miércoles, 31 de julio de 2019

El animal público.- Manuel Delgado (1956)


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I.-Heterópolis: la experiencia de la complejidad
2.-Espacios en movimiento, sociedades sin órganos

«Las teorías sobre lo urbano resumidas hasta aquí nos deberían conducir a una reconsideración de lo que es una calle y lo que implica cuanto sucede en ella. Los proyectadores de ciudades han sostenido que la delineación viaria es el aspecto del plan urbano que fija la imagen más duradera y memorable de una ciudad, el esquema que resume su forma, el sistema de jerarquías y pautas espaciales que determinará muchos de sus cambios en el futuro. Pero es muy probable que esa visión no resulte sino de que, como la arquitectura misma, todo proyecto viario constituye un ensayo para someter el espacio urbano, un intento de dominio sobre lo que en realidad es improyectable. Las teorías de lo urbano deberían permitirnos reconocer cómo, más allá de cualquier intención colonizadora, la organización de las vías y cruces urbanos es el entramado por el que oscilan los aspectos más intranquilos del sistema de la ciudad, los más asistemáticos.
 A la hora de desvelar la lógica a que obedecen esos aspectos más inquietos e inquietantes del espacio ciudadano se hace preciso recurrir a topografías móviles o atentas a la movilidad. De éstas se desprendería un estudio de los espacios que podríamos llamar transversales, es decir espacios cuyo destino es básicamente el de traspasar, cruzar, intersectar otros espacios devenidos territorios. En los espacios transversales toda acción se plantearía como un a través de. No es que en ellos se produzca una travesía, sino que son la travesía en sí, cualquier travesía. No son nada que no sea un irrumpir, interrumpir y disolverse luego. Son espacios-tránsito. Entendido cualquier orden territorial como axial, es decir como orden dotado de uno o varios ejes centrales que vertebran en torno a ellos un sistema o que lo cierran conformando un perímetro, los espacios o ejes transversales mantienen con ese conjunto de rectas una relación de perpendicularidad. No pueden fundar, ni constituir, ni siquiera limitar nada. Tampoco son una contradirección, ni se oponen a nada concreto. Se limitan a traspasar de un lado a otro, sin detenerse.
 He aquí algunas de las nociones que se han puesto al servicio de la definición de ese espacio transversal, espacio que sólo existe en tanto que aparece como susceptible de ser cruzado y que sólo existe en tanto que lo es. Un prehistoriador de la escuela durkheimiana, André Leroi-Gourhan, se refería, para un contexto bien distinto pero extrapolable, a la existencia de un espacio itinerante. Desde la Escuela de Chicago, Ernest E Burgess concibió el mapa de la ciudad como divisible en zonas concéntricas, una de las cuales, la zona de transición, no era otra cosa que un pasillo entre el distrito central y las zonas habitacionales y residenciales que ocupaban los círculos más externos. Lo más frecuente era permanecer en esa área transitoriamente, excepto en el caso de sus vecinos habituales, gentes caracterizadas por lo frágil de su asentamiento social: inmigrantes, marginados, artistas, viciosos, etc. Desde la escuela belga de sociología urbana, Jean Remy ha sugerido, a partir de esa misma idea, el concepto de espacio intersticial para aludir a espacios y tiempos "neutros", ubicados con frecuencia en los centros urbanos, no asociados a actividades precisas, poco o nada definidos, disponibles para que