VI.- Los que andan con
las manos
Desconfía
de la saliva
«Desconfía de la saliva. Muy a menudo no es más
que el medio del que se sirve la impotencia y la ilusión.
Te dicen: ¡Explica!
Te desgañitas en darle la vuelta a la pregunta con bellas palabras, y cuando la
demostración te parece luminosa, constatas con desaliento que la herramienta ha
“fallado” y que el niño no ha descubierto ni seguido el hilo de Ariadna que tu
lógica más o menos segura le había propuesto.
Razona,
insistes. Sin darte cuenta de que todo razonamiento sano y válido se apoya en
datos y elementos que la experiencia y la vida son los únicos en poder preparar
y sentar.
¡Repite,
ejercita la memoria, acuérdate! Te han asegurado que la memoria es el
máximo instrumento del conocimiento, y la repetición la clave de la pedagogía.
A costa tuya aprenderás que la memoria de las palabras no es más que una
sobrecarga para el espíritu y una molestia para el comportamiento de la vida.
No es nada sin la experiencia. Es la pared que se construye piedra a piedra,
sin preocuparse de los cimientos y que siempre será incierta y bamboleante.
El albañil te dirá que sería demasiado simple
pensar que así se puede levantar una construcción sin asegurar sus bases, que
la casa tarda mucho en salir del suelo, y que son necesarios muchos golpes con
el pico, con el zapapico y con la pala, mucha dinamita y hormigón.
Un taller no es solamente un arquitecto que,
con los planos entre las manos, explica, manda y comenta; es la gran
colaboración de los obreros y de las máquinas que traducen a la realidad los
proyectos del ordenador. Es éste el taller que tendrás que organizar.
Sin embargo, afirman los sabios, existe el
verbo, que no es solamente la inútil y falaz saliva.
Sí, hay verbo y Verbo.
Está el Verbo que se hace carne y se hace
vida, que es caliente como la sangre que lanza el corazón, bienhechor como el
soplo que anima y apacigua, el Verbo que es don y comunicación. Si puedes
llegar aquí, serás un educador ejemplar porque este Verbo es siempre acción.
Pero cuídate del verbo que fluye como una
saliva espesa, de los castigos y las lecciones que tapan inhumanamente las vías
del sentimiento y de la comprensión profunda, del verbo engañador que simula la
Verdad y la Vida.
Acuérdate de que saliva y trabajo son
antinómicos. El que trabaja es parco en palabras y el que habla mucho es
siempre parco en esfuerzos.
Ahorra saliva y organízate el trabajo.
¡Quitad la tarima y
arremangaos!
Dar lecciones desde lo alto de la tarima, dar
deberes, corregir, vigilar, interrogar –sin respirar-, calificar, castigar y
recompensar con un buen punto o con una imagen, tal es la función que desde
siempre se ha atribuido al maestro de escuela, y cuya tradición nos ha marcado
con una tara inhumana, peligrosamente inscrita en los reflejos casi naturales
de cualquiera que pretenda regentar a los niños.
Es una manera, ciertamente, de concebir la
disciplina y la educación. Sólo diremos que corresponde a la imagen hoy
superada de una sociedad autocrática donde el maestro manda a unos sujetos que
obedecen. Se practica todavía en el ejército o en la policía, con unos
arreglos, sin embargo, y unos atenuantes que la Escuela haría bien en imitar.
Añadimos que ningún adulto, incluidos los
maestros, aceptaría para él el régimen de sospecha, de mando y de vejación que
es todavía común a la gran mayoría de nuestras Escuelas.
Lo sé bien: hay que hallar algo mejor y no
limitarse a destruir. Hay que conservar el orden, la disciplina, la autoridad y
la dignidad en la Escuela, pero el orden que resulte de una mejor organización
del trabajo, la disciplina que es la solución natural de una cooperación activa
en el seno de nuestra sociedad escolar, la autoridad moral primero, técnica y
humana después, que no se conquista con amenazas o castigos, sino con una maestría
que inclina al respeto; la dignidad del educador no se puede concebir sin el
respeto feroz de la dignidad de los niños que quiere preparar para su función
de hombres.
Para esta transformación, tanto más difícil
cuanto que implica primero la transformación del comportamiento de los
educadores en el seno de una nueva concepción del medio Escuela, os damos hoy
algunos consejos primordiales que son la base de nuestro esfuerzo de
modernización.
Quitad la tarima, símbolo de ese condenado
autoritarismo. Provista de cuatro patas, se convertirá en una sólida mesa de
trabajo. Bajad al nivel de los niños, para jugar su juego, ver con su óptica y
reaccionar a su ritmo. Al mismo tiempo reconsideraréis un cierto número de
problemas cuyos secretos os diremos.
