miércoles, 25 de diciembre de 2019

Apoteosis.- Aurelio Prudencio (348-413)

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Sobre la naturaleza del alma

«Al paso sale aquí con sus dudas un discutidor, y objeta si tiene cabida en la fe que una substancia inspirada por el soplo de Dios pueda sufrir tormento y que descienda a los abismos del infierno y se abrase en el averno. Cree que el alma no es Dios, pero cree que ella es la más excelsa de las cosas creadas; cree que también ella ha sido creada. Formada fue por la boca de Dios el alma que antes no existía, pero fue formada hermosísima en su modo de ser, ataviada con dádivas divinas, llena de Dios y semejante a su Creador. Pero ella no es Dios, porque no procede por generación, sino que es hechura de Dios. Del corazón del Padre sólo salió el Hijo verdadero, Él también Dios verdadero. Al alma, que antes no existía, se le dio súbita existencia. El Hijo, en cambio, es coeterno con el Padre y existe siempre en Él; no ha sido creado, sino nacido, tiene todo cuanto tiene el Padre. El alma es como sombra a semejanza de Dios. Así habló el Creador mismo cuando se disponía a formar al hombre a semejanza suya, asociando ambos elementos creados. Pero la sombra no posee la solidez del cuerpo real, cuya copia se refleja en la sombra; y una cosa es la verdad y otra la imagen de la verdad. El alma es semejante a Dios porque no se destruye con los siglos, porque es racional y capaz de justicia, y como reina del universo manda, prevé, sopesa, precave, habla, es inventora de palabras y de costumbres, está pertrechada de incontables recursos y enseñada a recorrer el cielo con el pensamiento. En todo esto hizo Dios el alma a su imagen, pero distinta en lo demás. Sin duda, es fácil entender el alma y cuál es la medida y figura que fija sus límites; pero Dios, inmenso y que desborda todo lo creado, no tiene en sí límite alguno de suerte que pueda ser encerrado o abarcado por el pensamiento del hombre. Inabarcado permanece el poder que carece de último confín y que se extiende en un espacio inconmensurable. Por tanto, el alma, creada, inferior a su gran Creador y mayor que las otras cosas y señora de todas ellas, la absorbe en su nacimiento la turbia corrupción de la carne gangrenada y al ser infundida en miembros corruptibles la hace partícipe de su propia hez; entonces surge la naturaleza pecadora, ya que es mezcla de lodo y de espíritu puro.
 Pero, puesto que el alma salió de la boca de Dios, quizá digas que no fue hecha ni creada, como si una parte de Dios (blasfemia es decirlo) pudiese, mancillada, contraer negras culpas y, condenada al abismo, precipitarse en el oculto caos del infierno. Que ella sea algo de Dios, no lo niego. Sin embargo, de ninguna manera puede llamarse parte de Dios la que tuvo principio en el tiempo, ni considerarse anterior o más antigua que el primer hombre. Pues yo la veo creada en el momento en que entró como hermana en el hogar del corazón amigo y, huésped del reciente limo, ella también reciente tomó asiento en su habitación fraterna. Ella es, sin duda, un soplo del Señor; pero no espíritu y fuerza llena de Dios, puesto que fue emitida en aquella exacta medida en la que el que le comunicó el aliento quiso mantener el ímpetu de su propio soplo.