en ellos se produzca lo que es a un mismo tiempo lo más esencial y lo más trivial de la vida ciudadana: una sociabilidad que no es más que una masa de altos, aceleraciones, contactos ocasionales altamente diversificados, conflictos, inconsecuencias. Siempre en ese mismo sentido, Isaac Joseph nos habla de lugar-movimiento, lugar cuya característica es que admite la diversidad de usos, es accesible a todos y se autorregula no por disuasión sino por cooperación. Jane Jacobs designaría ese mismo ámbito como tierra general, "tierra sobre la cual la gente se desplaza libremente, por decisión propia, yendo de aquí para allá a donde le parece", y que se opone a la tierra especial, que es aquella que no permite o dificulta transitar a través de ella. Todas estas oposiciones se parecen a la propuesta por Erving Goffman, en relación con el espacio personal, entre territorios fijos -definidos geográficamente, reivindicables por alguien como poseíbles, controlables, transferibles o utilizables en exclusiva-, y territorios situacionales, a disposición del público y reivindicables en tanto que se usan y sólo mientras se usan. Otra concepción aplicable también a los estados transitorios en que se da lo urbano -propuesta desde una embrionaria antropología del movimiento- sería la de territorio circulatorio, superpuesto a los espacios residenciales y ajeno a cualquier designación topológica, administrativa o técnica que se le quiera imponer.
 Esos espacios abiertos y disponibles serían también aquellos a cuyo conocimiento podría aplicársele lo que Henri Lefebvre y, antes, Gabriel Tarde reclamaban como una suerte de hidrostática o dinámica de fluidos destinada al conocimiento de la dimensión más imprevisible del espacio social. Se anticipaban así a las aproximaciones efectuadas a las morfogénesis espaciales desde la cibernética y las teorías sistémicas, que han observado cómo la actividad autónoma y autoorganizada de los actores agentes de las dinámicas espaciales suscita todo tipo de estructuras disipativas, fluctuaciones y ruidos. Así, para Lefebvre, el espacio social es hipercomplejo y aparece dominado por "fijaciones relativas, movimientos, flujos, ondas, compenetrándose unas, las otras enfrentándose".
 Pero el concepto que mejor ha sabido resumir la naturaleza puramente diagramática de lo que sucede en la calle es el de espacio, tal y como lo propusiera Michel de Certeau para aludir a la renuncia a un lugar considerable como propio, o a un lugar que se ha esfumado para dar paso a la pura posibilidad de lugar, para devenir, todo él, umbral o frontera. La noción de espacio remite a la extensión o distancia entre dos puntos, ejercicio de los lugares haciendo sociedad entre ellos, pero que no da como resultado un lugar, sino tan sólo, a lo sumo, un tránsito, una ruta. Lo que se opone al espacio es la marca social del suelo, el dispositivo que expresa la identidad del grupo, lo que una comunidad dada cree que debe defender contra las amenazas externas e internas, en otras palabras un territorio. Si el territorio es un lugar ocupado, el espacio es ante todo un lugar practicado. Al lugar tenido por propio por alguien suele asignársele un nombre mediante el cual un punto en un mapa recibe desde fuera el mandato de significar. El espacio, en cambio, no tiene un nombre que excluya todos los demás nombres posibles: es un texto que alguien escribe, pero que nadie podrá leer jamás, un discurso que sólo puede ser dicho y que sólo resulta audible en el momento mismo de ser emitido.»
 
