jueves, 26 de diciembre de 2019

Billy Budd.- Herman Melville (1819-1891)

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Capítulo IV

«En este asunto de escribir, por más que uno esté resuelto a mantenerse en el camino real, algunos senderos laterales tienen un atractivo que no es fácil resistir. Voy a vagar por uno de esos senderos. Si el lector me hace compañía, me alegraré. Al menos, nos podemos prometer ese placer que perversamente se dice que hay en el pecado, pues esta digresión será un pecado literario.
 Muy probablemente no sea una observación  original decir que los inventos de nuestra época han acabado por producir un cambio en la guerra naval, correspondiente por su importancia a la revolución que en todo el desarrollo bélico produjo la introducción de la pólvora desde China a Europa. La primera arma de fuego europea, un artilugio grosero, recibió el desprecio, según se sabe, de no pocos nobles, que la vieron como un vil instrumento, quizá bastante bueno para tejedores demasiado cobardes para decidirse a cruzar acero con acero en franca pelea. Pero, así como en tierra firme la valentía caballeresca, aunque desprovista de sus blasones, no desapareció con los caballeros, del mismo modo en los mares, por más que cierta clase de valor ostentoso haya pasado de moda porque no resulta aplicable a las nuevas circunstancias, las nobles cualidades de magnates tales como don Juan de Austria, Doria, Van Tromp, Jean Bart, la larga línea de los almirantes británicos y los Decatur americanos de 1812, no se han quedado anticuadas junto con sus murallas de madera.
 No obstante, a cualquiera que pueda estimar el presente en lo que vale sin dejar de apreciar el pasado, se le podrá perdonar si piensa que el casco viejo, solitario y arrumbado de la Victory de Nelson, en Portsmouth, flota allí no sólo como el monumento en ruinas de la fama incorruptible, sino también como un reproche poético, suavizado por su carácter pintoresco, para los Monitor y otros buques europeos aún más poderosos, de esos que se han blindado de hierro. No se trata únicamente de que tales navíos sean feos porque les falta inevitablemente la simetría, la grandeza de líneas que hay en los viejos buques de guerra; lo son también por otras razones.
 Hay algunos, quizá, que aunque no sean del todo inaccesibles a ese reproche poético a que acabamos de aludir, tal vez estén dispuestos a hacer un quite en obsequio al nuevo estado de cosas, y si es preciso, pueden llegar a ser iconoclastas. Por ejemplo, estimulados al ver la estrella que en el puente del Victory señala el lugar donde cayó el Gran Marinero, esos utilitarios marciales podrán formular apreciaciones que implican que la ostentosa exhibición personal de Nelson en batalla no sólo era innecesaria, sino que además tampoco era militar y, como si fuera poco, tenía cierto sabor a ligereza y vanidad. Quizás añadan también que en Trafalgar se trataba nada menos que de un reto a la muerte, y la muerte se hizo presente; y de no ser por esa bravata, el almirante victorioso quizá podía haber sobrevivido a la batalla; y así, en vez de permitir que con su muerte sus sagaces indicaciones fueran anuladas por su inmediato sucesor en el mando, una vez decidido el combate, él en persona podría haber llevado a puerto su flota destrozada; quizá así se hubiera evitado la deplorable pérdida de vidas en los naufragios provocados por la tempestad, con que la naturaleza emuló a la batalla.
 Bien, si dejamos a un lado el tema, más que discutible, de si por razones varias resultaba posible que la flota anclara, en tal caso los benthamitas de la guerra son capaces de defender lo que arriba se dice.
 Pero aquello de "podría haber ocurrido" no es más que un terreno pantanoso para edificar en él. Y, por supuesto, en la previsión hasta sus últimas consecuencias del más amplio resultado de un encuentro, y en los ansiosos preparativos previos -marcar con boyas el camino mortal y elaborar un mapa, como en Copenhague-, pocos jefes han sido tan concienzudamente meticulosos como ese mismo incauto que tanto arriesgaba su integridad personal en el combate.
 Aunque venga dictada por consideraciones poco egoístas, la prudencia personal no es virtud específica en un militar; en cambio, el amor ilimitado a la gloria, que llena de pasión un impulso poco ardiente, y el sentido honesto del deber constituyen la primera. Si el nombre de Wellington no suena como una trompeta para la sangre como el más sencillo nombre de Nelson, el motivo de ello puede deducirse de lo anterior. Alfred, en su oda fúnebre al vencedor de Waterloo, no se atreve a llamarlo el mayor soldado de todos los tiempos, aunque en el mismo poema invoca a Nelson como "el mayor marinero desde el comienzo del mundo".
 En Trafalgar, a punto de comenzar el combate, Nelson se sentó a escribir sus breves disposiciones finales. Si con el presentimiento de la más magnífica de todas las victorias, coronada por su muerte gloriosa, una especie de motivación sacerdotal lo condujo a revestir su persona con los trofeos galanos de sus brillantes hazañas; si el haberse adornado así para el altar y el sacrificio fue en efecto cosa de vanagloria, entonces no hay más que afectación y ampulosidad en cada línea heroica de los grandes poemas épicos y tragedias, porque en esas líneas el bardo no hace más que dar cuerpo poético a las exaltaciones que una naturaleza como la de Nelson pone en acción cuando se presenta la oportunidad.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1987, en traducción de Julián del Río. ISBN: 84-85471-51-2.]

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