sábado, 28 de diciembre de 2019

Cuentos.- Gilbert Keith Chesterton (1874-1936)

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La cruz azul

 «Valentin se detuvo, fumando, frente a los visillos listados y se quedó un rato contemplándolos.
 Lo más increíble de los milagros está en que acontezcan. A veces se juntan las nubes del cielo para figurar el extraño contorno de un ojo humano; a veces, en el fondo de un pasaje equívoco, un árbol asume la elaborada figura de un signo de interrogación. Yo mismo he visto estas cosas hace pocos días. Nelson muere en el instante de la victoria y un hombre llamado Williams da la casualidad de que asesina un día a otro llamado Williamson: ¡una especie de infanticidio! En suma, la vida posee el cierto elemento de coincidencia fantástica, que la gente, acostumbrada a contar sólo con los prosaico, nunca percibe. Como lo expresa muy bien la paradoja de Poe, la prudencia debiera contar siempre con lo imprevisto.
 Arístides Valentin era profundamente francés y la inteligencia francesa es, especial y únicamente, inteligencia. Valentin no era "máquina pensante" -insensata frase, hija del fatalismo y el materialismo modernos-. La máquina es solamente máquina por cuanto no puede pensar. Pero él era un hombre pensante y, al mismo tiempo, un hombre claro. Todos sus éxitos, tan admirables que parecían cosa de magia, se debían a la lógica, a esa ideación francesa clara y llena de buen sentido. Los franceses electrizan al mundo, no lanzando una paradoja, sino realizando una evidencia. Y la realizan al extremo que puede verse con la Revolución francesa. Pero, por lo mismo que Valentin entendía el uso de la razón, palpaba sus limitaciones. Sólo el ignorante en motorismo puede hablar de motores sin petróleo; sólo el ignorante en cosas de la razón puede creer que se razone sin sólidos e indisputables primeros principios. Y en el caso no había sólidos primeros principios. A Flambeau le habían perdido la pista en Harwich y, si estaba en Londres, podría encontrárselo en toda la escala que va desde un gigantesco trampista, que recorre los arrabales de Wimblendon, hasta un gigantesco toastmaster en algún banquete del "Hotel Métropole". Cuando sólo contaba con noticias tan vagas, Valentin solía tomar un camino y un método que le eran propios.
 En casos como éste, Valentin se fiaba de lo imprevisto. En casos como éste, cuando no era posible seguir un proceso racional, seguía, fría y cuidadosamente, el proceso de lo irracional. En vez de ir  a los lugares más indicados -Bancos, puestos de Policía, sitios de reunión-, Valentin asistía sistemáticamente a los menos indicados: llamaba a las casas vacías, se metía por las calles cerradas, recorría todas las callejas bloqueadas de escombros, se dejaba ir por todas las transversales que lo alejaran inútilmente de las arterias céntricas. Y defendía muy lógicamente este procedimiento absurdo. Decía que, a tener alguna vislumbre, nada hubiera sido peor que aquello; pero, a falta de toda noticia, aquello era lo mejor, porque había al menos probabilidades de que la misma extravagancia que había llamado la atención del perseguidor hubiera impresionado antes al perseguido. El hombre tiene que empezar sus investigaciones por algún sitio y lo mejor era empezar donde otro hombre pudo detenerse. El aspecto de aquella escalinata, la misma quietud y curiosidad del restaurante, todo aquello conmovió la romántica imaginación del policía y le sugirió la idea de probar fortuna. Subió las gradas y, sentándose en una mesa junto a la ventana, pidió una taza de café solo.
 Aún no había almorzado. Sobre la mesa, las ligeras angarillas que habían servido para otro desayuno le recordaron su apetito; pidió, además, un huevo escalfado y procedió, pensativo, a endulzar su café, sin olvidar un punto a Flambeau. Pensaba cómo Flambeau había escapado en una ocasión gracias a un incendio; otra vez, con pretexto de pagar por una carta falta de franqueo y otra, poniendo a unos a ver por el telescopio un cometa que iba a destruir el mundo. Y Valentin se decía -con razón- que su cerebro de detective y el del criminal eran igualmente poderosos. Pero también se daba cuenta de su propia desventaja: "El criminal -pensaba sonriendo- es sólo el crítico." Y levantó lentamente su taza de café hasta los labios..., pero la separó al instante: le había puesto sal en vez de azúcar.
 Examinó el objeto en que le habían servido la sal; era un azucarero, tan inequívocamente destinado al azúcar como lo está la botella de champaña para el champaña. No entendía cómo habían podido servirle sal. Buscó por allí algún azucarero ortodoxo...; sí, allí había dos saleros llenos. Tal vez reservaban alguna sorpresa. Probó el contenido de los saleros, era azúcar. Entonces extendió la vista en derredor con aire de interés, buscando algunas huellas de aquel singular gusto artístico que llevaba a poner el azúcar en los saleros y la sal en los azucareros. Salvo un manchón de líquido oscuro, derramado sobre una de las paredes, empapeladas de blanco, todo lo demás aparecía limpio, agradable, normal. Llamó al timbre. Cuando el camarero acudió presuroso, despeinado y algo torpe todavía a aquella hora de la mañana, el detective -que no carecía de gusto por las bromas sencillas- le pidió que probara el azúcar y dijera si aquello estaba a la altura de la reputación de la casa. El resultado fue que el camarero bostezó y acabó de despertarse.
 -¿Y todas las mañanas gastan ustedes a sus clientes estas bromitas? -preguntó Valentin-. ¿No les resulta nunca cansada la bromita de trocar la sal y el azúcar?
 El camarero, cuando acabó de entender la ironía, le aseguró tartamudeante que no era tal la intención del establecimiento, que aquello era una equivocación inexplicable. Tomó el azucarero y lo contempló y lo mismo hizo con el salero, manifestando un creciente asombro.»
   
    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1987. ISBN: 84-85471-18-0.]


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