Segunda parte
II
«No se puede a la vez ser sincero y parecerlo.
Volví a ver con algo más de gusto a las gentes de mi grupo, arqueólogos y filólogos, pero no encontré al conversar con ellos un placer mayor ni más emoción que si hojeara buenos diccionarios históricos. Al comienzo pude esperar una comprensión algo más directa de la vida por parte de algunos novelistas y poetas; pero si poseían esa comprensión, preciso es confesar que no la mostraban jamás; me pareció que la mayor parte no vivía, contentándose con parecer vivir; por un poco, hubieran considerado la vida como un molesto impedimento para escribir. No podía echarles culpa alguna; y no afirmo que el error no viniera de mí... Por otra parte, ¿qué entendía yo por vivir? Precisamente eso era lo que quería que me enseñaran... Unos y otros hablaban hábilmente de los diversos acontecimientos de la vida, pero jamás de aquello que los motiva.
En cuanto a algunos filósofos, cuya función hubiera sido la de informarme, sabía yo desde hacía tiempo lo que me era dado esperar; matemáticos o neocriticistas, se mantenían lo más lejos posible de la turbadora realidad y no se ocupaban más que el algebrista de la existencia de las cantidades que medían.
De vuelta junto a Marcelina, no le ocultaba en nada el hastío que estas relaciones me causaban.
-Son tan parecidos entre ellos -le decía-. Todos se repiten. Cuando hablo con uno, me parece que lo hago con varios más.
-Pero, amigo mío -respondió Marcelina-, no puedes pedir a cada uno que se diferencie de todos los restantes.
-Cuanto más se parecen entre ellos, más difieren de mí.
Y agregaba, luego, tristemente:
-Ninguno ha sabido estar enfermo. Viven, tienen el aire de vivir y de no saber que viven. Yo mismo, desde que estoy junto a ellos, no vivo más. Al igual que otros, ¿qué he hecho en este día de hoy? Debí dejarte a las nueve; apenas sí antes de salir tuve tiempo de leer un poco; es el único momento bueno del día. Tu hermano me esperaba en casa del notario y después ya no me ha soltado -he tenido que ir con él a ver al tapicero, me ha fastidiado en casa del ebanista y apenas sí pude dejarlo en lo de Gastón. Almorcé en su barrio con Felipe, me encontré luego con Luis que me esperaba en el café; asistimos juntos al absurdo curso de Teodoro, a quien felicité a la salida; para rehusar su invitación del domingo tuve que acompañarlo a casa de Arturo; luego ir con Arturo a ver una exposición de acuarelas; dejar mi tarjeta en casa de Albertina y de Julia... Vuelvo extenuado, y te encuentro tan fatigada como yo, después de recibir a Adelina, Marta, Juana, Sofía... Y cuando por la noche, ahora mismo, repaso todas esas ocupaciones del día, siento tan vana mi jornada, me parece tan vacía, que quisiera atraparla al vuelo, recomenzarla hora tras hora, y estoy triste hasta las lágrimas.
Y con todo, no hubiera sido yo capaz de decir ni lo que entendía por vivir, ni si el gusto adquirido por una vida más espaciosa y ventilada, menos sometida y menos atenta al prójimo, era el muy sencillo secreto de mi incomodidad; aquel secreto me parecía mucho más misterioso; un secreto de resucitado -pensaba-, puesto que me sentía un extraño entre los demás, como alguien que vuelve de entre los muertos. En un comienzo no sentí más que una harto dolorosa turbación, pero bien pronto un sentimiento muy nuevo se abrió paso a la luz. No había experimentado orgullo alguno, os lo afirmo, cuando la publicación de trabajos que me valieran tantos elogios. ¿Era orgullo el que sentía ahora? Tal vez, pero al menos ningún matiz de vanidad se mezclaba con él. Por primera vez tenía conciencia de mi propio valer; lo que me separaba, me distinguía de los demás, eso era lo importante; lo que nadie decía ni podía decir de mí, era mi deber decirlo.
Mi curso principió poco después; como el tema me arrastraba, llené mi primera clase con toda mi nueva pasión. A propósito de la extrema civilización latina, pinté la cultura artística, creciendo a flor de pueblo, a la manera de una secreción que en principio indica plétora, sobreabundancia de salud, mas luego se fija, se endurece, se opone a todo contacto perfecto del espíritu con la naturaleza y oculta, bajo la persistente apariencia de la vida, la disminución de la vida, forma una envoltura donde el espíritu oprimido languidece, se marchita y muere. En fin, llevando a su culminación mi pensamiento, exponía yo la Cultura, nacida de la vida, matando la vida.
Algunos historiadores criticaron esa tendencia, decían, a las generalizaciones demasiado precipitadas. Otros criticaron mi método; y aquellos que vinieron a felicitarme fueron los que menos me habían comprendido.
A la salida de mi curso volví a ver por primera vez a Menalcas. Nunca lo había frecuentado mucho, y poco tiempo antes de mi matrimonio partió él a una de esas exploraciones lejanas que a veces nos privaban de su presencia por más de un año. En otro tiempo no me era agradable; parecía orgulloso y no se interesaba por mi vida. Me quedé, pues, asombrado al verlo en mi primera lección. Su misma insolencia, que antes me alejaba de él, me gustó ahora y su sonrisa me pareció aún más encantadora por lo mismo que la sabía muy poco frecuente. Hacía poco que un absurdo, vergonzoso proceso lleno de escándalo había dado a los diarios una cómoda ocasión para infamarlo; aquellos a quienes su desdén y su superioridad herían, aprovecharon el pretexto para vengarse; y lo que más los irritaba era que él no parecía en nada afectado.
-Es preciso dejar que los demás tengan razón -respondía a los insultos-, pues eso los consuela de no tener otra cosa.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Argos Vergara, 1981, en traducción de Julio Cortázar. ISBN: 84-7017-999-3.]
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