       [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 1999. ISBN: 84-339-0580-5.]

martes, 30 de julio de 2019

El oficio de vivir.- Cesare Pavese (1908-1950)


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1938

«16 de mayo
 Has hojeado Trabajar cansa y te ha desalentado: composición amplia, carencia de todo momento intenso que "justificaría" la poesía. Las famosas imágenes que serían la propia estructura fantástica del relato no las has visto: ¿valía la pena gastar en eso de los 24 a los 30 años? En tu lugar, yo me avergonzaría.
 
24 de mayo
 Es hermoso cuando un joven -dieciocho, veinte años- se para a contemplar su agitación e intenta aferrar la realidad y aprieta los puños. Pero es menos hermoso hacerlo a los treinta como si nada hubiera ocurrido. ¿Y no te escalofría pensar que lo harás a los cuarenta, y aun después?
 
26 de mayo
 La razón de que los únicos filones ricos en materia que has encontrado sean los años de los seis a los quince, de los que te llegan historias y poesías maduras y sabrosas, es ésta: en aquellos años vivías en el mundo, como un obtuso ternero, pero en el mundo. Tu yo influía, sí, en todos tus contactos prácticos con el mundo, pero dejaba intacta la corriente de simpatía entre tú y las cosas.
 Pasados los quince tu yo salió de la brutalidad práctica y comenzó a erigirse también en un mundo que hasta entonces había sido el de la contemplación pura. Y todo se volvió estéril y turbio y voluntario.
 El problema de salir de la adolescencia treintañera en que te mueves es éste: ver los manejos de la virilidad con los mismos ojos prácticos con que el niño veía los suyos, pero zambullirte con la misma ingenuidad en la corriente de simpatía por este asqueroso mundo.
 En el fondo, la única razón por la que se piensa siempre en el propio yo es porque con nuestro yo debemos estar más de continuo que con cualquier otro.
 A propósito de aquella historia de los filones. Hay que poner de relieve, empero, que de las muchas experiencias de tu infancia elegiste algunas que tienen aire de familia, entre soñador y brutal, y las elegiste justamente en la larga elaboración de los años adolescentes. ¿Cómo queda?
 El caso es que realmente tuyo es sólo lo que retorna infinitas veces a tu fantasía y no puedes dejar de soñar. Problema: ¿lo eliges porque tienes gustos ya formados o es eso lo que te forma el gusto? La consabida respuesta -que nacen juntos- no me parece gran cosa.
 