 Es imposible contemplar los profundos misterios del Dios de los ejércitos, pero el hombre es el espejo de la divinidad. Inteligente, aprende a ver en el cuerpo un poder no corpóreo, según la enseñanza de Cristo, que en su cuerpo mortal muestra a su propio Padre. Examina con cuidado cuán variadas maneras de aliento emitimos de nuestra boca cuantas veces exhalamos las auras del alma que respira. A veces, el calor exhalado emite un soplo tibio, lanzando como brumitas de rocío de la húmeda garganta; cuando nos place, sale de nuestra boca, en forma de gélido viento con soplo frío, un sonido agudo y hace silbar el aire. Añade, además, las diferentes clases de viento que crea la flauta de los músicos. O es exiguo, cuando se reduce a su modulación; o levanta henchido zumbido en abundante soplo, o rompe en roncas armonías, o susurra suave, o, al sacar sutil aire, produce notas agudas; o, al bajar la voz, articula un dulce murmullo. Cuando ves que tú puedes hacer todo esto en tu cuerpo mortal, ¿por qué no vas a creer que el Dios Eterno haya podido infundir el alma tal como Él la quiso? Puesto que, al darle existencia, la exhaló e infundió según el plan que Él trazara de antemano, resulta necesario que haya sido creada. Por último, la potencia de nuestra alma alcanza a saber muchas cosas; pero no las sabe todas, porque es delimitado lo que a ella se le ha ordenado saber y prever. A la que se ha dotado ya de un límite determinado y no se le ha concedido conocerlo todo, es hechura de Dios; por esto se demuestra haber sido creada y aumentada en su capacidad.
 Deduce, por comparación, si es ella hechura de Dios. La mano del Señor, ciertamente, creó el cuerpo mortal y configuró el lodo con sus dedos. ¿Pero es que la mano de Dios está compuesta de articulaciones? ¿Es que tiene Él palma? ¿Es que puede cerrar en puño las flexibles uñas o alargar las manos abiertas? Esa es la forma de nuestra mano, que no tiene en sí el Señor infinito, sino que se le atribuyó esa forma conocida y familiar a la mente humana para que diese a entender cómo se afirma, a través de esa imagen corpórea, que fue Él quien plasmó la figura del cuerpo. De igual manera, la substancia espiritual fue creada, a su vez, por un soplo incorpóreo, y se dice que ella es obra de la boca de Dios, por la cual apareció refulgente la forma del alma con su fina textura y percibió haber sido creada con un poder aún rudimentario.
 Si nuestra carne no es hechura de la mano de Dios, tampoco es el alma hechura de su boca, originada por un soplo y un aliento y transmitida a cierto lugar, al cuerpo; porque todo lo que saca a la existencia el momento del nacimiento, lo recibe un lugar concreto, y lo que un lugar puede contener es algo limitado y no se extiende a todas partes, y lo que es tan limitado que viene a fijarse en un lugar determinado, puede ya vacilar, y lo que vacila cae naturalmente en el pecado y, en fin, lo pecaminoso está expuesto al triste castigo. Esto no es Dios, creedme. O si el alma es divinidad, mostradme qué significa eso de que una gracia nueva se derrame abundante en el alma caída y necesitada de Cristo, a la que ennoblece, hecha justa por el bautismo, el Espíritu Santo, y añade a esa sierva de Dios el honor que le faltaba. Puesto que este honor se le otorga por méritos y por yerros se le niega, absurdamente se dice que sea Dios o una parte de Dios la que, por su obediencia, bebe unas veces de la fuente eterna el divino y sumo bien, y otras lo pierde por sus culpas y crímenes; ora sufre castigo, ora queda libre hollándolo bajo sus pies.
 ¿Te asombras de que peque el alma, a quien ha cabido en suerte habitar en una morada hecha de carne, cuando peca hasta el mismo ángel, que es incapaz de entrar en el frágil hogar de una coraza (cuerpo) corruptible? Peca porque también él ha sido creado, no engendrado. De qué manera haya sido él creado, lo sabe sólo el Señor, su hacedor. Básteme a mí saber que ha sido creado. Carece de mancha sólo el Creador de mundo, el Dios no engendrado y engendrado, el Padre y Aquél que nació del Padre. Y Él solo, exento de recibir triste tormento, actúa sin mancharse y no siente amargura alguna.»

    [El texto pertenece a la edición en español de La Editorial Católica, 1981, en traducción de Alfonso Ortega. ISBN:84-220-1020-8.]

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