Arremangaos para trabajar con vuestros
alumnos. No os contentéis con dictar órdenes y sancionar, poneos a trabajar con
vuestros alumnos. No temáis ensuciaros las manos, lastimaros con un martillazo,
titubear allí donde el niño más vivo restablece la situación, tantear,
equivocaros, empezar de nuevo. La vida funciona así y el esfuerzo que nosotros
hacemos, lealmente, para dominar las incidencias, constituye el mayor elemento
de nuestra educación.
Hallaréis la confianza que el obrero no
escatima a los trabajadores jubilados, el entusiasmo de las creaciones, el gozo
de los éxitos, el sentimiento exaltante de participar en una nueva vida que
será para vosotros la eterna juventud de los educadores.
El “escolastismo”
La ciencia médica se felicitaba, antaño, por
los cuidados metódicos que reservaba en las clínicas y en los hospitales a los
recién nacidos y a los niños de temprana edad: horario estricto, alimento
medido y dosificado, asepsia minuciosa de las habitaciones desnudas donde,
lejos de la madre, la “cría” parecía llegar a su máxima perfección.
Y, sin embargo, estos niños no se
desarrollaban de una manera normal. Parecía faltar algo al cronometraje médico.
Este algo era la presencia afectiva de la madre, el ruido de voces del mundo
ambiental, los primeros rayos de sol, la magia de los animales y de las flores.
La ciencia ha dado un nombre significativo a
esta carencia: el hospitalismo.
La ciencia pedagógica pretende arreglar con la
misma minuciosidad cronométrica el alimento intelectual de los niños que aísla
en el medio especial que es la Escuela: silencio, frialdad neutra de las
lecciones y de los deberes, supresión sistemática de todos los contactos con el
medio de vida, natural o familiar, silencio, limpieza, orden, mecánica.
La carencia es innegable: alimento mal
digerido, asco por la alimentación intelectual que puede llegar a la anorexia,
retraimiento del individuo, inadaptación frente a la vida, hostilidad hacia la
falsa cultura de la Escuela.
El hospitalismo
ha sido una blasfemia científica antes de convertirse en realidad, contra la
que se buscan hoy los remedios más eficaces.
El “escolastismo” será la blasfemia pedagógica
que aclimataremos en los medios educativos en los que ya hemos introducido
otros neologismos.
Perturbará por un momento el orden y el falso
método de la Escuela, como la lucha contra el hospitalismo perturbó la fría lógica de las clínicas.
Pero la evidencia se impondrá.
Estableceremos experimentalmente el
diagnóstico de esta carencia que en adelante tendrá un nombre: Escolastismo. La
caracterizaremos científicamente para que padres y educadores se acostumbren a
detectar en sus hijos la nueva enfermedad para la que, todos juntos, buscaremos
el remedio.
¡Nos quitamos el
sombrero ante el pasado, nos quitamos la chaqueta ante el porvenir!
No toméis por sistema lo contrario de lo que
es. Toda fórmula de trabajo y de vida, incluso mediocre, se ve obligada para
durar, a acomodarse más o menos a los elementos individuales y sociales que la
condicionan. El genio obscuro de los investigadores anónimos puede marcarla con
una eminencia que da valor humano a la tradición.
Estaríamos todavía en la prehistoria si no se
hubieran levantado, aquí y allá, y si no fueran todavía innumerables, los
insatisfechos e iluminados que van avanzando, tendiendo las manos hacia lo
inaccesible, para tratar de superar lo que tienen y de escrutar la noche que
les oprime. Son sus audacias lo que marca las lentas etapas del progreso,
incluso y sobre todo si ellos son las víctimas injustas.
No creáis que en la Escuela tenéis que pisar
pasivamente los talones a los mayores, emplear sus métodos, incluso si en su
época eran famosos, y servirse de los manuales de los que ellos estaban
orgullosos y satisfechos. Ellos habían levantado diques a la orilla del río
porque la marea movida iba a desmenuzar la tierra y desenraizar los árboles.
Pero hoy en día, las presas que han terminado su función se han llenado de arena.
El agua, incluso aumentada, ocupa todo el ancho. ¿Vosotros seguiríais
manteniendo y cuidando la presa ahora inútil porque en aquel lugar, hace
cincuenta años, vuestros predecesores la habían establecido?
Os apoyaréis, ciertamente, en esta experiencia
que la vida ha convertido en definitiva, pero, tal como hicieron los pioneros
de hace cincuenta años, volveréis a encontrar y afrontaréis el oleaje y es en
este mismo oleaje donde forjaréis las desviaciones y estableceréis, con un
máximo de ingenio y eficiencia, las nuevas presas.
Habréis cumplido vuestro papel cuando estas
presas signifiquen como las precedentes, una conquista siempre difícil sobre la ignorancia y la diversidad.»
[El texto pertenece a la edición en español de
Editorial
Planeta –De Agostini, 1994, en traducción de Elisenda Guarro, pp. 111-116. ISBN:
84-395-2262-2.]
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