Tomo II
Parte sexta: La Europa occidental
«Al observador externo la prisión le parece casi muda; pero, en realidad, la vida se desarrolla allí con tanta intensidad como en cualquier población de sus dimensiones. A media voz, al oído, por medio de palabras sueltas deslizadas a la carrera y en una tira de papel, toda noticia de algún interés recorría inmediatamente el penal. Nada puede ocurrir entre los presos mismos o en la puerta del edificio destinada a los empleados, o en la aldea que da nombre al establecimiento, o en el dilatado mundo de la política parisiense, que no se comunique en el acto por todos los dormitorios, talleres y celdas. Los franceses son demasiado comunicativos para permitir que su telégrafo subterráneo pueda estar inactivo.
No teníamos contacto con los otros presos y, sin embargo, sabíamos todas las noticias del día: "Juan el jardinero, vuelve con dos años. La mujer de tal capataz ha tenido una gran pelotera con la del vigilante Fulano. Diego, el que está en el calabozo, ha sido sorprendido escribiendo una carta a Juan, el del taller de marcos. El animal de Fulano ya no es ministro de Justicia; ha caído el ministerio", y otras cosas por el estilo; y cuando se dice que "Perico ha cambiado dos camisetas de franela por dos cajetillas de tabaco", esto da la vuelta a la prisión en un momento.
En una ocasión, un abogadillo que estaba preso, deseaba remitirme una nota, a fin de que suplicara a mi mujer, que vivía en la aldea, que viera de cuando en cuando a la suya, que también se encontraba allí; y fue grande el número de hombres que se interesaron en la transmisión del mensaje, el cual tuvo que pasar por no sé cuántas manos antes de llegar a mí. Cuando en un periódico había algo que nos pudiera interesar, éste llegaba siempre a nuestro poder envolviendo una piedrecita que pasaba sobre el alto muro.
El estar confinado en una celda no es obstáculo para que haya comunicación. Cuando llegamos a Clairvaux y fuimos primero alojados en el departamento celular, era grande el frío que allí se sentía en invierno; tanto, que apenas podía yo escribir y, cuando mi mujer, que se hallaba entonces en París, recibió mi carta, no reconoció la letra. Se dio orden de que las caldearan todo lo posible, pero no había manera de conseguirlo. Más tarde se supo que todos los tubos destinados a la conducción del aire caliente estaban obstruidos con papeles de todas clases, cortaplumas y una multitud de objetos pequeños que varias generaciones de presos habían ocultado en ellos.
Mi amigo Martín, de quien ya he hablado en otra ocasión, obtuvo permiso para pasar parte de su tiempo en una celda, lo que prefería a vivir en una habitación con doce compañeros. Pero, con gran sorpresa, vio que no estaba completamente solo ni mucho menos; las paredes y los ojos de las cerraduras hablaban; al poco tiempo todos los que se hallaban en ellas sabían quién era él, y pronto se vio relacionado con cuantos moraban en el edificio. Todo un sistema de vida se desenvuelve, como en una colmena, entre las celdas al parecer aisladas; sólo que esa vida toma a menudo tal carácter, que la hace pertenecer por completo al dominio de la psicopatía. El mismo Kraft-Ebbing no tiene idea del aspecto que asume con ciertos presos condenados a vivir en la soledad.
No repetiré aquí lo que he dicho en un libro, En las prisiones rusas y francesas, que publiqué en Inglaterra en 1888, en el cual trataba de la influencia moral de las prisiones sobre los presos. Hay sin embargo una cosa que debe tenerse en cuenta. La población penal se compone de elementos heterogéneos; pero considerando sólo a los que se toma generalmente por "criminales" natos, y de quienes tanto hemos oído hablar últimamente a Lombroso y sus partidarios, lo que más me impresionó respecto a ellos fue que las prisiones, consideradas como remedio contra los actos antisociales, son precisamente las que producen el efecto contrario.
