque en Él es en quien vivimos, por quien somos y nos movemos. En efecto, ¿quién conserva nuestra existencia, quién gobierna nuestra vida y dirige nuestros movimientos?" Según estas palabras del libro de la Sabiduría: "Vuestra Providencia, ¡oh Padre! es la que todo lo gobierna desde el principio", porque aun los animales más pequeños son objeto de los cuidados de su providencia, según estas palabras de san Mateo, X: "¿Por ventura no se venden dos pajarillos por un cuarto, y uno de ellos no caerá sobre la tierra sin vuestro Padre? Aun los cabellos de vuestra cabeza están todos contados." La divina Providencia cuida tan particularmente de los hombres, que el Apóstol dice hablando de ella: "Dios no se ocupa de los animales"; no porque no se ocupe de ellos, sino porque no se ocupa de ellos como de los hombres, a los cuales castiga o remunera por sus buenas o malas obras, y los destina a la vida eterna. Ésta es la razón por la que después de las palabras citadas, añade el Señor: "Pero todos los cabellos de vuestra cabeza están contados." Como si todo lo que pertenece al hombre debiera ser restaurado en la resurrección, sin que de ello deba haber duda alguna, porque en seguida añade: "No temáis, porque vosotros valéis más que muchos pájaros." Por esto, como dijimos antes, se lee en el salmo XXXV: "Los hijos de los hombres esperarán a la sombra de vuestras alas." Aun cuando se diga que Dios está cerca de todos los hombres por el cuidado particular que de ellos tiene, se dice, sin embargo, de un modo especial que está cerca de los buenos, porque éstos, mediante su fe y su amor, se esfuerzan más para acercarse a Él, según estas palabras de Santiago, IV: "Acercaos a Dios y se acercará a vosotros"; y por esto se dice también en el salmo CXLIV: "Dios está cerca de todos los que le invocan en verdad." No solamente está cerca de ellos sino que habita en ellos por su gracia, según estas palabras de san Jerónimo. "Tú estás en nosotros, Señor." Por consiguiente, para aumentar la esperanza de los santos, se dice: ""Que estás en los cielos", es decir, en los santos, como explica San Agustín, porque como dice este mismo, parece que hay tan gran diferencia espiritual entre los justos y los pecadores como la que hay entre el cielo y la tierra. Para significar esto, al orar nos volvemos hacia el Oriente, que es de donde el cielo se levanta. Lo que también aumenta la esperanza de los santos y su confianza en la oración, además de su proximidad a Dios, es el pensamiento de la dignidad que han recibido de Dios, haciendo de ellos un cielo para Cristo, según estas palabras de Isaías, LI: "Para establecer el cielo y fundar la tierra." En efecto, el que hizo los cielos no les rehusará los bienes celestiales.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1986, en traducción de León Carbonero y Sol. ISBN: 84-7530-888-0.]

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