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«Iraquíes,
marroquíes, argelinos, kurdos, paquistaníes, gitanos, indios. Infinitas razas
recorren este viejo continente buscando una salida. Cada uno tiene su propia
historia. Historias que son auténticas películas. Cuando un kurdo te cuenta
cómo huyó desde el norte de Irak después de que unos aviones destruyeran su
aldea; o un argelino cómo sirvió en el ejército durante dos años en el Sáhara,
disparando sin estar seguro de si a quien disparaba era realmente su enemigo,
se te olvida tu historia personal. Y tal vez hasta acabas por considerarla
vulgar e insignificante, comparada con esas historias. Aquí es como si se
hubieran repartido el terreno. La mayoría de los argelinos se dedican a robar,
porque consideran que trabajar es una tontería. Los gitanos andan pidiendo por
bares y restaurantes. Tocan la guitarra, cantan flamenco y engañan a los
turistas con juegos de azar. La policía está todo el día echándolos. Pero ellos
se esconden en el momento preciso. Los paquistaníes salen pasada la media
noche. Lo único que hacen es vender rosas rojas a los borrachos en las
discotecas. Tienen aspecto de tranquilos. Todos se visten con ropas muy
parecidas. Zapatillas de deporte y pantalones planchados a conciencia. Y largas
camisas normalmente de un solo color. Venden las rosas sin charlatanería. Los
viernes van a rezar a la mezquita de Alicante. En cuanto a los marroquíes, la
mayoría prefieren esconderse en los pueblos pequeños y trabajar en el campo.
Allí nadie se preocupa de pedirles los papeles. Mientras trabajes en el campo
nadie te molestará. Los problemas empiezan cuando te vas a las grandes
ciudades. La piel te suele delatar. Y acabas en el juzgado de guardia. La
mayoría de los argelinos que he conocido aquí han sido detenidos por la
policía. Y sobre todos ellos pende una orden de abandonar el territorio español
en un plazo de diez días. Pero ninguno abandona esta tierra. Es como si se
hubiera convertido en su propia tierra. Donde están sus verdaderas raíces. La
policía también sabe que ellos no regresarán. Por eso, la primera vez que los
detienen, registran su nombre y ya no vuelven a molestarlos. Abdelkáder cuenta
riendo que cuando lo detienen da nombres y nacionalidades distintas. Una vez,
iraquí; otra, palestino, etc. Dice que él es una Liga Árabe ambulante. Nada más
llegar a España quemó su pasaporte. Así se deshizo de su identidad. Y así ha
seguido. Un mero ciudadano de todos los países árabes de golpe. Y siempre se
dice de uno distinto.
Una
sensación de tristeza me envuelve mientras voy por la calle. Puedes estar todo
el día caminando sin saludar a nadie. Para venirte aquí tienes que haber
decidido vivir desarraigado. Como una planta arrancada y trasplantada a otra
tierra. Para mí las raíces no son más que el griterío de los niños delante de
la casa. Y las deliciosas peleas de las vecinas en el barrio. Es la voz del
almuédano cada día al alba. Las reuniones familiares alrededor de la mesa. El
pan que amasa mi madre, que comemos impregnado con el olor a leña. Esta vida no
me conviene. Su velocidad me aterra. El tiempo aquí es un auténtico enemigo que
galopa sin descanso. Por eso todos han envejecido en este continente. Me ocurre
que a menudo pienso en volver. Todos los días me ronda la idea. Pero pienso
también que la patria puede ser portátil. Tan sólo tienes que buscarla en tu
interior. Y cuando la encuentras, puedes reconciliarte con ella y volver a
habitarla. En definitiva, se trata de reconciliarte y habitarla en tu interior.
El interior es siempre lo más importante. La gente no busca en su interior.
Porque está oscuro y asusta. La gente no busca lo complejo, pero la vida lo es.
