miércoles, 22 de enero de 2020

Historia de la columna infame.- Alessandro Manzoni (1785-1873)

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II

«La falta de conjuntos de leyes elaboradas con un propósito generalizador tenía dos naturales consecuencias: que los intérpretes se convirtieran en legisladores y que se los aceptara casi como tales; porque cuando las cosas necesarias no son hechas por aquellos a quienes incumbe, o no se realizan de manera que puedan servir, surge en algunos la idea de hacerlas, al paso que en otros la disposición a aceptarlas, sea cual fuere su autor. El obrar sin reglas es la más fatigosa y difícil tarea de este mundo.
 Los estatutos de Milán, por ejemplo, prescribían como únicas normas y condiciones para la facultad de someter un hombre a la tortura (facultad implícitamente aceptada y considerada ya como connatural al hecho de juzgar) que la acusación fuese confirmada por la reputación, que el delito implicara pena de sangre y que existieran indicios, pero sin decir cuáles. Tampoco lo dice la ley romana (que tenía vigor en aquellos casos a los que no proveyeran los estatutos), aunque emplee más palabras: "Los jueces no deben comenzar por los tormentos, sino valerse primero de argumentos verosímiles y probables, y si llevados por éstos, en cuanto indicios seguros, creyeren tener que servirse de los tormentos para descubrir la verdad, que lo hagan, cuando la condición de la persona lo permita". Es más: en esta ley está expresamente instituido el arbitrio del juez sobre la cualidad y el calor de los indicios, arbitrio que después quedó implícito en los estatutos de Milán.
 En las llamadas Nuevas Constituciones, promulgadas por orden de Carlos V, la tortura ni siquiera se menciona; sin embargo, desde entonces hasta la época del proceso que nos ocupa, y por mucho tiempo más, hallamos gran cantidad de actos legislativos que la imponen como pena; y no hay ninguno, que yo sepa, en el cual sea regulada la facultad de adoptarla como medio de prueba.
 Y también de esto se ve claramente la razón: el efecto se había mudado en causa; aquí, como en otros lugares, el legislador había encontrado un suplente (sobre todo para la parte que llaman procedimiento) que conseguía que la necesidad de su intervención, por decirlo así, no sólo no se echase de menos, sino que incluso se olvidara. Los escritores (especialmente a partir de los tiempos en que comenzaron a disminuir los simples comentarios sobre las leyes romanas y a proliferar las obras de carácter más independiente, bien sobre toda la práctica criminal, bien sobre este o aquel punto especial) trataban la materia con métodos globales, al tiempo que elaboraban las partes minuciosamente; multiplicaban las leyes al interpretarlas, extendiendo su aplicación, por analogía, a otros casos, extrayendo reglas generales de leyes especiales. Y cuando esto no bastaba, suplían con ideas propias, con aquellas reglas que les parecían mejor fundadas en la razón, la equidad o el derecho natural, unas veces concordando entre sí, incluso copiándose y citándose, otras veces con disparidad de criterios; de suerte que los jueces, doctos en esa ciencia, y algunos también autores, tenían en casi todos los casos y sus distintas circunstancias decisiones para escoger y seguir. La ley, digo, se había convertido en una ciencia; es más: la denominación de ley sólo convenía a la ciencia, esto es, al derecho romano interpretado, a las antiguas leyes de diversos países (que el estudio y la autoridad creciente del derecho romano no habían hecho olvidar y que eran igualmente interpretadas por la ciencia) y a sus preceptos convertidos en costumbre. En cambio, los actos de la autoridad soberana, cualesquiera que fuesen, se llamaban órdenes, decretos, bandos, pregones y otros nombres similares; y entrañaban algo de ocasional y transitorio. Por citar un ejemplo: los bandos y pregones de los gobernadores de Milán, cuya autoridad era también legislativa, sólo valían por el tiempo que durara el gobierno de sus autores, y el primer acto del sucesor era confirmarlos provisionalmente. Cada colección de bandos y pregones, o gridario, como se las llamaba, era una especie de Edicto del Pretor, elaborado discontinuamente, en diversas ocasiones; la ciencia, en cambio, trabajaba de manera constante y sobre el entero conjunto e iba modificándose, aunque insensiblemente; y al tener siempre por maestros a aquellos que habían empezado siendo sus discípulos, puede decirse que era poco menos que una revisión continua, y en parte una compilación continua, de las Doce Tablas, confiada o cedida a un decenvirato perpetuo.
 Más tarde, cuando se examinó a la vez la conveniencia y la posibilidad de abolir esta autoridad tan general y duradera de los particulares sobre la ley, para hacer nuevas leyes, más completas, precisas y ordenadas, esta autoridad fue considerada (y, si no me engaño, todavía se la ve así) como un hecho extraño y funesto para la humanidad, sobre todo por lo que se refiere a la parte criminal, y especialmente en punto al procedimiento. Ya hemos visto cómo surgió de modo natural; por lo demás, no era un hecho nuevo, sino una extensión extraordinaria, por decirlo así, de un hecho antiquísimo y acaso, con otras proporciones, sempiterno; puesto que por muy pormenorizadas que sean las leyes, nunca dejarán quizá de tener necesidad de intérpretes y es probable que tampoco los jueces dejen nunca de someterse, aquí más, allá menos, a los intérpretes más reputados, en cuanto hombres que han estudiado expresamente la materia antes que ellos y con una visión general. Y tal vez un examen más sosegado y cuidadoso podría revelarnos que ello fue incluso, comparativa y relativamente, un bien, porque sustituyó a un estado de cosas harto peor.
 Es difícil, en efecto, que hombres que estudian una generalidad de casos posibles, buscando sus reglas en la interpretación de leyes positivas o principios más universales y elevados, aconsejen cosas más inicuas, insensatas, violentas y caprichosas que las que puede aconsejar el arbitrio en los diversos casos de una práctica fácilmente apasionada. El número mismo de volúmenes y autores, la multiplicidad y el desmenuzamiento progresivo de las reglas por ellos prescritas, son un indicio de la intención de restringir el arbitrio y de guiarlo (todo lo posible) conforme a la razón y en pos de la justicia; ya que no se necesitaría tanto para instruir a los hombres en el abuso de la fuerza según los casos. No se trabaja en acicalar y enjaezar un caballo al que se quiere dejar correr a su capricho: basta con soltarle las riendas, si las tiene.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Bruguera, 1984, en traducción de Elcio Di Fiori. ISBN: 84-02-10291-3.]

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