domingo, 1 de diciembre de 2019

Laila.- Laila Karrouch (1977)

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Voy al Instituto

«El primer día de instituto pasé unos nervios de miedo: me desperté muy temprano, me lavé la cara y me peiné el cabello, oscuro y largo, ni liso ni rizado. Me planté delante del espejo del armario que había junto a la puerta del cuarto de baño. ¡Me sentía tan mayor, tan adulta y tan responsable! Pero no me vi nada guapa. Cerré los ojos y bajé las escaleras a toda prisa para encontrarme con mis amigas e ir juntas. Entramos en el salón de actos y, como si fuéramos a hacer la mili, nos llamaron por el nombre y los apellidos para destinarnos al aula correspondiente. Esperaba que nos pusieran a las tres en la misma clase, pero no fue así.
 Entré en el aula con paso inseguro. No tenía nada claro lo que estaba haciendo allí. No conocía prácticamente a nadie. De repente me sentí como un bebé cuando sus padres lo llevan por primera vez a la guardería. "Ánimo y nada de llorar", me dije.
 Nos fuimos sentando en el primer asiento que encontramos. Mi primera tarea sería memorizar las caras de mis compañeros. En la fila de al lado, una niña delgadita, de ojos claros, piel muy fina y el cabello muy rizado, me miraba sonriéndome agradablemente. Era Teresa, una amiga de mi primera escuela. Le devolví la sonrisa y me sentí más aliviada. Tuve la sensación de estar salvada.
 A mi lado se sentaba una niña muy alta y tímida.
 -Me llamo Marisé. ¿Y tú? -me preguntó.
 -Laila, me llamo Laila. Vivo aquí, pero nací en Nador, en Marruecos.
 Me sorprendí a mí misma por la seguridad con que pronuncié esas palabras. Una especie de escalofrío reconfortante me sacudió todo el cuerpo.
 Me sentía muy cómoda con los compañeros, tanto con los de EGB como con mis nuevos amigos del instituto. No me sentía diferente a ellos. Los comentarios típicos, como "mora" y cosas así, dejaron de molestarme porque había aprendido a valorarme como persona y a aceptar que no tenía que infravalorarme por ser inmigrante, lo que había hecho muy a menudo en los años anteriores.
 Mi padre quería que estudiase una carrera.
 -Porque aquí, en España, es muy importante estudiar -me solía decir.
 En cambio, mi madre no lo veía así, decía que estudiar "es perder el tiempo porque las mujeres estamos hechas para estar en casa". Me lo repetía continuamente.
 En poco tiempo, las cosas habían cambiado mucho: habían llegado muchísimos más inmigrantes, lo que por un lado era positivo pero por el otro negativo. El aprendizaje de la lengua y la integración en general se fueron haciendo más difíciles y la gente empezó a mezclarse menos; en la escuela a menudo se formaban grupitos de extranjeros y grupitos de españoles.
 Nuestros padres siempre nos habían dicho que, si alguien nos ofrecía tabaco o nos proponía ir a la discoteca, nos negáramos, sobre todo las niñas, porque en Marruecos está muy mal visto que una chica fume o que vaya a discotecas. Pero también se lo prohibió a Nourdine. A mí no me insistió demasiado; confiaba mucho en mí y sabía que no sería capaz de decepcionarlo.
 Muchas veces, mis amigas del instituto quedaban para salir a cenar. Yo ni se lo preguntaba a mi padre. Siempre les ponía una excusa para no ir: que no podía o que no me dejaban. Sabía que mi padre me diría que no. De ninguna manera me permitiría llegar tarde a casa. Pero una vez que me atreví a pedírselo esperando un no rotundo, me equivoqué. Mi madre le había explicado que era una cena en un restaurante pequeño y que seríamos pocos.
 -También irá Naima, la chica que les da el cursillo de árabe -le explicó mi madre.
 -No te entretengas mucho. Cuando acabes, iré a buscarte -me dijo mi padre.
 Cenamos, charlamos y nos conocimos un poco mejor. Éramos una docena de personas, sólo dos marroquíes.
 Cuando mis compañeros iban de colonias, yo no iba, porque no podía pasar la noche fuera de casa. A mí, la verdad, eran temas que no me preocupaban demasiado: tanto cenar fuera o no como ir o no ir de colonias.
 Me gustaba estudiar, me apasionaba el atletismo y me caía muy bien mi entrenadora, Montse.
 -Empezad haciendo ejercicios de calentamiento durante media hora -nos decía, y con eso comenzábamos un entrenamiento muy duro. Después del calentamiento, hacíamos estiramientos, carreras rápidas, cambios de ritmo, cambios de sentido y muchos ejercicios más. ¡Qué agotamiento! Al final, una buena ducha y me sentía como nueva.
 Pero un día, mi padre y mi madre retomaron aquel comentario que unos años antes me habían hecho sobre el atletismo. El problema fue que, esta vez, la advertencia y la amenaza se hicieron realidad. ¡Quise ponerme a gritar y meterme con todo el mundo! ¡Tenía que dejar el atletismo porque tenía quince años y enseñaba las piernas!
 Tiempo después descubrí que los verdaderos culpables, los que influyeron en la decisión de mi padre, fueron sobre todo un par de amigos suyos del pueblo. No paraban de hacerle comentarios absurdos con sus "sabias" opiniones. Al cabo de un tiempo, mi padre reconoció que se había dejado presionar y que se arrepentía mucho. Entendí perfectamente su postura y le quité importancia al asunto, porque no quería que mi padre se sintiera culpable.
 A partir de esa época mi carácter se comenzó a definir y empecé a mostrarme como soy. Me volví más reservada y más fuerte. Había empezado a aprender a encajar los golpes bajos y sabía que había cosas que no me gustaban pero que no podía cambiar. Y estaba muy harta de muchas cosas.
 En casa nunca más se volvió a hablar de atletismo. Un día me encontré con Montse, mi entrenadora, y me dijo:
 -Las personas que realmente valen, no pueden, y las que pueden, no valen. -Se puso muy seria. Noté que estaba un poco enfadada por cómo había pasado todo.
 Había una asignatura que me gustaba especialmente. el dibujo. Mi profesora se llamaba Ana Andrés, una mujer alta y delgada, con un aspecto agradable y de carácter muy abierto. Su mirada, profunda y segura, me inspiraba confianza.
 -Tienes un don -me decía Ana.
 Si tenía o no un don, no lo podía saber, pero de lo que sí me di cuenta fue de que en la pintura había encontrado mi "refugio".
 -Eres una marroquí muy fuerte. Lo tienes que ser para poder vivir entre dos culturas tan diferentes -me decía Vera.
 Y tenía razón.
 Más que diferentes, son dos culturas opuestas.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Oxford University Press, 2011. ISBN: 978-84-673-5494-2.]

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