sábado, 7 de diciembre de 2019

Escenas de la España romántica (tomadas de Mis memorias íntimas).- Fernando Fernández de Córdova (1809-1883)

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La vida de la corte hacia 1825

«En la capital, la juventud, más favorecida y afortunada, tenía diariamente grandes fiestas a que concurrir y no se pasaba día de la semana sin algún gran baile o reunión, que hacían de Madrid la corte más alegre y divertida de Europa. Todos los domingos recibía la duquesa de Osuna, condesa de Benavente, a la sociedad más selecta y escogida. Su base era el cuerpo diplomático extranjero y su propia y numerosa familia, en la cual parecía que, como por especial privilegio de la naturaleza, las mujeres eran las más hermosas de la corte. En sus salones se oyó por primera vez el dictado de pollos, aplicado a los jóvenes de la aristocracia que formaban en el rango de esa dichosa edad en el que el hombre es hombre sin haber dejado de ser niño. El mote lo creó uno de los caballeros de más ameno trato que jamás ha tenido la sociedad española, y al que no puedo dejar de tributarle unos renglones de recuerdo, porque fue de mis íntimos amigos y el más gallardo carácter de nuestra época; refiérome al inolvidable marqués de Santiago. Habíanse reunido cierto día, en efecto, en uno de los salones del palacio de la Puerta de la Vega gran número de aquellos aristócratas mozalbetes y hablaban todos con tanta algazara de descompuesto bullicio, inveterado hábito de las tertulias españolas, que Santiago, allí próximo, en alta voz los gritó: ¡Callen los pollos!".
 El apóstrofe fue afortunado e hizo fortuna: desde entonces la palabra llevó una acepción nueva al Diccionario de la Academia, pues ninguna otra puede describir más gráficamente el sentido que expresa. […]
 Pero vuelvo a mi relato de las fiestas a que todas las semanas asistíamos, y del que me he separado para recordar uno de mis más queridos amigos de la juventud. Los lunes se bailaba y se jugaba al monte en casa de Montoya, en cuya sociedad divertíanse mucho los concurrentes, por la franqueza del trato de la casa que, unida al buen tono, hacían de ella el rendez-vous de los que no frecuentaban los privilegiados salones de los grandes y del cuerpo diplomático. Los martes monsieur d'Ouvril, embajador de Rusia, que vivía en el palacio que hoy tiene sin habitar en la calle de Alcalá el marqués de Casa Riera, invitaba también a la sociedad madrileña, y en sus vastos estrados ejecutábanse los más celebrados cotillones, que tanto se han perfeccionado en animación y lujo de figuras por la sociedad moderna. Entre contradanzas y valses, la juventud varonil acudía como a una cátedra a la mesa, sobre cuyo tapete, de riguroso color verde, enseñaban los viejos diplomáticos el ya hoy generalizado y casi olvidado juego del écarté, en el cual la suerte me favoreció a veces con muchos luises de oro, en los que tuve el gusto de admirar con privilegiado cariño las efigies de Carlos X y de Luis XVIII. El Embajador de Francia, marqués de Reyneval, tenía señalados los miércoles, asistiendo a su casa, con corta diferencia, la misma sociedad que recibían sus colegas diplomáticos: pero diferenciábase un tanto, por lo rígido de la etiqueta y porque faltaba al conjunto de la fiesta aquel aire de confianza con que los españoles saben armonizar con la alegría el buen tono, tanto más estimable cuanto menos se extreman las exigencias de pura ficción. Con estas recepciones alternaban en los mismos días las del conde de Brunetti, embajador de Austria, hombre de finísima elegancia y trato, como discípulo de Metternich, y que, siendo uno de los diplomáticos más capaces e influyentes que residían en Madrid, no supo, sin embargo, defenderse contra los seductores encantos de una de las bellas hijas del marqués de Camarasa, con quien contrajo feliz matrimonio. Los príncipes de Partana, de la Embajada de Nápoles, habían escogido los jueves para su selecta sociedad.
 Era el príncipe un gran señor de antigua raza española, que tenía todo el carácter y las cualidades de magnificencia de nuestra vieja grandeza, brillando y sobresaliendo en su palacio el esplendor más generoso. Oscurecíale en estas dotes, sin embargo, la princesa su mujer, dama la más elegante y de corazón más espléndido que jamás haya producido aquel suelo de Nápoles, el país de la hermosura y de la gracia por excelencia. Los bailes de los príncipes de Partana sobrepujaban a todos, pues además de la suntuosidad y del lujo que en ellos se desplegaba, tenían los príncipes el don de inspirar a los concurrentes la alegría y la confianza. Nadie se sentía humillado ni inferior al más elevado, en aquella grandeza. Los bailes terminaban con un costumé de grande etiqueta en el vestir, pero de sin igual confianza en el trato. El último, con el que se despidió de la corte de España para restituirse a Nápoles, dejó memoria por muchos años en Madrid. Las señoras llevaban todos sus brillantes y alhajas en sus prendidos y trajes a cual más caprichosos. Recuerdo a la condesa de Cervellón, que apenas podía soportar el peso de los diamantes en su preciosa cabeza y sobre su elegante traje, y a la infanta doña Luisa Carlota, radiante de hermosura y de riquísimas joyas, siendo las únicas que pudieron rivalizar en tal conjunto con la princesa de Partana. Los oficiales de la Guardia, así como otros muchos militares que no pertenecían a ella y que fueron invitados al baile, presentáronse todos con uniforme de corte, como se iba a palacio en los días de besamanos, con calzón corto, media de seda, zapato de hebillas y sombrero tricornio de galón. No hay que decir que este uniforme se prestaba a una inevitable exhibición de pantorrillas, que no intrigaba poco en los cuchicheos de confianza; y recuerdo que siendo yo por aquel tiempo el joven más delgado de la corte, las mías gozaban de cierta conocida celebridad.
 Dos jóvenes estaban en aquella época a la cabeza de la primera sociedad madrileña, y asistieron a aquel memorable baile llamando la atención privilegiada del bello sexo. Era el primero el duque de Osunam, de arrogante figura, de amabilidad extremada y de talento poco común. En aquel baile llevaba con todo lujo y grandeza un traje imitando a Felipe II. El otro era el duque de San Carlos, capitán de granaderos de la Guardia real de caballería, cuyo uniforme de etiqueta vestía.»

     [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Crítica, 2009. ISBN: 978-84-8432-999-2.]

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