30 de mayo
 Enésimo alejamiento. Lo que depende sólo de uno mismo, basta con quererlo decididamente y se obtiene. Lo que depende del consentimiento ajeno es un do ut des, en el cual no es preciso en modo alguno mostrar una voluntad desesperada y sincera. Sólo con la indiferencia se obtiene y se conserva.
 Rigen, en los problemas de convivencia, las mismas leyes que regulan el mercado. Ser tan indiferente como para saber contratar.
 Sinceros con nosotros mismos, falsos con los demás.
 El único modo de conservar una mujer -si te apetece- es ponerla en una situación tal que el mundo, el respeto humano, el interés, le impidan irse. Quien trata de conservarla a fuerza de mera entrega y sinceridad es un ingenuo. Recibir la legitimidad de la propia: es el modo en que se estabilizan las revoluciones y se retienen las mujeres. Liberarse de todo gusto noble, y aceptar ser a rigtheous citizen [ciudadano de pro], un gordo burgués. Mira cómo se han situado regiamente tus conocidos. Follar bien y comer mejor; a todos gusta.
 Y hay gente que se asombraría muchísimo si tú pusieras en duda que se sacrifica por los ideales. La vida práctica es astucia, nada más.
 Todo se reduce a la sacramental astucia de la novia que no debe darse a su amor, porque si no él la planta. 
 
31 de mayo
 Y, sin embargo, mientras sientas dentro de ti esta inquina, mientras te veas obligado a no fantasear para no enloquecer, mientras "acuses el golpe", está claro que no podrás trabajar. Al menos las cosas es preciso amarlas para crear algo. Para estar solo y crear algo. Quien odia, nunca está solo: está en compañía del ser que le falta. Pero para amar las cosas, es preciso amar también a las personas. No hay escapatoria. En realidad, la lógica conclusión de tu estado es el suicidio. O cometerlo de una vez o perdonar al mundo -a ella, que es todo el mundo. Perdónala y así estarás solo -sólo con ella. También esto es astucia.
Que toda tu posición es falsa se ve en el terror que sientes de que muera y se suicide. Si verdaderamente la odiases, debería agradarte este pensamiento. Pero te aterra, conque no la odias. ¿Será porque ves que se te escapa tu víctima? También es eso, pero no basta para explicar tu ansia. ¿Será por simple cobardía de saber la cosa consumada? También es esto -y deberías avergonzarte-, pero no basta para explicar esta ansia. Conque perdónala, sé aquel hombre que siempre has fingido y queda en paz.»
 
     [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Bruguera, 1981, en traducción de Esther Benítez. ISBN: 84-02-07470-7.]

lunes, 29 de julio de 2019

Esperanzas juveniles.- John Galsworthy (1867-1933)