Todos saben que la falta de educación, repugnancia a un trabajo regular, amor extraviado a las aventuras, propensión al juego, falta de energía, una voluntad virgen e indiferencia por la suerte de los demás, son las causas que llevan a esa clase de gente ante los tribunales. Pues bien, vi con asombro durante mi prisión, que esos mismos defectos de la naturaleza humana que la cárcel se propone evitar, son los que ella engendra en sus moradores, y tiene necesidad de hacerlo así, porque es una prisión, y los engendrará mientras viva. El confinamiento en una prisión destruye por necesidad la energía del hombre y aniquila su voluntad; en la vida del preso no hay modo de ejercitar aquélla; el pretenderlo sería seguramente motivo de serios disgustos. La voluntad del que vive en prisión debe matarse y se la mata, quedando menos lugar aún para el ejercicio de las naturales simpatías, haciéndose hasta lo imaginable por evitar todo contacto con aquéllos, ya sean del interior o del exterior, por quienes el preso sienta algún afecto. Física y mentalmente se le hace cada vez menos capaz de un esfuerzo sostenido, y si ya ha sentido repugnancia por un trabajo regular, ésta irá en aumento durante los años de prisión.
Si antes de ingresar por primera vez en la cárcel le molestaba fácilmente todo trabajo monótono que no le era dable hacer con propiedad y sentía repulsión hacia toda ocupación mal retribuida, esos sentimientos se convertirán en odio. Si antes dudaba respecto a la utilidad social de las leyes de moral establecidas, ahora, después de haber lanzado una mirada escrutadora sobre sus defensores oficiales y conocer la opinión e sus compañeros sobre el particular, las abandonará por completo. Y si la causa de su desgracia ha sido un desarrollo morboso del apasionado carácter sensual de su naturaleza, ahora, después de haber pasado un número de años en prisión, este carácter enfermizo se desarrollará aún más, en muchos casos en proporciones aterradoras. En este último concepto -el más peligroso de todos- la educación del presidio es tan eficaz como deplorable.
En Siberia vi qué clase de antros de inmundicia y semillero de ruina moral y física eran las asquerosas cárceles "no reformadas", y ya a la edad de diecinueve años pensé que, si hubiera menos aglomeración en los dormitorios, una clasificación especial en los presos y se les proporcionara a éstos una ocupación agradable, la institución podría sensiblemente mejorarse.
Hoy tengo que desechar semejantes ilusiones; he podido convencerme a mí mismo de que, en cuanto a sus efectos sobre el preso y sus resultados para la sociedad en general, las mejores prisiones "reformadas" -sean o no celulares- son tan malas, o aún peores, que las sucias cárceles antiguas. Ellas no mejoran al preso; por el contrario, en la inmensa y abrumadora mayoría de casos, ejercen sobre ellos los efectos más lamentables. El ladrón, el estafador y el granuja que han pasado algunos años en un penal, salen de él más dispuestos que nunca para continuar por el mismo camino, hallándose mejor preparados para ello, habiendo aprendido a hacerlo mejor, estando más enconados contra la sociedad y, encontrando una justificación más sólida de su rebeldía contra sus leyes y costumbres, razón por la cual tienen, necesaria e inevitablemente, que caer cada vez más hondo en la sima de los actos antisociales que por primera vez les llevaron a los jueces.
Lo que el individuo haya de hacer después de cumplido, habrá de ser, forzosamente, mayor que lo antes realizado, viéndose condenado a terminar su vida en una prisión o en una colonia de trabajos forzados. En el libro a que antes he hecho referencia, digo que las prisiones son "universidades del crimen, mantenidas por el Estado". Y ahora, pensando sobre el particular, después de quince años, no puedo por menos que ratificarme en lo que entonces afirmé.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Crítica, 2009, en traducción de Fermín Salvoechea. ISBN: 978-84-9892-017-8.]
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