26.-Vidas desperdiciadas
«Samia no se unía a nosotras cuando estábamos divirtiéndonos. Fruncía los labios en una mueca de desprecio y decía: "¡El país está en crisis y vosotras aquí jugando!"
Siempre me hacía sentir culpable, como si fuéramos responsables de la ocupación británica de Egipto, o de la corrupción del rey, o de la pobreza, la ignorancia y la enfermedad imperante; "los tres azotes" como se las denominaba en esa época. Por eso las chicas del dormitorio llamaban a Samia Bu Bu Efendi.
Mi amistad con Fikreya se fue fortaleciendo. Dibujar y pintar era para ella lo que escribir para mí. Le leía lo que escribía y ella me mostraba lo que pintaba. Por la noche, cuando apagaban las luces, juntaba su cama a la mía y hablábamos en susurros. Me decía: "Iré a la Escuela de Bellas Artes y seré una pintora famosa".
Pasado un tiempo, Fikreya consiguió ver cumplido la mitad de su sueño. Después de obtener el certificado de enseñanza secundaria, fue admitida en la Escuela de Bellas Artes. Luego pasé quince años sin tener noticias de ella. Busqué su nombre entre los pintores en vano. En el verano de 1961 estaba en la playa de Alejandría jugando con mi hijita, Mona, nadando en las aguas azules, elevándola por encima de las olas y chapoteando con ella como mi madre había hecho conmigo. Vi a Fikreya caminando descalza por la arena, con los zapatos en la mano. Los ojos miraban a algo lejano, y los labios, como de costumbre, se fruncían con desdén ante todo lo que la rodeaba. Cuando me vio en el agua, sonrió, los blancos dientes bajo el sol. Corrimos la una hacia la otra con el cariño de amigas que no se han visto en quince años. Le pregunté por su pintura. La sonrisa desapareció de su rostro y los ojos me evitaron.
-Estoy casada, sabes. -Lanzó una risa seca y sarcástica, y añadió-: Mi marido es un conocido artista y él pinta por los dos.
-Como en la historia de Gandhi y el rey George, quieres decir -le dije riendo. Me preguntó qué tenía que ver Gandhi con la pintura y le expliqué que, cuando Gandhi fue a Londres para negociar con los británicos, tuvo que ir al palacio de Buckingham. El rey se sorprendió al verlo medio desnudo, cubierto únicamente con un taparrabos y le preguntó por qué no llevaba ropa. Gandhi repuso: "Su Majestad va vestido por los dos".
Fatma, la muchacha de hermosos ojos que podía alegrarnos, o hacer que se nos llenaran los ojos de lágrimas, sólo tenía un sueño: convertirse en la estrella del este, como Um Koulsoum. Cuando terminó la escuela secundaria, fue a la Escuela de Bellas Artes. Allí se casó con un profesor veinte años mayor que ella, se fue a Kuwait o a Arabia Saudita, y le perdí la pista durante más de un cuarto de siglo. E, inesperadamente, en el otoño de 1975 su voz me llegó a través del teléfono. Había leído algo sobre mí en los periódicos y, después de investigar un poco, averiguó mi número de teléfono. Su voz era triste y débil, me dijo que estaba en cama enferma.
Fui a su casa en la Ciudad Universitaria Dokki, construida especialmente para los profesores universitarios. Era una hermosa casa rodeada por un jardín grande y vigilada por un perro lobo, como el que había tenido mi difunto abuelo. El sirviente, que vestía con un kaftan y una faja roja, me condujo a una espaciosa sala llena de piezas raras y hermosos ornamentos, con plantas de interior por todas partes. Luego subimos por unas escaleras de mármol y avanzamos por un largo corredor hasta la habitación de Fatma.
La encontré sobre una enorme cama que me recordó una fotografía que había visto de la cama de la reina Nazli. Tenía el rostro tan blanco como la sábana y una neblina grisácea le cubría los ojos, igual que a mi abuela Amna. Su marido estaba en algún país petrolero del Golfo ganando dinero. Se había casado con otra mujer en Kuwait. O quizá en Arabia Saudita. La tristeza de Fatma se había acumulado en un tumor incrustado en su pecho izquierdo, justo sobre el corazón. Con un dedo fino y blanco señaló el lugar donde sentía el dolor. "El médico me ha dicho que es un fibroma benigno inflamado, pero sé que no me está diciendo la verdad -me dijo-. Dame la mano, Nawal, sí, aquí, y por favor, no me ocultes nada".
Era un cáncer maligno de tercer grado. Le mentí, como había mentido a mi madre y a Tante Ni'mat, y a todas las demás pacientes con la misma enfermedad. Maldije el día en que entré en la Escuela de Medicina y acabé viendo a la gente sólo cuando estaban enfermos o agonizantes, viendo ojos que habían perdido todo su brillo y sólo contenían tristeza. Los ojos de Fatma habían sido miel pura, su voz potente cuando cantaba "Sé feliz, oh, corazón mío". Había soñado en convertirse en estrella del este, pero se había casado y su esposo le había construido una tumba de mármol en la que no estaba inscrito su nombre sino el de él: "Señora X, la esposa del señor X".
Fatma murió a los cuarenta y cinco años, a la misma edad que mi madre, y su nombre se hundió en el olvido. No había hecho nada con su vida, sólo pasó las horas esperando en una casa lujosa, recordando los viejos sueños.
Samia, mi tercera amiga del internado, siempre fue callada, los labios fuertemente apretados, sin sonreír. Si nos sentábamos bajo la luna hablando de nuestros sueños o recordando nuestro primer amor, nos lanzaba cínicas miradas. No creía en sueños, o en el amor, o en las fantasías de nuestra imaginación. "El país está pasando por una importante crisis -solía decir-, y vosotras seguís viviendo en un mundo imaginario. Eso sólo es romanticismo infantil". [...]
Pero una mañana su voz resonó en el dormitorio y la oímos decir: "Mañana habrá una gran manifestación en la que participarán todos los colegios. Nuestra escuela debe unirse, porque es una manifestación patriótica, una manifestación nacional".
"Una manifestación patriótica." Esas palabras resonaron en mis oídos con la voz de mi padre.»
[El texto pertenece a la edición en español de RBA Coleccionables, 2004, en traducción de Patricia Nunes. ISBN: 84-473-3453-8.]
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