Gustav
Capítulo I: ¡Suspendido!
«-No lo comprendo, realmente -repitió suspirando cuando llegó a la rectoría y cerró el paraguas.
-Y a mí me hubiera sorprendido lo contrario -le replicó su mujer-. Gustav no será médico en toda su vida. Debían haberle dejado estudiar música, como yo siempre dije.
-¡Eso no tiene nada que ver! Muchos con menos conocimientos han pasado el examen -respondió celosamente el pastor-. Pronto sabremos lo ocurrido, pues espero que venga de un momento a otro.
-¡Por amor del cielo, Gustav, dime lo que te pasó! -interpeló a su protegido cuando éste llegó una hora después.
-No tengo nada de particular que decirles -fue la lamentable respuesta.
-¿Tomaste apuntes durante el curso?
-Bastantes -respondió Gustav titubeando.
-En papel de música -añadió la señora del pastor, la cual asistía al interrogatorio despóticamente.
-O ¿es que te has fumado las clases, como se dice en el argot estudiantil?
-No muchas veces. Quizá algunos días del invierno, para asistir a algún baile académico. Yo pensé que, siendo los profesores los que los organizaban y los que tanto agradecían que se sacara a bailar el schotis a sus hijas, era imposible que en el examen se lo reprocharan a uno.
-Es decir -observó irónicamente la señora-, que el funicular de Ütli tuvo en ti un buen abonado.
Esta alusión encendió el ánimo del delincuente. De ningún modo quería disculparse, estaba dispuesto a aceptar todas las censuras y recriminaciones que quisieran hacerle. Solamente no podía soportar el contradecirse a sí mismo, pues desde niño le había causado gran antipatía. Su idiosincrasia se revelaba contra esto y lo llamaba simplemente hipocresía. Día a día le habían predicado desde la cátedra y había aprendido en los libros -¡y con qué insistencia!- el postulado fundamental de que el hombre era un "animal aéreo"; que en las viviendas se respiraba "aire viciado" o "aire excremental"; que todo hombre debía estar seis horas diarias, por lo menos, al aire libre. "Mens sana in corpore sano". Que echaran la cuenta el señor párroco y su señora, si les placía: cinco horas de colegio y Anatomía, donde no olía precisamente muy bien; a esto había que añadir dos horas para las tres comidas, pues no podía hacerlo en medio de la calle de la Estación, bajo un paraguas abierto, por negarse a ello las criadas y prohibirlo los guardias. Esto le ocupaba ya siete horas, sin contar las visitas que tenía que hacer o recibir, o las cartas que tenía que escribir, o las estadas en la biblioteca y una multitud de parecidas excrementalidades que no se pueden rehusar. Por eso se había impuesto la obligación de pasar las horas que le restaban en la colina de Ütli, para arrojar de su cuerpo todo el veneno acumulado y continuar siendo un perfecto animal aéreo. De este modo, no había hecho otra cosa que cumplir lo que se le había ordenado, por lo cual era una injusticia que clamaba al cielo el venirle ahora a reprochárselo.
-¡Muy bien! -objetó el párroco-. ¡Echa las culpas a los demás! ¡Ese es el mejor medio para llegar al conocimiento de uno mismo!
-Mejor sería que te refiriera su examen escrito -dijo la señora del párroco, sonriendo burlona y mordaz.
-¿Qué ocurre con el examen escrito? -exigió el párroco angustiado.
Su mujer se encargó de responder.
-Se dice que, desde que el mundo es mundo, ningún tribunal calificador se ha visto en el caso de tener que leer un ejercicio en el que el candidato se burla de los libros de sus examinadores.
-¡Esto faltaba! -exclamó el viejo Rebenach, saltando del asiento.
-Creí -aclaró Gustav con solemne convencimiento- que con esto hacía a los señores una exquisita cortesía suponiendo que estaban por encima de la vulgar susceptibilidad de la vanidad herida.
El párroco ladeó el bonete sobre la oreja izquierda.
-Ahora empiezo a comprender -dijo.
-En cambio -sonrió la señora guiñando un ojo y lanzando rayos con el otro-, todos han reconocido el mérito de la parte artística. Tinta roja, letra gótica, caligrafía, rasgos, iniciales y viñetas; una obra maestra. Todos lo reconocieron unánimemente. Y en cada capítulo un delicioso dibujo a todo color de la efigie de su profesor.
-¡Esto ya es el colmo! -gimió el párroco, dejándose caer desalentado en el sofá-. Vete a casa, Gustav; por hoy ya he sabido bastante. Por cierto que me has resultado un tipo original, ¡sí! Vete, ya juntaremos más tarde los trozos de los platos rotos. ¡Sí, sí! ¡Buena cosa hemos hecho!
-¡Qué diablo de chico! -murmuró apasionado dando un chasquido con la lengua en cuanto Gustav desapareció.
-Entretanto puede dar lecciones de piano a nuestros hijos -opinó sencillamente la señora.
-No está mal pensado. ¡Es una buena idea! Pero antes quiero hablarle a la conciencia, fuera del púlpito, para arrojar de él el vanidoso demonio del orgullo que le posee. Hay que preparar la tierra antes de arrojar la semilla.
Y como el enojo le soliviantara los pensamientos y no era de esperar que el sueño venturoso viniera esta noche, envió a su mujer a la cama y se dedicó a preparar un sermón expiatorio lleno de amargas verdades y sustanciosas sentencias. Pronto logró dar con una idea primorosa, la cual engendraba a cada momento una docena de otras afines y hasta tuvo la fortuna de que los pasajes de la Biblia y los proverbios que mencionaba, se amoldaran tan extraordinariamente a Gustav como si éste hubiera servido de modelo en el momento de su redacción.»
[El texto pertenece a la edición en español de Club Internacional del Libro, 1990. ISBN: 84-7461-144-X.]
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