Segunda parte
«El primer individuo al que, tras haber cercado un terreno, se le ocurrió decir "Esto es mío" y encontró a gentes lo bastante simples como para hacerle caso, fue el verdadero fundador de la Sociedad Civil. Cuántos crímenes, guerras, asesinatos, cuántas miserias y horrores no le hubiera ahorrado al género humano el que, arrancando las estacas o cegando el foso, hubiera gritado a sus semejantes: "Guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis que las frutas a todos pertenecen y que la tierra no es de nadie..."
Pero todo parece señalar que por entonces las cosas habían llegado ya al extremo de no poder aguantar tal y como se encontraban, pues esa idea de propiedad, dependiendo de las ideas anteriores que sólo pudieron nacer consecutivamente, no se formó de golpe en la mente humana: hubo que hacer muchos progresos, conseguir mucha industria y muchas luces, transmitirlas e incrementarlas generación tras generación antes de alcanzar este último término del estado natural. […]
Mientras los hombres se conformaron con sus rústicas chozas, mientras se contentaron con coser sus vestimentas de piel con espinas o con raspas, con adornarse con plumas y con conchas, con pintarse el cuerpo de diversos colores, con perfeccionar o adornar sus arcos y sus flechas, con labrar con unas piedras cortantes cualquier canoa de pescadores o algunos groseros instrumentos de música; en una palabra, mientras sólo se aplicaron a realizar unos trabajos que un solo individuo podía hacer y a unas artes que no necesitaban del concurso de varias manos, vivieron libres, sanos, buenos y felices en la medida en que podían serlo por su naturaleza y continuaron disfrutando entre ellos de las amenidades de unas relaciones independientes. Pero tan pronto como un hombre necesitó la ayuda de otro, tan pronto como se dieron cuenta de que era ventajoso que uno solo tuviera provisiones para dos, la igualdad desapareció, se instauró la propiedad, el trabajo se volvió necesario y las extensas selvas se transformaron en unas campiñas sonrientes que hubo que regar con el sudor de los hombres y a través de las cuales pronto se vio germinar la esclavitud y la miseria que se incrementaba con las cosechas.
La metalurgia y la agricultura fueron las dos artes cuya invención acarreó aquella gran revolución. Para el poeta, es el oro y la plata, pero para el filósofo es el hierro y el trigo los que han civilizado a los hombres y perdido al género humano; por eso el uno y el otro eran desconocidos de los salvajes de América que, por dicha razón, siguieron siendo tales; los demás pueblos parecen incluso haber permanecido bárbaros mientras practicaron una de estas artes sin la otra; y una de las mejores razones del por qué Europa ha sido, quizá, si no más temprana, a lo menos más constantemente, mejor organizada que las otras partes del mundo, es porque es a la vez más abundante en hierro y más fértil en trigo.
Es muy difícil conjeturar de qué manera los hombres llegaron a conocer y emplear el hierro, pues no es creíble que hayan imaginado ellos mismos el extraer la materia de la mina y el darle las preparaciones necesarias para ponerla en fusión antes de saber lo que de ello resultaría. Por otra parte, cabe tanto menos atribuir este descubrimiento a algún incendio accidental ya que las minas sólo se forman en los lugares áridos y despoblados de árboles y de plantas, de modo que se diría que la Naturaleza había tomado sus precauciones para disimularnos ese fatal secreto. Sólo queda, por tanto, la circunstancia extraordinaria de que algún volcán al vomitar las materias metálicas en fusión hubiera dado a los observadores la idea de imitar esa operación de la Naturaleza, pero aún es preciso presuponerles mucho coraje y previsión para acometer un trabajo tan penoso y enjuiciar desde tan lejos las ventajas que podrían sacar de él, lo cual no conviene mucho sino a unos espíritus más desarrollados ya de cuanto éstos lo pudieran estar.
En cuanto a la agricultura, el principio se conoció mucho antes de que su práctica se estableciera y es bastante difícil que unos hombres ocupados incesantemente en sacar su subsistencia de los árboles y de las plantas no tuviesen lo suficientemente pronto una idea de los medios que la Naturaleza emplea para la generación de los vegetales, pero su industria probablemente no se orientaría sino hasta muy tarde hacia ese lado, bien porque los árboles que con la caza y la pesca proveían a su alimento no necesitaban de sus cuidados, bien por no conocer el uso del trigo, bien por falta de instrumentos para cultivarlo, bien por falta de previsión por las necesidades futuras o bien finalmente por falta de medios para impedir que los demás se apropiaran el fruto de su trabajo. Al volverse más industrioso, cabe creer que con piedras agudas y unos palos puntales empezaron por cultivar algunas verduras o raíces alrededor de sus chozas mucho antes de saber preparar el trigo y de poseer los aperos indispensables para el cultivo en gran escala, sin hablar del hecho de que para acometer esa labor y sembrar las tierras, hay que resolverse a perder primeramente alguna cosa para ganar mucho después, precaución que mucho distaba de la mente del hombre salvaje que, como ya lo he dicho, a duras penas piensa por la mañana en sus necesidades de por la tarde.
La invención de las demás artes fue pues necesaria para obligar al género humano a aplicarse a la de la agricultura. Tan pronto como se necesitaron hombres para fundir y forjar el hierro, hicieron falta otros hombres para alimentar a los primeros. […]
Del cultivo de las tierras resultó necesariamente su reparto y de la propiedad una vez reconocida, las primeras reglas de la justicia: pues para darle a cada cual lo suyo es preciso que cada cual pueda tener alguna cosa; además dado que los hombres empezaban a otear el futuro y viéndose todos con algunos bienes que perder, no había ninguno que no tuviese que temer para sí mismo la represalia de los daños que le podía inferir al prójimo. […] Es el trabajo lo único que, al otorgarle al cultivador el derecho sobre el producto de la tierra que ha labrado, le otorga, por consiguiente, el derecho a ésta, por lo menos hasta la cosecha, y así año tras año, lo cual, al suponer una posesión continua, se transforma fácilmente en propiedad. Cuando los Antiguos -dice Grotio- le aplicaron a Ceres el epíteto de legisladora, y a una fiesta celebrada en su honor el nombre de Tesmoforias, dieron a entender con ello que el reparto de las tierras dio lugar al surgimiento de una nueva especie de derecho. Es decir, un derecho de propiedad diferente del que resulta de la Ley Natural.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Península, 1981, en traducción de Melitón Bustamante Ortiz. ISBN: 84-297-0834-0.]
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