lunes, 30 de diciembre de 2019

Principios de gobierno y política en la Edad Media.- Walter Ullmann (1910-1983)

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Parte III: El pueblo
2.-Hacia el populismo

«Desde un determinado punto de vista, el surgimiento de numerosas sectas heréticas que se desarrolla a partir del siglo XIII podría ser considerado como una manifestación de populismo, también en este caso, con pleno carácter de oposición. A pesar de que los dogmas proclamados por tales sectas eran por doquier la pobreza apostólica y la prédica ambulante, la importancia que ellas adquirieron no se debió tanto a este hecho como a su carácter de movimientos que llevaban en sí el espíritu de la multitud revolviéndose contra las formas contemporáneas de la Cristiandad. Sus postulados demostraban que desde su punto de vista la jerarquía eclesiástica se había apartado radicalmente de sus deberes y, en consecuencia, había actuado en contradicción con la naturaleza del cristianismo. Al trasladar estas quejas a un plano superior, es claro que la oposición se dirigía entonces contra los portadores del poder gubernamental, a saber, contra los obispos y papas. Se trataba de la rebelión contra la concepción descendente del gobierno que, como consecuencia, desplazó a la aceptación de la autoridad jerárquica poniendo en su lugar el juicio de la misma multitud, debido a que el propio concepto de oposición o rebelión implicaba el derecho a condenar el objeto de ella. En su esencia, los movimientos heréticos atacaban la concepción de la Iglesia en cuanto unión visible, orgánica y jurídica de todos los cristianos, pero eran movimientos que no estaban organizados y que al enfrentarse a la cooperación existente entre el organismo eclesiástico ortodoxo fuertemente organizado y los gobiernos reales, no podían tener los efectos que quizás pudiera haberse esperado de ellos. Lo que interesa recalcar es que en su origen, alcance y fines, tales movimientos eran marcadamente populistas: las reuniones de la multitud en los conventicula, los individuos vagando y rezando por lugares públicos, los ritos de iniciación, son todos aspectos, entre muchos otros, capaces de probar la naturaleza populista del movimiento. Lo importante radica en el carácter de estas sectas en tanto que movimientos que cuentan, por una parte, con un número indefinido de gente, y por otra con unos objetivos definidos. La expansión de las herejías significaba que grandes sectores cada vez más amplios del populus se apartaban de los portadores del poder y que este extrañamiento era consecuencia de la influencia ejercida por los propios miembros del populus. Por tanto, la reacción hostil del papado -y en parte la de los reyes en extremo teocráticos- encuentra su explicación no sólo en los principios invocados, sino también, y quizás en mayor grado, en el carácter populista inherente a estas sectas: tales movimientos, indudablemente, contenían, desde la perspectiva teocrática, gérmenes de vicio e infección. ¿Cómo podría controlarse y manejarse a la multitud? ¿Dónde basaban sus jefes el conferimiento divino de su "oficio"? Apoyándose en la aprobación de la multitud, en su consentimiento y cooperación, las sectas heréticas constituían -independientemente del aspecto dogmático- un foco canceroso dentro de la respublica christiana. Por ello se comprende perfectamente la cooperación inmediata que se llevó a cabo entre papas, emperadores y numerosos reyes con el fin de exterminar tales sectas.
 Pero, por el contrario, el surgimiento de los frailes era el reconocimiento tácito de que lo que importaba era el populus y nadie apercibió mejor que Inocencio III esta amenaza populista. Podría decirse que la autorización que dio a Santo Domingo en 1206 marca su "conversión" a la herejía, en cuanto que da la aprobación para hacer lo que hacían los herejes, o sea, provocar en el pueblo la discusión en público para argumentar como lo hacían aquellos y para vagar vestidos de harapos, hasta el punto de no diferenciarse de los auténticos herejes. Tales instrucciones muestran, pues, que Inocencio se vio forzado a tomar en cuenta a las multitudes, pero para poder contenerlas invirtió el sentido del movimiento, tomando su dirección, en vez de dejarlas que se dirigieran a sí mismas. Puesto que el genocidio no podía ser aplicado, sólo quedaba el camino de atraer de nuevo a las masas o, al menos, de prevenir el crecimiento de aquel cáncer. La aceptación de la prédica ambulante por el Papa era una prueba concluyente de cuán real llegó a ser el miedo a la multitud amorfa. El permiso que el mismo Inocencio dio a San Francisco en 1210 es otra muestra clara de que los medios para convencer a la multitud venían a ser los mismos que habían adoptado los herejes: la diferencia sólo se hace presente si se le da la debida consideración a la exigencia que le hizo Inocencio a Francisco de obedecer al Papa y de que sus inmediatos seguidores le obedecieran a él mismo. Con esto, el postulado descendente se cubría con su ropaje tradicional. El llamamiento a las masas era la característica del movimiento de los frailes del siglo XIII. Ni el clero secular ni los monjes podían hacer lo que los frailes. En razón de su inmovilidad, los monjes no podían llevar a cabo esta tarea; el clero secular ni podía ni quería llevarla a cabo. En cambio, los frailes -y esto es lo esencial del asunto- constituían una fuerza creada para entenderse con la multitud.
 Apenas cabe duda del éxito que tuvieron los frailes, lo cual, en efecto, testimonia la importancia del populus en la esfera pública. Pero, sobre todo, lo que los había hecho necesarios era la gran concentración de población anónima en las ciudades como resultado del abandono del campo, hecho que adquirió inmensas proporciones en el siglo XIII. Esta concentración de grupos relativamente grandes permitió un intercambio de opiniones y un contacto social relativamente fáciles, lo que era muy favorable para el desarrollo de las herejías. De aquí la necesidad de contrarrestar este peligro de infección que se diseminaba dentro de los confines de las ciudades. Así, los frailes, en virtud de su movilidad y flexibilidad, constituían el instrumento para prevenir la pérdida de control de la corriente populista: inmunizaban al populus en la medida precisa para controlar la fertilidad de un terreno que de otra manera hubiera sido demasiado fecundo. La utilización de los frailes como inquisidores se adaptaba perfectamente a su naturaleza: por propia experiencia, conocían las condiciones que favorecían el desarrollo de las opiniones heréticas y, además, fueron los primeros que intentaron -lo cual parece paradójico- reconciliar las tesis populistas y teocráticas, tratando con ello de construir la síntesis de la antítesis.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Revista de Occidente, 1971, en traducción de Graciela Soriano. Depósito legal: M-5.727-1971. ]

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