martes, 17 de diciembre de 2019

Discurso del método.- René Descartes (1596-1650)

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Segunda parte: Principales reglas del método

«Pero, como hombre que anda solo y en las tinieblas, me resolví a caminar tan lentamente y a usar de tanta circunspección en todas las cosas, que aunque sólo avanzase muy poco, por lo menos me preservase de caer. Ni siquiera quise comenzar a rechazar completamente ninguna de las opiniones que se hubiesen podido deslizar antaño en mis creencias por otras vías que las de la razón, sin antes haber dedicado bastante tiempo a formar el proyecto de la obra que iba a emprender y a buscar el verdadero método para llegar al conocimiento de todas las cosas de que mi mente fuese capaz.  
 Siendo más joven, había estudiado yo un poco, entre las partes de la filosofía, la lógica, y entre las matemáticas, el análisis de los geómetras y el álgebra, tres artes o ciencias que, al parecer, debían contribuir en algo a mi propósito. Pero, al examinarlas advertí que, por lo que respecta a la lógica, sus silogismos y la mayor parte de sus restantes instrucciones sirven más bien para explicar a otro las cosas que se saben, o incluso, como el arte de Lulio, para hablar sin juicio de las que se ignoran, que para aprenderlas; y, aunque ella contiene, en efecto, muchos preceptos verdaderos y buenos, hay, no obstante, mezclados con ellos tantos otros nocivos o superfluos, que es casi tan difícil separarlos de aquéllos como sacar una Diana o una Minerva de un bloque de mármol que no esté todavía abocetado. En cuanto al análisis de los antiguos y al álgebra de los modernos, además de que sólo abarcan materias muy abstractas y que no parecen de ningún uso, la primera se restringe siempre tanto a la consideración de las figuras, que no puede ejercitar el entendimiento sin fatigar mucho la imaginación; y en la última está uno siempre tan sujeto a ciertas reglas y a ciertas cifras, que se ha hecho de ella un arte confuso y oscuro que embaraza la mente, en lugar de una ciencia que la cultive. Lo cual fue causa de que yo pensase que era menester buscar algún otro método que, comprendiendo las ventajas de estos tres, estuviera exento de sus defectos. Y, así como la muchedumbre de las leyes proporciona con frecuencia excusa para los vicios, de suerte que un Estado está mucho mejor regulado cuando, teniendo sólo unas pocas, son observadas muy estrechamente; de la misma manera, en lugar de ese gran número de preceptos de que la lógica está compuesta, creí yo que tendría bastante con los cuatro siguientes, con tal de que tomase la firme y constante resolución de no dejar de observarlos ni una sola vez.
 Era el primero, no aceptar nunca cosa alguna como verdadera que no la conociese evidentemente como tal, es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención y no admitir en mis juicios nada más que lo que se presentase a mi espíritu tan clara y distintamente, que no tuviese ocasión alguna de ponerlo en duda.
 El segundo, dividir cada una de las dificultades que examinase en tantas partes como fuera posible y como se requiriese para su mejor resolución.
 El tercero, conducir ordenadamente mis pensamientos, comenzando por los objetos más simples y fáciles de conocer para ascender poco a poco, como por grados, hasta el conocimiento de los más complejos, suponiendo, incluso, un orden entre los que no se preceden naturalmente.
 Y el último, hacer en todas partes enumeraciones tan completas y revistas tan generales que estuviese seguro de no omitir nada.
 Esas largas cadenas de razones tan simples y fáciles de que los geómetras acostumbran a servirse para llegar a sus más difíciles demostraciones, me habían dado ocasión de imaginarme que todas las cosas que pueden caer bajo el conocimiento de los hombres se siguen unas a otras de la misma manera, y que sólo con abstenerse de recibir como verdadera ninguna que no lo sea, y con guardar siempre el orden que es menester para deducirlas unas de otras, no puede haber ninguna tan alejada que finalmente no se alcance, ni tan culta que no se descubra. […]
 Pero lo que más me contentaba de este método era que con él estaba seguro de usar de mi razón en todo, si no perfectamente, al menos lo mejor que estuviese en mi poder; además de que, al practicarlo, sentía que mi mente se acostumbraba poco a poco a concebir más clara y distintamente sus objetos; y, no habiéndolo limitado a ninguna materia en particular, me prometía aplicarlo a las dificultades de las demás ciencias […]
 Pero, habiendo advertido que los principios de todas las ciencias debían ser tomados de la filosofía, en la que no se encontraba todavía ninguno seguro, pensé que, ante todo, era menester que tratase de establecerlos en ella; y, siendo ésta la cosa más importante del mundo y aquella en que eran más de temer la precipitación y la prevención, creí que no debía intentar llevarla a cabo hasta que no hubiese alcanzado una edad mucho más madura que la de veintitrés años, que entonces tenía, y hasta que no hubiese empleado mucho tiempo en prepararme para ello, tanto desarraigando de mi espíritu todas las malas opiniones que había recibido anteriormente, como haciendo acopio de experiencias diversas, que suministrasen después la materia para mis razonamientos, y siempre sin dejar de ejercitarme en el método que me había prescrito, con objeto de afirmarme en él cada vez más.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1983, en traducción de Antonio Rodríguez Huéscar. ISBN: 84-7530-371-4.]

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