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Capítulo XXXII

«-La situación, Honorable, parece ser ésta. Usted mismo ha de juzgar si es más aceptable la declaración jurada de cuatro ciudadanos  o bien sólo la de dos.
 El magistrado se removió en su silla.
 -Estoy perfectamente informado de la situación, señor Buttall. ¿Qué dice usted, capitán Cherrell, de la atestiguación según la cual el "boy" Manuel estaba ausente?
 Los ojos de Dinny se posaron en el rostro de su hermano. Estaba impasible y se mostraba ligeramente icónico.
 -Nada, sir. No sé dónde se hallaba Manuel. Estaba demasiado ocupado en salvar mi vida. Sólo sé que se me acercó casi en seguida.
 -¿Casi? ¿Cuánto tiempo después?
 -En realidad, lo ignoro, sir. Tal vez tardó un minuto. Yo intentaba detener la sangre y me desmayé en el instante en que llegó.
 Durante los siguientes discursos de los dos abogados, la apatía de Dinny volvió y desapareció de nuevo en el curso de los cinco minutos de silencio que les sucedieron. En todo el Tribunal, tan sólo el magistrado parecía ocupado; y era como si nunca hubiese tenido que acabar. Mirándole a través de las pestañas entornadas, le veía consultar una serie de documentos. Tenía el rostro colorado, la nariz larga, la barbilla puntiaguda, y unos ojos que le agradaban todas las veces que lograba verlos. Instintivamente sentía que no se encontraba a sus anchas. Finalmente dijo:
 -En este caso, yo no debo indagar si ha sido cometido un delito o si el acusado lo ha cometido; tan sólo debo preguntarme si las declaraciones que me han sido presentadas son tales que me convenzan de que la acusación que contienen constituye un delito por el cual pueda pedirse la extradición, si el mandato extendido por el país extranjero está debidamente autentificado y si se han aducido pruebas suficientes para justificar, por parte de dicho país, que el acusado debe sufrir proceso ante los Tribunales.
 Se detuvo un momento, y luego añadió:
 -No cabe duda de que el delito  alegado es susceptible de extradición y que el mandato extranjero está debidamente autentificado.
 Se detuvo de nuevo y, en un silencio de muerte, Dinny oyó un largo suspiro, como si hubiera sido emitido por un espectro; tan aislado e incorpóreo fue su sonido. Los ojos del magistrado se volvieron para mirar a Hubert y continuó:
 -A pesar mío, he llegado a la conclusión de que, basándome sobre las declaraciones aducidas, es mi deber recluir en la cárcel al acusado, donde aguardará a que le entreguen al Gobierno extranjero, tras mandato del secretario de Estado, si éste juzgara oportuno extender dicho mandato. He escuchado la declaración del acusado, según la cual él tenía una antecedente justificación que quitaba al hecho de que le acusaban todo carácter de delito, sostenida por la declaración de un testigo y contradicha por la de otros cuatro. No tengo la posibilidad de escoger entre la calidad contradictoria de estas dos declaraciones, salvo en la proporción de cuatro contra dos y, por consiguiente, dejaré de ocuparme de ello. Frente a la declaración jurada de cuatro testigos, que sostienen que hubo premeditación, no creo que la afirmación contraria del acusado, no corroborada por prueba alguna, podría justificar, en caso de delito cometido en este país, la negativa de entregarle a los Tribunales. Por lo tanto, no puedo aceptarla como justificación de la negativa de entregarle, tratándose de un delito cometido en otro país. No titubeo en confesar mi poca satisfacción al llegar a esta conclusión, pero me parece que no tengo otra salida. La cuestión, repito, no estriba en el hecho de que el acusado sea más o menos inocente, pero en lo que se refiere a si se ha de celebrar o no un proceso, yo no puedo asumir la responsabilidad de decir que no habría de tener lugar. En ocasiones como esta, la última palabra ha de decirla el secretario de Estado, quien extiende la orden de entrega. Yo, por lo tanto, lo recluyo en la cárcel, donde aguardará a que el mandato sea extendido. No será entregado usted hasta que no haya expirado el plazo de quince días, y tiene usted derecho a pedir la aplicación de la ley del Habeas Corpus, por lo que a la legalidad de su encarcelamiento se refiere. Yo no tengo poder de otorgarle ulterior libertad provisional, pero puede que la logre si la solicita a la Real Corte.
 Los ojos horrorizados de Dinny vieron que Hubert, muy tieso, hacía una ligera inclinación al magistrado y salía del banco lentamente y sin volverse. Tras de él salió también su abogado.
 Ella permaneció sentada, como atontada, y su única impresión de los momentos que siguieron fue la visión del petrificado rostro de Jean y de las bronceadas manos de Alan, que se apretaban sobre el puño de su bastón.
 Volvió en sí al darse cuenta de que las lágrimas surcaban las mejillas de su madre, y que su padre se había puesto en pie.
 -Vamos -dijo éste-, salgamos de aquí.
 En ese momento lo sintió más por su padre que por cualquier otro. Desde que había sucedido el hecho, ¡había hablado tan poco y sufrido tanto! ¡Para él era espantoso! Dinny comprendía harto bien sus sencillos sentimientos. Para él, la negativa de creer en la palabra de Hubert significaba un insulto lanzado a la cara de su hijo, a la suya, padre de Hubert, y también a la cara de todo cuanto ellos representaban: a la cara de todos los soldados y de todos los caballeros.
 Fuera lo que fuese que sucediese más adelante, jamás volvería a rehacerse del golpe. Entre la justicia y lo que era justo, ¡qué inexorable incompatibilidad! ¿Es que había hombres más honorables que su padre, que su hermano y que aquel mismo magistrado?»