Mucho más compleja de lo que parece. […]
16
Desde uno
de los balcones del edificio en el que trabajamos veo a los niños jugando en el
patio del colegio durante el recreo. Niños con ropas limpias y zapatos
resistentes. Jugando tranquilamente. No se dan patadas como hacíamos nosotros
cuando salíamos de clase como geniecillos descerebrados. De vez en cuando, me
gusta quedarme un rato en ese balcón mirándolos y dejar de trabajar unos
instantes. Retrotraerme en el tiempo y verme a mí mismo yendo a la escuela por
la mañana. Estaba en el grupo que entraba a las siete y media y salía a las
diez y media. Por lo que con frecuencia iba sin desayunar. No me avergonzaba de
mis pantalones con agujeros en las rodillas, que pasaba los ratos libres
remendando, porque mis compañeros también tenían los pantalones agujereados en
muchas partes, como si hubiesen escapado de un bombardeo aéreo que sólo hubiera
destrozado sus pantalones. De camino a la escuela escuchaba los programas
matinales en la radio. La voz salía del aparato de la tienda de Embarek, el
bereber, y del café del churrero, donde los borricos dormían junto a sus
dueños, acompañando mis pasitos hacia la escuela. Las canciones eran siempre
las mismas y los deseos de Rachid Sabahi de un feliz día para todos eran los
mismos de cada mañana. Hasta las noticias me parecían similares. Nada
importante ocurrió en aquellos lejanos setenta, a excepción de las secuelas de
la guerra del Golán, los mapas, los territorios ocupados, los nuevos líderes
emergentes a raíz de semejante derrota. Los acuerdos de Camp David. Sadat. El
sur del Líbano. Los obuses. Menahem Beguin. Hezbolá. Der Yasín. Tel Zaatar. Tel
Aviv. Cifras de muertos en el Sáhara. Pérdidas materiales y humanas. ¿Habrá un mañana? ¿Habrá un encuentro?
canta Umm Kulzum. Nombres, lugares, pérdidas, guerras y numerosos acuerdos que
se sucedían en la radio cada mañana mientras yo iba a la escuela. No era muy
consciente de lo que ocurría. Lo que me importaba era llegar antes de que el
portero cerrase la puerta. Porque el director recibía personalmente a los
alumnos que llegaban tarde por haberse quedado dormidos o por cualquier otro
motivo. Se quedaba de pie sonriendo, ocultando tontamente en la espalda su
bastón, que decía haber sacado del Paraíso. Se quedaba esperando a algún alumno
desgraciado al que traicionaran sus pasos por causa del frío o la lluvia. O tan
sólo por el hambre. Por eso, las preocupantes noticias sobre un destino
ridículo hacia el que se encaminaba Oriente Medio saliendo de la radio de
Embarek, de la radio del churrero y de la vieja radio de mi abuelo, no le
decían mucho a un niño travieso como yo. El rostro del director gordo me daba
más miedo que el de Menahem Beguin, que se parecía al de una lagartija. Por eso
jamás llegaba tarde. Los comentarios al Corán
de Mekki Nasiri me incitaban a poner el transistor debajo de la almohada antes
de dormir. Cuando hablaba de la gente y de la fruta del Paraíso, deseaba que
siguiera con sus preciosas explicaciones. Me imaginaba a mí mismo en medio de
inmensos platanales. Bosques infinitos. Pero de repente se detenía y prometía
volver al día siguiente. Así cada mañana me levantaba esperando sus historias
paradisíacas. Las pocas veces que llegué tarde a la escuela, me volví a casa
para hacer compañía a mi padre. Él aceptaba a regañadientes, después de largas
discusiones entre nosotros sobre qué necesidad tenía el director de llevar
bastón a esa hora tan temprana. El bastón había salido del Paraíso, decía mi
padre. Y yo le respondía indignado que también los plátanos habían salido del
Paraíso, y por qué no llevaba una cesta y le daba un plátano a cada alumno. […]
22
Tenía que
volver. Como cualquier ave migratoria que deja las zonas frías para marcharse
al calor.
Europa es
fría, como la mirada que te asesta un vecino nuevo en el ascensor. La nostalgia
es el enemigo del emigrante. La nostalgia combate con furia a todo aquel que se
resiste a ella. Y yo soy el derrotado que regresa a su país. Con
desgarramientos musculares en la espalda y los dedos encallecidos, aptos para
cualquier cosa menos para escribir. Aunque por lo menos vuelvo con unos buenos
zapatos.
Me he
cansado de estar siempre alerta. Quiero salir de casa sin tener esa sensación.
Caminar en compañía de alguien sin que el coche de policía se detenga detrás de
mí, sin tener que dar explicaciones ni pedir permiso. Me he cansado de
esconderme siempre como un imbécil. Y de correr cuando había que salir huyendo.
Quiero mirar a mi alrededor y ver a mis semejantes. Que mi aspecto no le
produzca extrañeza a nadie. Que no me intimide una mujer y que no me mire un
niño con la boca abierta. Quiero irme a dormir por la noche sin tener que
comprobar el cerrojo de la puerta y que la cartera sigue debajo de la almohada.
Muchos
dirán que este extravagante está cometiendo una nueva locura volviendo a su
país, mientras que otros miles pasan todos los días alimentando la borrosa
ilusión de atravesar un oscuro estrecho hacia la tierra prometida.»
[El texto
pertenece a la edición en español de Ediciones del Oriente y del Mediterráneo,
2002, en traducción de Gonzalo Fernández Parrilla y Malika Embarek López. ISBN:
84-87198-81-3.]
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