sábado, 18 de enero de 2020

Las buenas conciencias.- Carlos Fuentes (1928-2012)

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3.-Al nivel del patio

«Cuando Balcárcel regresó a Guanajuato, lo hizo no sólo honrado por el encargo del presidente Calles, sino impulsado por otro acicate. Sospechaba que en cualquier gran ciudad corría el peligro de contentarse -desconocido- con ser un aristócrata arruinado. En cambio, en Guanajuato su nombre le obligaría a olvidar pasadas glorias y a trabajar para hacerse, nuevamente de la fortuna y posición que la parroquia esperaba -so pena de humillación- de uno con su apellido. Al concluir el estudio encomendado por el Jefe Máximo, el joven liquidó todo interés real por la ciencia económica. No había, por otra parte, personas con las cuales conversar sobre estos temas esotéricos -cártels, coeficientes de ingresos, deuda pública-, ni manera eficaz de allegarse las novedades bibliográficas. Balcárcel olvidó su título británico y se dedicó al asiduo cultivo de la nueva regencia revolucionaria. Se abrieron las puertas del caserón de San Roque y penetraron por ellas las familias que, apenas diez años antes, no hubieran soñado cenar en mansión tan ilustre y codiciada. "¿Qué se le hace que de niño yo vendía albardas con mi padre aquí enfrente? Y hasta me acuerdo de cuando su señora mamacita iba a la misa." Diputado fue el señor Balcárcel en la Legislatura del Estado y aunque su gestión no fue memorable -o quizá justamente por esta razón- fue convocado a la Diputación Federal. Declinó la oferta: "Decididamente, no puedo alejarme de mi patria chica y sus múltiples problemas", declaró en los círculos oficiales. Pero, para sí, pensaba en el inquietante desfile de fantasmas del Porfiriato que lo acosaría en la capital; en la que podría armar alguna revista de sensación con la presencia de un antiguo terrateniente y rico minero en el Congreso cardenista; en las tentaciones de la nostalgia. Se contentó con la promesa de jugosas comisiones sobre contratos de obras públicas, y poco tiempo después, con la dirección del Banco. Avisado oportunamente de las sucesivas devaluaciones monetarias, intermediario de un buen porcentaje de contratos y operaciones fiscales, rígido prestamista, el tío Balcárcel acumuló en quince años una bonita fortuna. De sus ancestros, heredó la costumbre de colocar buena parte en el sueño de los bancos extranjeros; de la oligarquía de la Revolución, la de invertir en bienes raíces urbanos. Entre las rentas y los intereses, reunía sin pena lo necesario para vivir en el mayor lujo de su sociedad.
 Helo aquí: de regular estatura, pelo castaño y cada día más ralo, boca apretada y color bilioso, con las mejillas colgándole desde los duros párpados: ojos pequeños y severos, rostro escrupulosamente afeitado y un empaque de solemne celebridad. Sentencioso, dado a invocar reglas morales a cada instante y a llevarse la mano al chaleco con gesto imperial. Trajes conservadores y un tanto anticuados, dientes postizos, anteojos bifocales para leer. Si durante un largo período debió sacrificar su beatería religiosa a la necesidad política, cuando pudo declararse en público "creyente" reparó con creces los años perdidos. Las palabras "católico" y "gente bien" volvieron a sonar, con sinonimia, desde sus labios apretados. Y pudo, de esta manera, volver a conciliar, con profunda satisfacción, sus intereses mundanos con su retórica religiosa. "La propiedad privada es, decididamente, un postulado de la razón divina"; "en México, la gente decente tiene la obligación de custodiar la educación, la moral y la actividad económica de un pueblo tan atrasado como el nuestro"; "la familia y la religión son los tesoros del hombre": tales eran sus máximas más frecuentes y felices. Individuo de horas exactas, no toleraba la impuntualidad, las conservaciones frívolas o la mínima alteración de las costumbres por él establecidas. Debía tenérsele el baño caliente a las siete y media, y a las ocho un huevo pasado, durante tres minutos exactos, por agua; debía tendérsele sobre la cama la ropa lavada de la semana para que personalmente la contara y diese su visto bueno a la dosis de almidón de los cuellos; debía encauzarse la conversación, en su presencia, hacia temas de interés familiar que le brindasen la oportunidad para formular una sentencia; la familia debía rezar el rosario a las seis de la tarde y vestir de negro para ir el domingo a misa. Pero por encima de todo, nadie debía contradecirlo y todos debían acatarlo. Y así sucedió, en efecto, durante mucho tiempo. El índice levantado de Balcárcel era signo de autoridad definitiva. Cada noche, el buen hombre podía meterse entre las sábanas acompañado de los periódicos -su única lectura- y de un sentimiento infinito de razón, reposo y autoridad.
 Como todo católico burgués, Balcárcel era un protestante. Si en primera instancia el mundo más ancho era divisible en seres buenos que pensaban como él y en seres malos que pensaban distinto, en una segunda instancia local Guanajuato se dividía entre los buenos que poseían algo y los malos que nada tenían. Pero llevada esta afición maniquea al seno de la familia, Balcárcel era el hombre recto que conocía el bien, y los demás gente por lo menos sospechosa a la que era preciso vigilar y encauzar por mejores sendas. Su cuñado, Rodolfo, era caso perdido. Para alguien como Balcárcel, que hacía una devoción del trabajo y de la riqueza, el atarantado comerciante incapaz de progresar económicamente era objeto de indiferencia y desprecio.»

     [El texto pertenece a la edición en español de Club Internacional del Libro, 1997. ISBN: 84-407-1983-3.]

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