jueves, 23 de enero de 2020

Diario de un ilegal.- Rachid Nini (1970)

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«Iraquíes, marroquíes, argelinos, kurdos, paquistaníes, gitanos, indios. Infinitas razas recorren este viejo continente buscando una salida. Cada uno tiene su propia historia. Historias que son auténticas películas. Cuando un kurdo te cuenta cómo huyó desde el norte de Irak después de que unos aviones destruyeran su aldea; o un argelino cómo sirvió en el ejército durante dos años en el Sáhara, disparando sin estar seguro de si a quien disparaba era realmente su enemigo, se te olvida tu historia personal. Y tal vez hasta acabas por considerarla vulgar e insignificante, comparada con esas historias. Aquí es como si se hubieran repartido el terreno. La mayoría de los argelinos se dedican a robar, porque consideran que trabajar es una tontería. Los gitanos andan pidiendo por bares y restaurantes. Tocan la guitarra, cantan flamenco y engañan a los turistas con juegos de azar. La policía está todo el día echándolos. Pero ellos se esconden en el momento preciso. Los paquistaníes salen pasada la media noche. Lo único que hacen es vender rosas rojas a los borrachos en las discotecas. Tienen aspecto de tranquilos. Todos se visten con ropas muy parecidas. Zapatillas de deporte y pantalones planchados a conciencia. Y largas camisas normalmente de un solo color. Venden las rosas sin charlatanería. Los viernes van a rezar a la mezquita de Alicante. En cuanto a los marroquíes, la mayoría prefieren esconderse en los pueblos pequeños y trabajar en el campo. Allí nadie se preocupa de pedirles los papeles. Mientras trabajes en el campo nadie te molestará. Los problemas empiezan cuando te vas a las grandes ciudades. La piel te suele delatar. Y acabas en el juzgado de guardia. La mayoría de los argelinos que he conocido aquí han sido detenidos por la policía. Y sobre todos ellos pende una orden de abandonar el territorio español en un plazo de diez días. Pero ninguno abandona esta tierra. Es como si se hubiera convertido en su propia tierra. Donde están sus verdaderas raíces. La policía también sabe que ellos no regresarán. Por eso, la primera vez que los detienen, registran su nombre y ya no vuelven a molestarlos. Abdelkáder cuenta riendo que cuando lo detienen da nombres y nacionalidades distintas. Una vez, iraquí; otra, palestino, etc. Dice que él es una Liga Árabe ambulante. Nada más llegar a España quemó su pasaporte. Así se deshizo de su identidad. Y así ha seguido. Un mero ciudadano de todos los países árabes de golpe. Y siempre se dice de uno distinto.
  Una sensación de tristeza me envuelve mientras voy por la calle. Puedes estar todo el día caminando sin saludar a nadie. Para venirte aquí tienes que haber decidido vivir desarraigado. Como una planta arrancada y trasplantada a otra tierra. Para mí las raíces no son más que el griterío de los niños delante de la casa. Y las deliciosas peleas de las vecinas en el barrio. Es la voz del almuédano cada día al alba. Las reuniones familiares alrededor de la mesa. El pan que amasa mi madre, que comemos impregnado con el olor a leña. Esta vida no me conviene. Su velocidad me aterra. El tiempo aquí es un auténtico enemigo que galopa sin descanso. Por eso todos han envejecido en este continente. Me ocurre que a menudo pienso en volver. Todos los días me ronda la idea. Pero pienso también que la patria puede ser portátil. Tan sólo tienes que buscarla en tu interior. Y cuando la encuentras, puedes reconciliarte con ella y volver a habitarla. En definitiva, se trata de reconciliarte y habitarla en tu interior. El interior es siempre lo más importante. La gente no busca en su interior. Porque está oscuro y asusta. La gente no busca lo complejo, pero la vida lo es. Mucho más compleja de lo que parece. […]

