domingo, 22 de diciembre de 2019

Cuando éramos hermanas.- Sheila Kohler (1941)

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XXIII.- El internado

«Todas nuestras profesoras son, claro está, mujeres, la mayoría solteronas y algunas completamente locas, como nuestra directora del coro, que anda por el pasillo de la capilla balanceándose y suspirando, con sus zapatos de goma chirriando, sus largos dedos blancos entrecruzados y su rostro pálido arrobado por su fervor religioso.
 Nos enseña a respirar con el diafragma, a elevar nuestras voces al Señor.
 -¡Cantad a Dios! -nos incita, lo mismo que un editor me dirá más tarde-: ¡Escriba a Dios!
 Otra nos hará copiar entera La tierra baldía de Eliot. "Abril es el mes más cruel" escribimos obedientemente, aunque para nosotros en el hemisferio sur eso no tiene sentido. Es octubre, nuestra primavera, el mes de la muerte de mi hermana, el que engendra a los muertos, descubriré.
 Algunas de nuestras profesoras nos cuentan que en el pasado han estado relacionadas con hombres ilustres. Madame C, que enseña francés, dice que en realidad ella es una princesa, pues estuvo casada con un príncipe romano de la antigua familia de los C. Nosotras no estamos seguras de lo que pasó con su príncipe ausente (¿muerto, divorciado, imaginario?), o de por qué ahora se ve reducida a enseñar francés (posteriormente descubro que no conoce muy bien todos los verbos en infinitivo) en un colegio aislado en mitad del páramo. Ni sabemos por qué la torturaron durante la guerra, aunque nos estremecemos ante esa idea. Le arrancaron las uñas y a su cuerpo, que parece tan rollizo, suave y sano, aparentemente lo sumergieron en agua hirviendo y luego agua helada. (¿No la mataría eso?, nos preguntamos.)
 -Las mujeres eran mucho más valientes que los hombres -dice rotundamente, aunque reconoce que se lo habría contado todo a sus torturadores si hubiera sabido algo que contarles.
 Nos dice que cerremos las ventanas del aula para que no puedan oír nuestra conversación en la sala de profesores y nos hace decirle cuándo tenemos el período. Madre siempre está contribuyendo a sus "actos caritativos" y, en consecuencia, madame me pone muy buenas notas en francés, aunque soy consciente de que no las merezco. Más tarde madre me mandará a pasar un verano con esta mujer a su "academia para señoritas", de Florencia, donde me estará esperando mi hermana.
 También está la señora Walter, con su pelo blanco, que nos enseña latín y literatura inglesa. Será la primera persona que comente mis trabajos, estimulando mis deseos de escribir. Recorre el aula preguntando qué queremos ser de mayores. Cuando yo digo "periodista", esperando que eso pueda ser una manera de escribir, ella me mira desaprobadoramente y dice que los periodistas escriben en muy mal inglés.
 Dice que el poeta irlandés Yeats estuvo enamorado de ella. Nos la imaginamos en su juventud, con sus grandes ojos azules y suave piel blanca. ¿Escribió Yeats sus hermosos versos para ella?, nos preguntamos.
 "Y por eso mi corazón se desenfrena: ella está ante mí como una niña viva."
 El único hombre que está siempre con nosotras aquí, día y noche, es el muerto, sacrificado Jesucristo, al que vemos diariamente en la capilla en el fresco pintado con el ondulado mar azul en la hornacina de detrás del altar. Allí Jesús camina por el agua yendo hacia sus discípulos Andrés y Pedro con los brazos extendidos, como Adán hacia Dios en el techo que veremos años después en el Vaticano. Se dirige cariñosamente a sus discípulos.
 O vemos a Jesucristo en la cruz de madera con la corona de espinas en la cabeza, su cuerpo desnudo, sus brazos y pies clavados dolorosamente. Es el único hombre cuya presencia se evoca diariamente, el varón de dolores, que murió joven por nuestros pecados.
 Vamos a la capilla todas las mañanas y rezamos nuestras oraciones y cantamos himnos a Jesucristo:
 -La mañana ha roto como la primera mañana -cantamos, y otra vez todas las tardes alzamos nuestras voces a Dios-: Quédate conmigo, rápido cae el atardecer.
 Aprendo a tocar el piano con dificultad, practicando una y otra vez, en la pequeña sala de ensayos, entrando y haciendo una reverencia a un público imaginario, y luego empezando de nuevo.
 Mi hermana, que está más dotada para la música que yo y toca bien el piano, interpreta los himnos en la capilla, y las dos cantamos en el coro. Colocamos los jarrones de plata con flores en el altar, nos arrodillamos ante la cruz. murmuramos nuestras oraciones de niñas: "Mateo, Marcos, Lucas y Juan".
 En los dormitorios, acostumbradas como las dos estamos a una casa sólo de mujeres, desnudas y sin sentir vergüenza de su cuerpo adolescente, mi hermana anda de un lado para otro como en sueños, y una amiga dice que me quite la ropa y baile la Danza de los Siete Velos, haciendo como que soy Salomé que baila pidiendo la cabeza de Juan el Bautista ante el espejo.
 Somos un grupo de chicas con nuestras propias reglas no expresas. Somos leales por encima de todo al grupo, una a otra. Compartimos nuestros secretos. Siempre nos atribuimos las cosas, aunque eso signifique un castigo, si nos interroga una profesora. Decimos la verdad:
 -Lo hice yo -dice alguien, levantando la cabeza.
 Jugamos al juego de la verdad de noche a oscuras en el dormitorio. Ponemos las manos en un montón y las vamos cambiando de sitio hasta que una dice:
 -¡Alto!- y la que tenga la mano en lo más bajo del montón tiene que responder a una pregunta que hace la que tiene la mano encima del todo. La regla es responder con sinceridad.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Alba Editorial, 2017, en traducción de Mariano Antolín Rato. ISBN: 978-84-9065-329-6.]

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