martes, 28 de enero de 2020

Zimma.- Ismael Diadié Haidara (1957)


Resultado de imagen de ismael diadie haidara 
38.- Palabras del anciano de la montaña sobre tres sabidurías

«Oh, hijo de mi espíritu, no se puede conocer a un hombre hasta que ostente el poder o hasta que viva con grandes riquezas o con un gran saber.
 En la aldea de Arawan vivían tres huérfanos de padre y de madre. Crecieron gracias a la mendicidad y a las limosnas que la gente les daba porque eran amados por todos. Un día decidieron irse a Tombuctú para probar fortuna.
 En el camino del sur, que conduce a la capital de la tierra de los negros, donde el algodón, el oro, la miel y las buenas palabras abundan bajo todos los vestíbulos de sus palacios de arcilla, se encontraron con un viejo camellero que no parecía tener prisa por llegar a la perla del desierto, que estaba a doce días de marcha y era la meta del viaje que habían emprendido en busca de sueños de riqueza y de gloria.
 El viejo camellero les preguntó amablemente cómo se atrevían a viajar por el gran desierto del Sáhara sin agua ni provisiones; sólo alguien muy cansado de la vida o inconsciente podría hacerlo.
 -Queremos llegar a Tombuctú -dijeron los tres a la vez.
 -Yo quiero ser sabio en las cosas divinas -dijo el primero.
 -Yo quiero ser un gran jefe temido -dijo el segundo.
 -Yo quiero encontrar una buena esposa y ser feliz -dijo el tercero.
 Parte del camino lo hicieron juntos. Comieron dátiles de los oasis del Touat y bebieron agua de los pozos del desierto. Cuando llegaron a las cimas de las primeras dunas que rodean la ciudad, el viejo camellero les dio su bendición y les dijo que, antes de la próxima estación de lluvia, cada uno realizaría su deseo. Así fue.
 De vuelta a Tombuctú, el camellero quiso ver a sus tres amigos. Primero fue en busca de Tombuctú-Koi, considerado como un gran alcalde cuya fama se extendía más allá del desierto; sin embargo, éste no pudo recibirlo.
 Otro día fue a ver al que ahora era gran sabio. Alumnos de todos los lugares y de comarcas lejanas como Córdoba, Bagdad, Fez, Damasco, El Cairo o Djenné iban a recibir sus enseñanzas. Su gran renombre y sus ocupaciones múltiples no le permitieron tener una mirada especial para ese viejo cubierto de harapos que ahora le pedía un lugar donde cobijarse durante tres días. El sabio siguió hablando de gramática, de la revolución de los astros, de los diferentes climas. Uno de sus discípulos, el más avanzado, que venía de Yemen, lo condujo hasta la puerta y, excusándose en nombre de su maestro, le dijo que no podía recibirlo.
 Finalmente, el viejo camellero fue a ver al tercero de sus amigos; éste no era jefe ni sabio de las cosas que suceden en el cielo y en la tierra. Trabajaba todos los días en la elaboración de adobe para ganar su pan y se había casado con una mujer más buena que bella. La esposa recibió al anciano, que tenía la barba más empolvada que un minero de Taoudenni. Le dio la única estera que tenían en la cabaña, le llenó una calabaza con agua fresca y fue a pedir a su vecino que le ayudase a sacrificar el único cordero que tenían en el cercado para ofrecérselo a su huésped.
 Aquel día, su marido volvió tarde y sin haber podido encontrar trabajo en la fábrica de adobe ni haber podido descargar piraguas. La mujer fue a su encuentro, preocupada por su reacción cuando le dijera que en la cabaña le esperaba un viejo extranjero al que había atendido y para el cual había sacrificado el único cordero que tenían.
 El hombre se alegró de la hospitalidad de su esposa y se dirigió rápidamente a la cabaña. Se quitó el sombrero de paja y saludó al extranjero. Cenaron juntos y se quedaron charlando animadamente hasta entrada la noche.
 Temprano, a la mañana siguiente, el camellero se despidió de la amable familia. El hombre lo acompañó lejos de su cabaña, hasta el camino de Kabara; fue entonces cuando se quitó el turbante y el hombre pobre y generoso lo reconoció.
 -Eres el único de tus amigos que de verdad merece ser jefe.
 El viejo camellero posó sus manos sobre la cabeza del hombre, y le dedicó unas palabras:
 -No olvides estas palabras si la ciencia te es dada: la grandeza del sabio se mide por su humildad. No olvides estas palabras si un día eres jefe: no tengas apego por nada, no te aferres más que a la justicia, para poderla administrar con equidad cuando gobiernes. Un gran jefe es el que ama a todos y no siente que depende de nada ni de nadie. Ya seas un jefe temido o un sabio admirado por todos, no olvides esto: retírate en ti mismo y vive en paz. Que tu corazón sea tu casa y tu jardín, donde vivirás apartado y escondido del mundo. Lo necesario para el hombre en la vida es la salud y la paz interior, sin ellas no se puede gozar de los palacios, ni del oro, ni de la plata, ni de la ciencia, ni de la buena mesa. Que tu paz te baste y podrás vivir contigo mismo y con el mundo tal cual es, hasta el día en que te encuentres cara a cara con la muerte. No olvides estas palabras, ni en tu juventud, ni en tu madurez, ni en tu vejez.
 Dichas estas palabras, el viejo camellero del desierto se fue. Antes de que el pobre obrero volviera a Tombuctú estalló una revuelta y el jefe fue destituido. Con unanimidad, todos los vecinos eligieron al pobre hombre de la humilde cabaña como jefe. Para gran sorpresa suya, el que apenas sabía leer, como por gracia divina recibió gran sabiduría en todos los campos de las ciencias y de las letras. Tuvo miles y miles de discípulos.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Vaso Roto Ediciones, 2014, en traducción de Elisa Remón. ISBN: 978-84-16193-23-3.]

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza tu comentario: