IV.-Los demagogos atenienses
«La distinción para ellos crucial es la que se establece entre el hombre que se entrega a la gestión pública con el único fin de servir bien al Estado, y quien, guiado por su interés egoísta, hace de éste su meta y, para cumplir sus dictados, se sirve de la adulación ante el pueblo. El primero puede cometer errores y adoptar una línea política errada en una determinada situación; el segundo podrá en ocasiones formular propuestas acertadas, como cuando Alcibíades disuadió a los marinos de la flota surta en Samos de que abandonaran aquella posición naval, regresando apresuradamente a Atenas en el 411 a.C. para derrocar a los oligarcas que allí se habían alzado con el poder: a esta acción Tucídides le brinda su aprobación expresa. Mas estos no son distingos fundamentales. Tampoco lo son los restantes rasgos que se les atribuye a los demagogos: la costumbre de Cleón de gritar cuando se dirigía a la Asamblea, la falta de integridad personal en asuntos económicos y demás. Tales puntos únicamente realzan la imagen. De Aristófanes a Aristóteles, el ataque a los demagogos siempre se centra en una cuestión central: ¿en interés de quién ejercen su misión como estadistas?
Tras esta formulación del interrogante se ocultan tres proposiciones. La primera es que los hombres no son iguales: ni en su valía moral, ni en sus capacidades ni en su status social y económico. La segunda es que todas las comunidades tienden a dividirse en facciones; de éstas las más fundamentales son, por un lado, la de los ricos y gentes de alcurnia, por otro, la de los pobres -y cada una de ellas tendrá sus potencialidades, cualidades e intereses propios. La tercera proposición es que el Estado bien ordenado y bien gobernado es aquel que supera a las facciones y sirve como instrumento de la vida recta de sus ciudadanos.
La facción constituye el más acerbo mal y el más acostumbrado peligro de una comunidad. Mas la voz "facción" es tan sólo una convencional traducción inglesa [faction] del término griego stasis, una de las más notables palabras que podamos hallar en cualquier lengua. Su radical es la de "situación", "posición", "colocación", "estado". Su abanico de significados políticos puede ilustrarse de la mejor de las maneras mediante una mera tabulación de las definiciones que encontramos en el diccionario: "partido", "partido formado con fines sediciosos", "facción", "sedición", "discordia", "división", "desacuerdo" y, en fin, un significado bien atestiguado que incomprensiblemente no figura en nuestro léxico, a saber, "guerra civil" o "revolución". Al contrario de lo que acontece con la voz "demagogo", stasis es palabra muy usada en la literatura y sus connotaciones son, por lo regular, peyorativas. También es de extrañar que éste sea el más arrinconado concepto en los modernos estudios de historia helena. En mi opinión, no se ha observado lo bastante frecuentemente o, de hacerlo, no con la debida pregnancia, que por necesidad debe de significar algo el hecho de que una palabra que posee el sentido originario de "situación" o "posición" y que, en abstracta lógica, podría haber comportado un sentido asimismo neutro al utilizarse en un contexto político, no lo hiciera en la práctica, sino que, antes bien, se revistiera de los más negativos matices. Una posición política, una posición partidista -tal es la inescapable implicación- constituye de por sí algo funesto, algo que conduce a la sedición, a la guerra civil, y a la subversión de la fábrica social. Y esta misma tendencia la hallamos reproducida en todo el lenguaje. Después de todo, no existe ninguna norma eterna de acuerdo con la cual "demagogo", o sea "quien conduce al pueblo", tenga por necesidad que significar "quien mal-conduce o descarría al pueblo". O por qué hetairia, vieja palabra griega que, entre otros significados, tenía el de "grupo" o "sociedad" de amigos, pasara en la Atenas del siglo V a significar simultáneamente "conspiración", "organización sediciosa". Sea cual fuere la explicación, lo seguro es que ésta no mora en la filología sino en la misma sociedad helena.
Nadie que haya leído a los autores políticos griegos habrá dejado de advertir la unanimidad de enfoque que a este respecto evidencian. Fueran cuales fueran los desacuerdos existentes entre ellos, todos insisten de consuno en que el Estado debe alzarse por encima de los intereses de clase o de facción. Sus metas y objetivos son morales, intemporales y universales, y sólo pueden lograrse -o, por mejor decir, sólo es posible aproximarse o acercarse a ellos- por medio de la formación del ciudadano, de la conducta moral (sobre todo por parte de los que detentan la autoridad), de la legislación adecuada y de la elección de los gobernantes legítimos. De cierto que no se niega, en cuanto hecho empírico, la existencia de clases e intereses. Lo que sí se niega es que la elección de las metas políticas pueda estar legítimamente vinculada a tales clases y tales intereses, o que el bien del Estado pueda conseguirse de otra forma que no sea mediante la marginación, cuando no la supresión, de los intereses privados.
Fue Platón, ciertamente, quien llevó esta línea de argumentaciones a sus soluciones más radicales. Ya en el Gorgias había argüido que ni siquiera las grandes figuras políticas atenienses del pretérito -Milcíades, Temístocles, Cimón y Pericles- eran auténticos estadistas. Lo único que habían hecho era ser más complacientes que sus sucesores a la hora de gratificar los deseos del demos con barcos, murallas y astilleros. Fracasaron a la hora de hacer de los ciudadanos hombres moralmente mejores, y llamarlos "estadistas" significa, por ende, confundir al pastelero con el médico. Más tarde, en la República, Platón expuso su propuesta de concentrar todo el poder en las manos de una pequeña y selecta clase, apropiadamente instruida. Ésta habría de verse libre, en virtud de las más radicales medidas, de todo tipo de interés específico con la abolición, por lo que a ellos respectaba, tanto de la propiedad privada como del orden familiar. Tan sólo en tales condiciones, podrían éstos comportarse como perfectos agentes morales, rectores del Estado hacia los fines a éste propios sin que ningún interés egoísta empañara su empresa.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Ariel, 1980, en traducción de Antonio Pérez-Ramos. ISBN: 84-344-0804-X.]
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