   [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1991, en traducción de Emilia Bartel. ISBN: 84-402-1076-0.]

domingo, 28 de julio de 2019

Las crónicas de la señorita Hempel.- Sarah Shun-lien Bynum (1972)


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Cómplice

«Para el curso de séptimo la señorita Hempel escogió un libro de texto lleno de tacos. Siempre le habían fascinado las palabras malsonantes, como le fascinaba la televisión por cable, porque de pequeña tenía prohibidas las dos cosas. Su padre siempre tuvo aversión a las palabrotas, cuya ordinariez le resultaba insuperable.
 -La gente se empeña en meter blasfemias por todas partes -decía-. Pero tú no eres "la gente".
 Entonces le ponía una mano a cada lado del cráneo, apretándoselo con los dedos como si fuera un melón en un puesto de un mercado y quisiera comprobar lo maduro que estaba.
 -Tú no eres ordinaria -declaraba.
 Pero a la señorita Hempel le gustaban los tacos precisamente por lo vulgares que eran, como mascar chicle o tocarse mucho el pelo. Hubo una época en que estaba deseando convertirse en una mascadora de chicle malhablada, una de esas chicas que dicen cosas como "todo el puto día" o "toda la puta noche" sin darse ni cuenta.
 Sin embargo, no lo consiguió. Cuando leyó Vida de este chico y se encontró con palabras como "mierda" o "joder" en mitad de la página, sintió un estremecimiento de emoción. En cuanto tuvo un momento, encargó ejemplares para sus alumnos de séptimo.
 -¿Primeras impresiones? -les preguntó, sentada encima de la mesa, bamboleando las piernas en el aire-. ¿Qué os parece el libro?
 Sus alumnos se lanzaron miraditas nerviosas. Les había mandado leer el primer capítulo en casa. Unos cuantos chicos pasaban la mano por la cubierta del libro, que les había gustado a casi todos, porque era elegante y misteriosa. Un libro para personas mayores, con aspecto de contener todo un mundo nuevo, sin títulos en letras doradas, ni sellos de recomendación de la Asociación de Bibliotecarios de Estados Unidos, ni el típico retrato al óleo de unos adolescentes mirando a lo lejos con gesto inseguro.
 -¿Os está gustando? -insistió la señorita Hempel, sonriendo, para animarles, mientras daba golpecitos con los pies en la pata de la mesa.
 Había tardado en descubrirlo, pero se estaba dando cuenta de que la enseñanza era un método de extorsión. Te pasabas la vida intentando sacar a tus alumnos una serie de cosas que ellos se negaban a darte: su atención, su trabajo, su confianza.
 David D'Sousa, uno de los donjuanes de la clase, se ofreció a ayudarla. Era un chico algo rechoncho y excesivamente interesado por todo lo relacionado con el sexo, pero también era uno de los alumnos más populares de séptimo. Había salido con muchas chicas y se paseaba por los pasillos del colegio con los andares sinuosos y ladeados de los raperos a quienes admiraba con fervor. En clase perdía el aplomo, escupía al hablar y soltaba frases algo incoherentes, como un jugador de béisbol que golpeara sus ideas con el bate apenas le salían por la boca.
 Pero David era una caballero dispuesto a sacrificar su propia dignidad para salvar la de la señorita Hempel. "Actitud positiva y dinámica -pensó-. Dispuesto a arriesgarse."
 -Es bastante... -dijo David, sin acabar la frase.
 Le señorita Hempel le sonrió, asintiendo frenéticamente, como si le estuviera dando al acelerador de un coche incapaz de arrancar.
 -Es... -dijo David, mordiéndose el labio superior con los dientes inferiores, mientras estrujaba el pupitre con la palma de la mano.
 Los demás alumnos apartaron la mirada con elegancia, dedicándose a acariciar sus libros con gesto ensimismado.
 -Es... distinto de todo lo que yo he leído en el cole -dijo David al fin.
 La clase soltó un suspiro de alivio. Sí, era distinto. Pero era precisamente eso lo que les hacía desconfiar, sobre todo a los chicos, como si hubiese algo raro en un libro cuyos personajes parecían tan reales. Por ejemplo, a Toby, el narrador, se le notaba la intención de ser una buena persona, pero no hacía más que meterse en líos; quería mucho a su madre, pero no tenía reparos en manipularla para que le comprara todo lo que se le antojaba. Todo aquel asunto les resultaba muy familiar. Y también les asombraba el carácter doméstico de sus cuitas: no había el menor indicio de que Toby pudiera acabar intentando sobrevivir solo en medio del campo o viajando al futuro para salvar al planeta del desastre nuclear.
 -Es que no parece un libro de verdad -dijo Emily Radinsky.
 Emily era una niña caprichosa, aspirante a trapecista y admiradora de Marc Chagall, a la que la señorita Hempel describiría como "dotada" en su anecdotario.
 -A mí en general no me gustan los libros -dijo Henry Woo, un chico tristón, parásito, dado a perder mochilas llenas de cosas y de quien la señorita Hempel escribiría "Tiene dificultades para concentrarse".
 -¿Seguro que podemos leer esto? -dijo Simon Grosse, que tenía que pedir permiso para todo y al que su profesora definiría como "concienzudo".»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Libros del Asteroide, 2011, en traducción de Gabriela Bustelo. ISBN: 978-84-92663-47-7.]

