viernes, 6 de diciembre de 2019

La última pintura de Sara de Vos.- Dominic Smith (...)

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Primera parte
Upper East Side.- Noviembre de 1957

 «A doscientos dólares el cubierto, la cena de la Sociedad de Asistencia atrae, poco más o menos, a las mismas sesenta personas cada año: abogados, cirujanos, gerentes, esposas filántropas, un diplomático jubilado de la zona alta. Siempre hay que vestir de etiqueta y los asientos se asignan mediante pequeñas tarjetas, con los nombres escritos a mano, distribuidas en diez mesas redondas. Una vez al año, Rachel telefonea a un artista japonés de Chelsea y le da su lista de invitados. Al cabo de tres días llegan las tarjetas en un sobre de papel de arroz. Marty sigue un método para la asignación de asientos, un truco aprendido de un amigo que organiza las subastas de arte de Sotheby's en Europa. Coloca a los comensales más acaudalados a corta distancia de la silenciosa mesa de la subasta y pide a los camareros que les rellenen las copas de vino cada quince minutos. Gracias a esta estrategia, estas cenas al servicio de la Sociedad de Asistencia han sido las que más beneficios han generado a lo largo de una década. Obtiene pujas exorbitantemente infladas por cruceros en el Caribe, entradas para la ópera, estilográficas y suscripciones a la revista Yachting. Marty calculó en su día que Lance Corbin, un cirujano traumatólogo que ni siquiera tenía yate, pagaba ciento veinte dólares por cada número mensual de esta publicación marítima.
 Las mesas, dispuestas en el gran salón con vistas a la terraza, están decoradas con azucenas y una cubertería antigua de plata. Como hace tan buen tiempo, los cócteles, el champán y el postre pueden servirse fuera, pero Marty insiste en que se cene dentro, donde la iluminación es mejor para la firma de cheques, donde las pinturas de género y los paisajes holandeses y flamencos evocan, si no a los huérfanos, sí al menos un ambiente de personas desfavorecidas: el campesino que lleva a rastras el anca de un animal a un sótano de piedra un día inclemente, los parroquianos de una taberna que arrojan cucharas a un gato o el Avercamp con sus campesinos de mejillas sonrojadas patinando por un canal helado.
 Cuando Rachel llama a los comensales para que pasen al salón donde se sirve la cena, el cuarteto de cuerda deja las sonatas de Rossini y acomete los conciertos y adagios de Bach. Como de costumbre, Rachel y Marty se sientan en mesas distintas para maximizar sus interacciones con los invitados, pero Marty advierte varias veces a lo largo de la cena que su mujer mira con expresión ausente la copa de vino. Clay Thomas cuenta, como cada año, sus anécdotas de cuando servía como enfermero en la Primera Guerra Mundial y jugaba al fútbol con los italianos en un barrizal. Por norma, Marty hace rotar a los invitados de su mesa, pero siempre se coloca diligentemente en el grupo de Clay Thomas. Mientras no lo nombren socio, hará ver cada año que escucha esas batallitas por primera vez.
 Después de la cena y la subasta, los comensales van saliendo a la terraza. Se ha instalado una mesa larga con copas de champán, hileras de profiteroles, tartaletas de crème brûlée y bombones belgas. Como en años anteriores, Rachel deja que Marty se ocupe de los invitados más importantes. A ella le es imposible entrar en las bromas de los hombres o la charla de las esposas de los socios, que envían a sus hijos a los mismos colegios y universidades, así que se contenta con acercarse a los asistentes periféricos. La hermana de alguna personalidad importante de la alta sociedad o la prima de fuera de la ciudad de algún miembro de la junta de administración de una organización benéfica: esas son las personas con las que se siente más a gusto, las que no le preguntan si nunca ha deseado fundar una familia. Marty la acusa de esconderse en su propia casa, de mantener conversaciones tensas e incómodas con absolutos desconocidos. Le dice que los socios la consideran altiva en lugar de tímida y frágil. Desde el ángulo de la terraza, en los últimos compases de una conversación sobre el chucho que los científicos rusos encontraron en una calle de Moscú, Rachel ve el recargado reloj de pared del gran salón y cae en la cuenta de que el servicio de alquiler de beatniks llegará en menos de media hora. Observa a la gente para hacerse una idea de cómo se desenvolverá la troupe entre ellos. No sabe si pretende conferir cierta ligereza a la velada o boicotear el acto. Si ha malinterpretado la situación, recibirá a los bohemios en el vestíbulo, les pagará sus honorarios y los enviará de vuelta a la noche.
 La temperatura ha bajado cinco grados y muchos de los invitados han pedido sus abrigos. Antes, durante los cócteles, Marty ha encendido el fuego en la chimenea de ladrillo exterior y ella los ha observado mientras Clay y los otros socios, con las copas en la mano, ofrecían consejo por turno. En un momento dado, Clay se ha puesto unos guantes de amianto y ha empuñado un atizador de forja para recolocar los troncos en el centro, explicando a los hombres de menor edad que hacían falta más llamas azules y aire en la base. Ahora, un grupo de ellos, se congrega junto al fuego realimentado, abogados con puros y metáforas laxas hablando de filosofía, decadencia urbana y minutas de clientes.»
    
   [El texto pertenece a la edición en español de Maeva Ediciones, 2017, en traducción de Isabel Ferrer y Carlos Milla. ISBN: 978-84-16690-67-1.]

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