«El excelso Protocreador, más viejo que los días, el Increado, / estaba al margen del origen de todo principio y límite:
es y será por los siglos de los siglos infinitos. / Su Hijo unigénito -Cristo- y el Espíritu Santo
son coeternos con Él en la gloria eterna de su deidad. / No proclamamos tres dioses, sino "Único Dios" los definimos.
(Sin quebrantar la fe en las tres gloriosísimas personas).
Creó a los ángeles buenos, a los órdenes y a los Arcángeles, / Principados y Tronos, Potestades y Virtudes
para que su bondad no fuese ociosa y se manifestara / en todos sus dones, la majestad y largueza de la Trinidad,
y en ellos se revelaran los privilegios celestes / con toda la grandeza y sublimidad posibles.
De la cima del reino del cielo y del esplendor de su angélica / morada, soberbio por la belleza de su fulgente hermosura,
Lucifer, a quien Él había creado, rodó al abismo; / los ángeles apóstatas se vieron arrastrados en la lúgubre caída
del promotor de la gloria vana y de la envidia obstinada, / mientras todos los demás permanecían en sus principados.
El gran dragón, repugnantísimo, terrible y viejo, / que fue la resbaladiza serpiente, más sabia que todas
las bestias y animales más feroces de la tierra, / consigo arrastró al abismo de las regiones infernales
y de las diversas cárceles a la tercera parte de los astros, / y a quienes rehuían la verdadera luz, precipitados por el Devorador.
El Excelso, al concebir la máquina y la armonía del mundo, / hizo el cielo y la tierra; creado había el mar, las aguas,
los gérmenes de las hierbas, los arbustos con sus ramas, / el sol, la luna y los astros, el fuego y todo lo necesario,
aves, peces y rebaños, bestias y animales, / y al fin, al primer hombre para que a su capricho los rigiese.
Y al par fueron creados los astros, luminarias del cielo, / y los ángeles cantaron alabanzas al Señor, celeste Artista,
por la admirable creación de tan inmensas proporciones; con un egregio coro, dieron gracias al Señor
por su amor y su proyecto, don inexistente en la Naturaleza.
Con el engaño y seducción de nuestros dos primeros padres, / por segunda vez el diablo rodó al abismo junto con sus satélites,
cuyos rostros horrendos y vuelo estrepitoso / espantaban a los débiles hombres aterrados por el miedo,
incapaces de contemplar aquello con sus ojos carnales. / Ahora están atados por haces de cadenas en las ergástulas.
Éste, apartado de los demás, fue expulsado por el Señor: / el espacio aéreo que ocupaba invadido se vio por el tropel
de sus satélites, torbellino de traidores invisibles, / para que, imbuidos de malos ejemplos y de crímenes,
jamás separados ni por leyes ni por muros, los hombres / no puedan fornicar públicamente a la vista de todos.
Las nubes arrastran aguaceros invernales desde fuentes / tres veces más profundas que las olas del mar océano,
que las regiones del cielo, que los cerúleos torbellinos; / beneficiosas serán para sementeras, viñedos y plantíos,
agitadas por los vientos emergidos de donde abundan, / cada uno de los cuales, alternativamente, agitan los estanques marinos.
Caduca, tiránica y momentánea, la gloria de los reyes / del presente mundo sujeta está a la voluntad de Dios.
He ahí a los gigantes, gimiendo bajo las aguas tras sufrir / grandes heridas, consumidos por las llamas y suplicios
del Cocito, ahogados por las turgentes Caribdis, / sumergidos por las ondas de la Escila y despedazados en los escollos.
El Señor regula a menudo las aguas condensadas en la nubes, / para que no se precipiten de repente arrastrando a su paso
cuanto hallan. Sus veneros más fecundos, como pechos, / flotan pausadamente por diferentes regiones de la tierra,
heladas o calientes, según las diversas estaciones, / de modo que los ríos jamás fluyan carentes de caudal.
Por los poderes celestiales del Dios supremo penden / el globo de la vasta tierra y su órbita sobre el abismo plantados,
teniendo por soporte a Dios y la poderosa mano del Omnipotente. / Columnas como postes los sustentan,
promontorios y roquedos de sólidos cimientos, / como asentados en unas bases inmóviles.
Nadie duda que el infierno está en las profundidades, / que allá moran las tinieblas, gusanos, bestias feroces;
que allá el fuego sulfuroso en voraces llamaradas arde; / que allá sólo alaridos de hombres hay, llanto y crujido de dientes;
allá el llanto terrible y antiguo de la Gehenna; / allá, el ardor de las llamas, el espanto de la sed y el hambre.
Sabemos, por haberlo leído, que los habitantes de las entrañas del mundo, / postrados de rodillas, suplican de continuo al Señor que se apiade;
mas es para ellos imposible atrás volver el libro escrito, / sellado con siete sellos por las profecías de Cristo,
que se sellará de nuevo después de mostrarse vencedor, / cumpliendo así las proféticas predicciones de su venida.»
[El texto pertenece a la edición en español de Biblioteca de Autores Cristianos, 1997, en traducción de Manuel A. Marcos Casquero y José Oroz Reta. ISBN: 84-7914-326-6.]
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