sábado, 27 de julio de 2019

El hombre y la verdad.- Xavier Zubiri (1898-1983)


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Capítulo I: Qué se entiende por verdad
Qué se entiende por realidad

«En una realidad cualquiera -este vaso de agua- hay algo que es lo que salta a los ojos, lo que es este vaso de agua: tiene un determinado espesor, un determinado peso, etc. Esta realidad tiene un "contenido" determinado. Sí, sí, pero eso sin más no es la realidad. La realidad es un modo de presentación de ese contenido en una formalidad estrictamente determinada. Si yo no fuera un hombre, y si fuera simplemente un perro, ese vaso de agua, para un perro que tiene sed, es algo que tiene el mismo contenido que para mí, pero sería un estímulo que le movería a apagar su sed lanzándose sobre él. Ahora bien, ante la inteligencia humana no es el caso. Puede el hombre considerar eso como un estímulo. Sí; pero como un estímulo que es real -que le viene de la realidad. La formalidad precisa con la que la inteligencia intelige las cosas, es justamente que éstas se presenten en forma de realidad, no en forma de estímulo. Ahora bien, la forma de la realidad no se agota en un contenido determinado. Cualquier otra cosa que tenga un contenido distinto, tiene también carácter de realidad; son dos dimensiones, o por lo menos dos aspectos completamente distintos de la cosa: su contenido, y esa formalidad aprehendida por la inteligencia que llamamos realidad. Pues bien, aquello que primariamente interviene en la mera actualización de una cosa en la inteligencia es su carácter de realidad. Lo otro -su contenido- por muy delante que esté, puede ser enormemente problemático: de esto no hay duda ninguna. Pero lo que no es problemático -ni puede serlo jamás- es precisamente el carácter de realidad. Este no puede ser problemático, sino que es absolutamente inexorable. De ahí la posibilidad que el hombre tiene -y que ejerce constantemente, precisamente porque la realidad no es un estímulo- de que el hombre justamente se "pare", no dé respuesta ninguna. Y precisamente este parar y este quedarse en la realidad se funda en que la intelección no es sino mera actualización, y pararse y quedar es lo que va a constituir el exordio de su vida intelectual, que es faena distinta, de la que nos ocuparemos en otro momento.
 La realidad, pues, es mero carácter de formalidad; un carácter que consiste en que esta cosa real que está presente a mi inteligencia me está presente como real, es decir, como algo que le incumbe a la cosa. Y esto, independientemente del acto de su presentación ante mí, porque esta independencia significa que la verdad incumbe a la cosa, es cosa de ella. Y este incumbirle a la cosa, independientemente de mí, es justamente lo que he llamado de suyo. Las cosas se nos presentan en una aprehensión directa de la realidad como algo que son de suyo. Pero un de suyo que no es ajeno a la intelección, sino que está presente precisamente en ella. Y, precisamente porque está este de suyo presente en ella, la intelección no es meramente la constatación de la independencia de lo inteligido respecto de la inteligencia. Esto no es verdad. Esto le pasa también a un estímulo. Un perro, naturalmente, ve el agua como independiente de él; tan independiente de él que por eso va a buscarla. O ve el palo del dueño, que le amenaza. De esto no hay duda ninguna. Pero esto, a lo sumo, garantizaría la "objetividad" de una aprehensión; jamás la intelección de una "realidad".
 Si se pudiera decir algo en términos muy exagerados, diríamos que el animal más complejo es un gran objetivista, pero por muy complejo que sea, jamás es el más elemental de los realistas. Esto es distinto; esto es exclusivo del hombre.
 La independencia que las cosas tienen frente a la inteligencia humana, es la independencia de un de suyo, esto es, que aquello que nos está presente pertenece primariamente a la cosa y no a la inteligencia en la que está presente. Y por esto, porque es de suyo, no es forzoso que todo lo que constituye el contenido de una cosa tenga inexorablemente el mismo carácter de realidad, e inclusive que sea formalmente real. Precisamente es lo que acontece con el Poema de Parménides y con muchas especulaciones del Vedanta.
 Cuando Parménides nos ha dicho que el mundo de la δὁξα, que el mundo de la opinión de los hombres no tiene realidad ninguna, se pregunta uno, ¿y en qué consiste esa apariencia? Se han elaborado muchísimas teorías. Pero en fin, lo más elemental, a mi modo de ver, que habría que decir es que para un griego, por ejemplo, los dioses se aparecen en la tierra; Júpiter, se aparece como auriga; Mercurio se aparece como un paraguas. Esta forma de aparecerse no es ilusoria. Porque Mercurio con un paraguas se puede pasear por la tierra -y se pasea- independientemente de que alguien lo esté viendo. Por consiguiente, no se trata de una ilusión sensible. Sin embargo, un griego no diría que Mercurio es realmente un humano con paraguas, ni que Júpiter es realmente un auriga. ¿Por qué? Porque esa apariencia no forma parte de él, no la tiene de suyo. Justo: por eso no es totalmente real.
 Y cuando las especulaciones del Vedanta nos dicen que este mundo no tiene realidad ninguna, que las cosas que más pesan en la realidad humana son puras ilusiones, no intentan negar las apariencias. ¿Cómo van a negar que lo que uno está viendo esté ahí? Lo que quieren decir es, sencillamente, que no tienen realidad formal y propia, sino que tienen una realidad meramente espectral, como las apariencias de Parménides que, efectivamente, no son sino puntos de aplicación o maneras -si se quiere-, formas que no competen de suyo a la realidad en que las cosas consisten, y que por no competerles de suyo no tienen última realidad formal. Y que, precisamente por eso, no son reales -no en el sentido de que sean una nada en el sentido de un οὑκ ον. Tiene una realidad meramente espectral. Esto es falso de hecho. Pero imposible metafísico no lo es en manera alguna. ¿Dónde está dicho que el mundo no pudiera tener una realidad puramente espectral por razón de su contenido?»
   
    [El texto pertenece a la edición en español de Alianza Editorial, 1999. ISBN: 84-206-9058-9.]


viernes, 26 de julio de 2019

Los doce Césares.- Cayo Suetonio (70-126)


