sábado, 25 de enero de 2020

Vidas imaginarias.- Marcel Schwob (1867-1905)

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Walter Kennedy: pirata iletrado

«El capitán Kennedy era irlandés y no sabía leer ni escribir. Alcanzó el grado de teniente, bajo el gran Roberts, por el talento que tenía para la tortura. Poseía a la perfección el arte de retorcer una mecha alrededor de la frente de un prisionero hasta hacerle saltar los ojos, o de acariciarle el rostro con hojas de palmera encendidas. Su reputación quedó consagrada en el juicio que se celebró a bordo del Corsario, contra Darby Mullin, sospechoso de traición. Los jueces se sentaron apoyados en la bitácora, frente a un gran tazón de ponche, con pipas y tabaco; después el proceso comenzó. Se iba a votar la sentencia cuando uno de los jueces propuso que se fumara una pipa más antes de la deliberación. Entonces Kennedy se levantó, se quitó la pipa de la boca, escupió y habló en estos términos:
 -¡Me cago en Diez! Señores y gentileshombres de fortuna, que el diablo me lleve si no colgamos a Darby Mullin, mi viejo camarada. Darby es un buen muchacho, ¡qué joder! Y me cago en quien diga lo contrario, y por algo somos gentileshombres, ¡qué diablos! ¡Si habremos andado juntos, me cago en Diez! ¡Lo quiero con todo mi corazón, carajo! Señores y gentileshombres de fortuna, lo conozco bien; es un verdadero sabandija; si vive no se arrepentirá nunca. ¡Que el diablo me lleve si se arrepiente! ¿No es cierto, viejo Darby? ¡Colguémoslo, qué joder! Y con el permiso de la honorable compañía, voy a tomar un buen trago a su salud.
 Ese discurso pareció admirable y digno de las más nobles oraciones militares que nos son referidas por los antiguos. Roberts quedó encantado. Ese día Kennedy se volvió ambicioso. A la altura de las Barbados, Roberts se extravió en una chalupa cuando perseguía a un barco portugués y Kennedy obligó a sus compañeros a elegirlo capitán del Corsario. Y se hizo a la mar por su cuenta. Hundieron y saquearon muchos bergantines y galeras cargados de azúcar y de tabaco del Brasil, sin contar el oro en polvo y las bolsas llenas de doblones y de piezas de a ocho. Su bandera era de seda negra, con una calavera, un reloj de arena, dos huesos cruzados y, por debajo de esto, un corazón atravesado por un dardo, de donde caían tres gotas de sangre. Así equipados encontraron una chalupa muy apacible, de Virginia, cuyo capitán era un cuáquero piadoso llamado Knot. Ese hombre de Dios no llevaba a bordo ron, ni pistola, ni sable ni cuchillo; iba vestido con un largo hábito negro y tocado con un sombrero de anchas alas del mismo color.
 -¡Carajo! -dijo el capitán Kennedy-. ¡Sí que vive bien y es alegre! Eso me gusta. No le haremos daño a mi amigo, el señor capitán Knot, que va vestido de manera tan regocijante.
 El señor Knot se inclinó, en una afectada y silenciosa reverencia.
 -Amén -dijo el señor Knot-. Así sea,
 Los piratas hicieron regalos al señor Knot. Le dieron treinta mohúres, diez rollos de tabaco del Brasil y bolsitas de esmeraldas. El señor Knot aceptó de muy buena gana los mohúres, las piedras preciosas y el tabaco.
 -Son presentes que está permitido aceptar, para hacer de ellos un uso piadoso. ¡Ah, pluguiese al cielo que nuestros amigos, que surcan el mar, estuviesen todos animados por sentimientos semejantes! El Señor acepta todas las restituciones. Son por así decir, los miembros del becerro y las partes del ídolo Dagón, lo que le ofrecéis, mis amigos, en sacrificio. Dagón reina aún en esos países profanos y su oro suscita malas tentaciones.
 -¡Me cago en Dagón! -dijo Kennedy-. ¡Cierra la boca, carajo! Toma lo que se te da y bebe un trago.
 Entonces el señor Knot se inclinó sereno, pero rechazó su cuarto de ron.
 -Señores, amigos míos... -dijo.
 -¡Gentileshombres de fortuna, carajo! -gritó Kennedy.
 -Señores, mis amigos gentileshombres -volvió a comenzar el señor Knot-, los licores fuertes son, por decir así, aguijones de tentación que nuestra débil carne no puede soportar. Ustedes, mis amigos...
 -¡Gentileshombres de fortuna, carajo! -gritó Kennedy.
 -Vosotros, amigos míos y afortunados gentileshombres -repitió desde el principio el señor Knot- curtidos como estáis en largas pruebas contra el Tentador, es posible, probable, diría yo, que no sufráis ningún inconveniente; pero vuestros amigos se sentirían incómodos, gravemente incómodos...
 -¡Incómodos al diablo! -dijo Kennedy-. Este hombre habla admirablemente, pero yo bebo mejor. Nos llevará a Carolina a ver a sus excelentes amigos que poseen, sin duda, otros miembros del becerro ese. ¿No es cierto, señor capitán Dagón?
 -Así sea -dijo el cuáquero-, pero mi nombre es Knot.
 Y se inclinó otra vez. Las grandes alas de su sombrero temblaban al viento.
 El Corsario echó el ancla en una de las caletas del hombre de Dios. Éste prometió traer a sus amigos y volvió, en efecto, esa misma noche, con una compañía de soldados enviados por el señor Spotswood, gobernador de Carolina. El hombre de Dios juró a sus amigos, los afortunados gentileshombres, que aquello sólo era para impedir que se introdujera en esos países profanos sus tentadores licores. Y cuando los piratas fueron arrestados:
 -¡Ah, mis amigos! -dijo el señor Knot-. Aceptar todas las mortificaciones, tal como yo he hecho.
 -¡Carajo! Mortificación es la palabra -exclamó Kennedy.
 Lo llevaron engrillado a bordo de un transporte para ser juzgado en Londres. Old Bailey lo recibió. Firmó con cruces todos sus interrogatorios, la misma marca que había puesto en sus recibos de pillaje. Su último discurso lo pronunció en el muelle de la Ejecución, donde la brisa del mar balanceaba los cadáveres de antiguos gentileshombres de fortuna, colgados de sus cadenas.
 -¡Carajo! Sí que es un honor -dijo Kennedy mirando a los colgados-. Van a colgarme al lado del capitán Kid. Ya no tiene ojos, pero ése debe de ser él. No había nadie sino él que pudiera llevar un tan rico traje de paño carmesí. Kid fue siempre un hombre elegante. ¡Y escribía! ¡Conocía las letras, mierda! ¡Una mano tan hermosa! Disculpe, capitán. (Saludó al cuerpo seco de chaqueta carmesí.) Pero uno también ha sido gentilhombre de fortuna.»

      [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1986, en traducción de Julio Pérez Millán. ISBN: 84-85471-61-X.]

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