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  Desde uno de los balcones del edificio en el que trabajamos veo a los niños jugando en el patio del colegio durante el recreo. Niños con ropas limpias y zapatos resistentes. Jugando tranquilamente. No se dan patadas como hacíamos nosotros cuando salíamos de clase como geniecillos descerebrados. De vez en cuando, me gusta quedarme un rato en ese balcón mirándolos y dejar de trabajar unos instantes. Retrotraerme en el tiempo y verme a mí mismo yendo a la escuela por la mañana. Estaba en el grupo que entraba a las siete y media y salía a las diez y media. Por lo que con frecuencia iba sin desayunar. No me avergonzaba de mis pantalones con agujeros en las rodillas, que pasaba los ratos libres remendando, porque mis compañeros también tenían los pantalones agujereados en muchas partes, como si hubiesen escapado de un bombardeo aéreo que sólo hubiera destrozado sus pantalones. De camino a la escuela escuchaba los programas matinales en la radio. La voz salía del aparato de la tienda de Embarek, el bereber, y del café del churrero, donde los borricos dormían junto a sus dueños, acompañando mis pasitos hacia la escuela. Las canciones eran siempre las mismas y los deseos de Rachid Sabahi de un feliz día para todos eran los mismos de cada mañana. Hasta las noticias me parecían similares. Nada importante ocurrió en aquellos lejanos setenta, a excepción de las secuelas de la guerra del Golán, los mapas, los territorios ocupados, los nuevos líderes emergentes a raíz de semejante derrota. Los acuerdos de Camp David. Sadat. El sur del Líbano. Los obuses. Menahem Beguin. Hezbolá. Der Yasín. Tel Zaatar. Tel Aviv. Cifras de muertos en el Sáhara. Pérdidas materiales y humanas. ¿Habrá un mañana? ¿Habrá un encuentro? canta Umm Kulzum. Nombres, lugares, pérdidas, guerras y numerosos acuerdos que se sucedían en la radio cada mañana mientras yo iba a la escuela. No era muy consciente de lo que ocurría. Lo que me importaba era llegar antes de que el portero cerrase la puerta. Porque el director recibía personalmente a los alumnos que llegaban tarde por haberse quedado dormidos o por cualquier otro motivo. Se quedaba de pie sonriendo, ocultando tontamente en la espalda su bastón, que decía haber sacado del Paraíso. Se quedaba esperando a algún alumno desgraciado al que traicionaran sus pasos por causa del frío o la lluvia. O tan sólo por el hambre. Por eso, las preocupantes noticias sobre un destino ridículo hacia el que se encaminaba Oriente Medio saliendo de la radio de Embarek, de la radio del churrero y de la vieja radio de mi abuelo, no le decían mucho a un niño travieso como yo. El rostro del director gordo me daba más miedo que el de Menahem Beguin, que se parecía al de una lagartija. Por eso jamás llegaba tarde. Los comentarios al Corán de Mekki Nasiri me incitaban a poner el transistor debajo de la almohada antes de dormir. Cuando hablaba de la gente y de la fruta del Paraíso, deseaba que siguiera con sus preciosas explicaciones. Me imaginaba a mí mismo en medio de inmensos platanales. Bosques infinitos. Pero de repente se detenía y prometía volver al día siguiente. Así cada mañana me levantaba esperando sus historias paradisíacas. Las pocas veces que llegué tarde a la escuela, me volví a casa para hacer compañía a mi padre. Él aceptaba a regañadientes, después de largas discusiones entre nosotros sobre qué necesidad tenía el director de llevar bastón a esa hora tan temprana. El bastón había salido del Paraíso, decía mi padre. Y yo le respondía indignado que también los plátanos habían salido del Paraíso, y por qué no llevaba una cesta y le daba un plátano a cada alumno. […]

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  Tenía que volver. Como cualquier ave migratoria que deja las zonas frías para marcharse al calor.
  Europa es fría, como la mirada que te asesta un vecino nuevo en el ascensor. La nostalgia es el enemigo del emigrante. La nostalgia combate con furia a todo aquel que se resiste a ella. Y yo soy el derrotado que regresa a su país. Con desgarramientos musculares en la espalda y los dedos encallecidos, aptos para cualquier cosa menos para escribir. Aunque por lo menos vuelvo con unos buenos zapatos.
  Me he cansado de estar siempre alerta. Quiero salir de casa sin tener esa sensación. Caminar en compañía de alguien sin que el coche de policía se detenga detrás de mí, sin tener que dar explicaciones ni pedir permiso. Me he cansado de esconderme siempre como un imbécil. Y de correr cuando había que salir huyendo. Quiero mirar a mi alrededor y ver a mis semejantes. Que mi aspecto no le produzca extrañeza a nadie. Que no me intimide una mujer y que no me mire un niño con la boca abierta. Quiero irme a dormir por la noche sin tener que comprobar el cerrojo de la puerta y que la cartera sigue debajo de la almohada.
  Muchos dirán que este extravagante está cometiendo una nueva locura volviendo a su país, mientras que otros miles pasan todos los días alimentando la borrosa ilusión de atravesar un oscuro estrecho hacia la tierra prometida.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 2002, en traducción de Gonzalo Fernández Parrilla y Malika Embarek López. ISBN: 84-87198-81-3.]
   

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