Segunda parte
II.-El corralón o la casa del tío Rilo. Los odios de vecindad.
«Era la Corrala un mundo en pequeño, agitado y febril, que bullía como una gusanera. Allí se trabajaba, se holgaba, se bebía, se ayunaba, se moría de hambre; allí se construían muebles, se falsificaban antigüedades, se zurcían bordados antiguos, se fabricaban buñuelos, se componían porcelanas rotas, se concertaban robos, se prostituían mujeres.
Era la Corrala un microcosmos; se decía que, puestos en hilera los vecinos, llegarían desde el arroyo de Embajadores a la plaza de Progreso; allí había hombres que lo eran todo y no eran nada: medio sabios, medio herreros, medio carpinteros, medio albañiles, medio comerciantes, medio ladrones.
Era, en general, toda la gente que allí habitaba gente descentrada, que vivía en el continuo aplanamiento producido por la eterna e irremediable miseria; muchos cambiaban de oficio, como un reptil de piel; otros no lo tenían; algunos peones de carpintero, de albañil, a consecuencia de su falta de iniciativa, de comprensión y de habilidad, no podían pasar de peones. Había también gitanos, esquiladores de mulas y de perros, y no faltaban cargadores, barberos ambulantes y saltimbanquis. Casi todos ellos, si se terciaba, robaban lo que podían; todos presentaban el mismo aspecto de miseria y de consunción. Todos tenían una rabia constante, que se manifestaba en imprecaciones furiosas y en blasfemias.
Vivían como hundidos en las sombras de un sueño profundo, sin formarse idea clara de su vida, sin aspiraciones, ni planes, ni proyectos ni nada.
Había algunos a los cuales un par de vasos de vino les dejaba borrachos media semana; otros parecían estarlo, sin beber, y reflejaban constantemente en su rostro el abatimiento más absoluto, del cual no salían más que en un momento de ira o de indignación.
El dinero era para ellos la mayoría de las veces una desgracia. Comprendiendo instintivamente la debilidad de sus fuerzas y de sus inclinaciones, se preparaban a hacer ánimos yendo a la taberna; allí se exaltaban, gritaban, discutían, olvidaban las penas del momento, se sentían generosos y, cuando, después de soltar baladronadas, se creían dispuestos para algo, se encontraban sin un céntimo y con las energías ficticias del alcohol, que se iban disipando.
Las mujeres de la casa, por lo general, trabajaban más que los hombres y reñían casi constantemente. De treinta años para arriba tenían todas el mismo carácter y casi el mismo tipo: negras, desmelenadas, iracundas; gritaban y se desesperaban por cualquier cosa.
De cuando en cuando, como un suave rayo de sol en la umbría, penetraba en el alma de aquellos hombres entontecidos y bestiales, de aquellas mujeres agriadas por la vida áspera y sin consuelo ni ilusión, un sentimiento romántico, de desinterés, de ternura, que les hacía vivir humanamente; y cuando pasaba la racha de sentimentalismo, volvían otra vez a su inercia moral, resignada y pasiva.
Los vecinos constantes del Corralón se contaban entre los del primer patio. En el otro, la mayoría ambulantes, pasaban en la casa a lo más un par de semanas, y luego, como se decía allí, ahuecaban el ala.
Un día se presentaba un leñador con su gran zurrón, su berbiquí y sus alicates que gritaba por las calles, con voz bronca: "¡A componer tinajas y artesones... barreños, platos y fuentes!", y después de pasar una corta temporada se largaba; a la semana siguiente aparecía un vendedor de telas de saldo, que pregonaba a gritos pañuelos de seda a diez y quince céntimos; otro día se hospedaba un buhonero con sus cajas llenas de alfileres, horquillas y pasadores, o algún comprador de galones de oro y plata. Ciertas épocas del año daban un contingente de tipos especiales, la primavera se revelaba por la aparición de vendedores de burros, caldereros, gitanos y bohemios; en otoño se presentaban cuadrillas de paletos con quesos de La Mancha y pucheros de miel y en el inverno abundaban los nueceros y castañeros.
De los vecinos constantes del primer patio, los que se trataban con el señor Ignacio, el zapatero, eran: un corrector de pruebas, a quien llamaban el Corretor; un tal Rebolledo, barbero e inventor, y cuatro ciegos, que se conocían por los remoquetes de el Calabazas, el Sopistas, el Brígido y el Cuco, los cuales vivían decentemente con sus mujeres respectivas y tocaban por las calles los últimos tangos, tientos y coplas de zarzuela.
El corrector tenía una familia numerosa: su mujer, la suegra, una hija de veinte años y una lechigada de chiquillos; no le bastaba el jornal que ganaba corrigiendo pruebas en un periódico y solía pasar grandes apuros. El corrector solía llevar un macfarlán destrozado, lleno de flecos, un pañuelo grande y sucio anudado a la garganta y un hongo amarillo, blanco y mugriento.
Su hija, Milagros de nombre, una muchacha esbelta, fina como un pajarito, en relaciones con Leandro, el primo de Manuel.
Los novios solían tener alternativas en sus amores, unas veces por coqueterías de ella, otras por la mala vida de él.
No se entendían, porque la Milagros era un poco entonada y ambiciosa, se consideraba como venida a menos y Leandro tenía, en cambio, un genio brusco e irascible.
El otro vecino del zapatero, el señor Zurro, tipo pintoresco y curioso, no se trataba con el señor Ignacio y odiaba cordialmente al corrector. El Zurro andaba siempre agazapado tras de unas antiparras azules, llevaba gorra de piel y balandres largos.
-Se llama Zurro de apellido -decía el corrector-; pero es un zorro en sus actos; de estos zorros camperos, maestros en malicias y habilidades.
Según se hablaba, el Zurro entendía su negocio; tenía un puesto en la parte baja del Rastro, una choza oscura e infecta rellena de trapos, casacas antiguas, retales de telas viejas, tapicerías, trozos de casullas, y además de esto, botellas vacías, botellas llenas de aguardiente y coñac, sifones de agua de Seltz, cerraduras roñosas, escopetas tomadas por la herrumbre, llaves, pistolas, botones, medallas y otras baratijas sin valor.»
[El texto pertenece a la edición en español de Salvat Editores y Alianza Editorial, 1969. Depósito legal: M. 8546-1969.]
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