Carta primera
20 de noviembre de 1823
«Al fin la Junta Central, después de muchos debates y de maduras deliberaciones, dio su célebre decreto de 22 de mayo de 1809, por el cual se comprometió a convocar las Cortes y señaló los objetos de utilidad pública que llevaba consigo esta gran resolución. Estos objetos abarcaban todos los ramos de la administración pública, como sujetos de necesidad a las reformas que se preparaban. De manera que, sentando como bases inamovibles del edificio social la monarquía hereditaria en Fernando VII y su familia, y la religión católica como la religión del Estado, todo lo demás debería recibir las variaciones que se tuviesen por convenientes para bien general de la nación. Hacienda, ejército, marina, tribunales, códigos, instrucción pública, nada quedó por señalar, y a todo debía extenderse el dedo reparador que lo había de conseguir. Es muy de notar aquí que este decreto en su parte reformadora parecía tomado a la letra del voto que dio en la materia el bailío D. Antonio Valdés. Vos, Milord, que conocisteis a este dignísimo sujeto, vos sabéis cuánta era su capacidad como hombre público, cuál la nobleza y elevación de su carácter, cuál la dignidad y estoy por decir la altura desdeñosa de sus palabras y de sus modales; y vos mejor que nadie sabréis discernir el valor que debía tener la opinión de un hombre como aquél y cuán lejos estaba de los motivos, o viles o insensatos, que se suponen en un alborotador populachero.
A este voto debería yo unir el de nuestro insigne amigo el inmortal Jovellanos. Pero en sus escritos, que corren por todo el mundo y que vivirán cuanto vivan la lengua castellana y la virtud, se halla consignada la misma opinión con tales caracteres, que parece superfluo referirlos, y sacarlos de allí sería sin duda alguna debilitarlos.
En suma, Milord, no había hombre ilustrado y sensato en España que no estuviese por esta restauración; y vos sabéis harto mejor que yo cuánto era deseada también por todos los políticos extraños que se interesaban en nuestras cosas. Hasta la diplomacia, tan intratable después con todos nuestros conatos por la libertad, se les mostraba entonces benigna y favorable, y hubo nota pasada a la Junta Central en que se la amagaba con el disgusto del pueblo inglés si no se apresuraba a mostrar a los españoles, en las franquezas políticas y civiles que debían disfrutar en adelante, el premio a que eran acreedores por su prodigiosa constancia y sus esfuerzos.
Yo hablo aquí de la cosa en general, y no del modo de hacerla; en esto se ha variado mucho después por los mismos que al principio concurrían unánimes en la necesidad de aplicar la mano a tales innovaciones. Mas de estas diferencias y de sus causas, hablaremos más adelante: basta a mi propósito sentar, con las indicaciones que llevo hechas, que la opinión española y la opinión europea convenían entonces en la idea de nuestra reforma política; que a la sazón no se dudó de la oportunidad y mucho menos del derecho que los españoles teníamos para afianzar la monarquía sobre bases constitucionales; y, por consiguiente, que ese aire de imprudencia y de desconcierto que se aparenta dar al partido liberal español es un insulto gratuito de la iniquidad triunfante, y no el fallo severo e imparcial de la justicia.
Asimos, pues, denodadamente la ocasión que nos presentaba la fortuna. Las Cortes fueron convocadas, sus diputados se reunieron, y al año y medio de su instalación se publicó y promulgó la Constitución del año 12. No es de mi propósito ahora el examen filosófico de esta obra legislativa. Lo han hecho ya tantos, y principalmente para abultar y acriminar sus defectos, que sería ocioso entrar en una discusión al parecer agotada y, tal vez, interminable. Defectuosa o no, la Constitución española no es para mí en este lugar más que una cuestión de hecho. De mil diferentes combinaciones que las Cortes pudieron adoptar para dar una forma constitucional al Estado, ésta fue al cabo la que resultó de sus debates y públicas deliberaciones. Pudo ser mejor, pudo también ser peor; pero ésta es la que se hizo, porque alguna había de hacerse; y emanada del cuerpo legislativo, aceptada y jurada por nosotros sin oposición ni repugnancia, podrá, si se quiere, tener menos perfección, pero no menos fuerza y autoridad. La Europa la recibió, no sólo sin escándalo y sin ofensa, pero en muchas partes con aprobación y con aplauso. Los españoles no han olvidado todavía que el príncipe que ahora se le muestra más adverso la reconoció expresamente al tratar con el gobierno que había a la sazón en España. En fin, el orden que ella establecía era el que se iba planteando sin oposición alguna en las provincias, al paso que arrojaba de ellas a los franceses, y el mismo que regía tranquilamente el Estado cuando la guerra acabó. […]
No es de decir por eso que desconocimos nunca las dificultades que el sistema constitucional debía tener para hacerse lugar en el ánimo de muchos españoles. La máxima antigua de que ninguna ley es bastante cómoda a todos tiene su principal aplicación a los estatutos políticos. Mientras más grandes sean los abusos que se intentan corregir, mientras más tiempo hayan durado, más grande es el disgusto, mayor la contradicción. En España al principio, cuando todos se contaban presa de Napoleón, y veían abierta delante de sus pies la horrenda sima a que les había conducido el desenfreno del poder arbitrario, tronaban contra él y clamaban por remedio. Mas este celo se resfrió mucho luego que, desvanecido el peligro, se entró en la necesidad de sacrificar a la cosa pública las prerrogativas que cada clase disfrutaba. Ni el clero, que en cualquier orden liberal de cosas ve disminuirse su influjo y sus riquezas, ni los magistrados, que sentían desvanecerse la intervención que han afectado siempre todos los negocios de gobierno y administración; ni los militares, que miraban como exclusivamente suyo el mando político de las provincias; ni los grandes, que iban a perder los privilegios que aún les duraban de la antigua aristocracia; ni los regulares, en fin, a quienes por necesidad se acortaría la ración y se disminuían sus guaridas; ninguna de estas clases, repito, podía acomodarse gustosa a las nuevas leyes y no podía racionalmente presumirse que dejaran de asestar todos los medios físicos y morales que les proporcionaban su influjo poderoso en la opinión y sus inmensos recursos.
Pero estos esfuerzos hubieran sido en balde sin la concurrencia de la autoridad suprema. La tendencia de la parte más ilustrada de los españoles hacia la reforma, y la costumbre de obedecer que tiene entre nosotros la masa general del pueblo, hubieran, ayudadas del Gobierno, acabado el descontento y sostenido las leyes. La venida del Rey rompió el equilibrio, y la balanza se inclinó toda a favor de los enemigos de la libertad.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Alfar, 2010, en edición de Manuel Moreno Alonso. ISBN: 978-84-7898-363-6.]
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