El hijo de Hermes (Epílogo)
«-¿Eres tú aquél a quien llaman Áyax? -preguntó el viejo.
-Sí. Yo soy.
El viejo se sentó en una piedra junto a la puerta de la casa, cansado. El polvo de las sandalias indicaba que llevaba mucho tiempo caminando. Entonces, Áyax entró en la casa y le trajo un vaso de agua, que el anciano bebió con satisfacción. El sol de Grecia era poderoso a aquella hora del día.
-¿Me buscabas a mí? -preguntó el joven.
El viejo apuró lentamente el agua, le devolvió el vaso, sacó un papiro de debajo de la túnica y se lo mostró.
-¿Qué puedes decirme, de esto?
Ayax lo desplegó. Era un compendio de siete principios. Lo leyó.
LOS SIETE PRINCIPIOS BÁSICOS DEL CONOCIMIENTO
Primero: Todo es mente. El universo es mental. Bajo todo aquello que conocemos, planea un espíritu que no podemos conocer. Él es la Ley.
Segundo: Como es arriba, es abajo; como abajo, es arriba. Todo se corresponde. Las mismas leyes que actúan sobre el hombre, actúan sobre un gusano o sobre una estrella.
Tercero: Nada descansa; todo se mueve. Nada desaparece, todo se transforma.
Cuarto: Todo es dual. Todo tiene dos polos. Los opuestos son idénticos, de la misma naturaleza, pero diferente grado. Los extremos se tocan.
Quinto: Todo fluye, fuera y dentro. Todo tiene sus subidas y bajadas. El ritmo compensa y mantiene el equilibrio.
Sexto: Cualquier causa tiene un efecto. Cualquier efecto tiene su causa. Todo sucede conforme a la Ley. Nada se escapa.
Séptimo: Todo tiene su principio masculino y su principio femenino. El género se manifiesta en todos los niveles de la existencia.
-Es la Tabla Esmeraldina -sonrió Áyax-. Y el nombre le viene de que estos principios valen más que todas las esmeraldas del mundo.
-Eso ya lo sé. Como también sé que esconden la mayor sabiduría de la filosofía hermética. Pero, ¿quién es el autor?
-Hermes, mi padre. Por eso la llaman filosofía hermética.
-¿Aquél que recibe el sobrenombre de Trimegisto?
-El mismo.
-¿Y dónde está ahora?
-Murió hace poco menos de un año.
El viejo se levantó lentamente y meneó la cabeza, de derecha a izquierda.
-¡Lástima! Me habría gustado hablar con él y saber de dónde los sacó.
-Eran suyos. Él los escribió.
-Puede que los escribiera él, pero no eran enteramente suyos. Algunos pertenecen a un hombre llamado Sebekhotep. Un sacerdote del dios Toth.
-Sí. Es cierto. Mi padre jamás lo negó. Al contrario.
-¿Tu padre conoció a Sebekhotep? -preguntó el viejo, extrañado.
-Forzosamente tenía que conocerle, si ambos fueron egipcios.
El anciano palideció hasta perder por completo el color de su rostro y volvió a sentarse. Se le veía muy cansado. Retiró la capucha de su cabeza y dejó que el sol acariciara una piel arrugada y cuarteada, endurecida con el paso de los años. Entonces, Áyax pudo verle los ojos, ya apagados, oscuros y duros.
-Si era egipcio, no podía llamarse Hermes. ¿Cuál era, entonces, su verdadero nombre? -inquirió.
-Sedum -respondió Áyax.
-¿El maestro de Keops? -preguntó el anciano, casi horrorizado, y aquellos ojos recobraron la vida y se abrieron de par en par para, inmediatamente después, tornarse pequeños y clavarse en Áyax a la espera de la respuesta.
-Sí. Y también fue el tesorero del faraón Snefrú. ¿Le conocías? -se interesó el joven, también sorprendido.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta De Agostini, 1999, en traducción de Albert Salvadó. ISBN: 84-395-7958-6.]
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