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11.-Tito Flavio

«VII.-Además de cruel, se le acusaba de intemperante porque alargaba hasta medianoche sus desórdenes de mesa con sus familiares más viciosos. Se temía, incluso, su afición a los deleites en vista de la muchedumbre de eunucos y de disolutos que le rodeaba y de su célebre pasión por la reina Berenice, a la que se decía que había prometido hacer su esposa. Acusábanle, en fin, de rapacidad, porque se sabía que en las causas llevadas ante el tribunal de su padre vendió más de una vez la justicia. En una palabra, se pensaba y se decía por todas partes que sería otro Nerón. Pero esta fama se volvió al fin en su favor, siendo ocasión de grandes elogios, cuando se le vio renunciar a todos sus vicios y abrazar todas las virtudes. Hizo entonces famosas sus comidas, más por el recreo que por la profusión; eligió por amigos hombres de quienes se rodearon después los príncipes sucesores suyos y fueron empleados por aquéllos como los mejores sostenes de su poder y del Estado; despidió de Roma en el acto a Berenice, con gran pesar de los dos, y dejó de tratar tan liberalmente como lo había hecho y hasta de ver en público a  aquellos de su comitiva que no se distinguían más que por sus habilidades frívolas, a pesar de haberlos entre ellos a quienes quería profundamente y que danzaban con una perfección que fue aprovechada al punto por el teatro. No hizo daño a nadie; respetó siempre los bienes ajenos y ni siquiera quiso recibir los regalos de costumbre. Sin embargo, no cedió en magnificencia a ninguno de sus predecesores; así, después de la dedicación del Anfiteatro y de la rápida construcción de los baños próximos a este edificio, dio un espectáculo de los más prolongados y más hermosos, en el cual hizo representar, entre otras cosas, una batalla naval en la antigua naumaquia; dio también un combate de gladiadores y presentó en un solo día cinco mil fieras de toda especie.
 VIII.-Inclinado, naturalmente, a la benevolencia, fue el primero que prescindió de la costumbre, seguida desde Tiberio por todos los césares, de considerar nulas las gracias y concesiones otorgadas antes de ellos, si ellos mismos no las ratificaban expresamente; en un solo edicto declaró, en efecto, que eran todas válidas y no permitió que se solicitase aprobación para ninguna. En cuanto a las demás peticiones que podían hacerle, tuvo por norma no despedir a nadie sin esperanzas. Hacíanle observar sus amigos que prometía más de lo que podía cumplir, y contestaba, que nadie debía salir descontento de la audiencia de un príncipe. Recordando en una ocasión, mientras estaba cenando, que no había hecho ningún favor durante el día, pronunció estas palabras tan memorables y con tanta justicia celebradas: Amigos míos, he perdido el día. En todas ocasiones mostró gran deferencia por el pueblo; así, habiendo anunciado un combate de gladiadores, declaró que todo se haría según la voluntad del público y no de la suya; llegada la hora, lejos de negar lo que pedían los espectadores, él mismo los exhortó a que pidiesen lo que quisieran. No ocultó su preferencia por los gladiadores tracios y con frecuencia bromeó con el pueblo excitándolos con la voz y el ademán, pero sin comprometer nunca su dignidad ni excederse de lo justo. Para hacerse aún más popular, permitió muchas veces al público la entrada en las termas donde se bañaba. Tristes e imprevistos acontecimientos perturbaron su reinado: la erupción del Vesubio en la Campania; un incendio en Roma, que duró tres días y tres noches, y una peste, en fin, cuyos estragos fueron espantosos. En estas calamidades demostró la vigilancia de un príncipe y el afecto de un padre, consolando a los pueblos con sus edictos y socorriéndolos con sus dádivas. Varones consulares, designados por suerte, quedaron encargados de reparar los desastres de la Campania; se emplearon en la reconstrucción de los pueblos destruidos los bienes de los que habían perecido en la erupción del Vesubio sin dejar herederos. Después del incendio de Roma, Tito hizo saber que tomaba a su cargo todas las pérdidas y en consecuencia de ello dedicó las riquezas de sus palacios a reconstruir y adornar los templos; con objeto de dar más impulso  a los trabajos, hizo que gran número de caballeros romanos vigilasen la ejecución. Prodigó  a los apestados toda suerte de socorros divinos y humanos, recurriendo, a fin de curar a los enfermos y aplacar a los dioses, a toda suerte de remedios y sacrificios. Entre las calamidades de aquella época, contábanse los delatores y sobornadores de testigos, restos de la antigua tiranía. Tito los hizo azotar con varas y palos en pleno Foro y en los últimos tiempos de su reinado hizo que los bajasen a la arena del Anfiteatro, donde unos fueron vendidos en subasta, como los esclavos, y otros condenados a la deportación a las islas más insalubres. Con objeto de refrenar para siempre la audacia de aquellas gentes estableció, entre otras reglas, que nunca podría perseguirse el mismo delito en virtud de diferentes leyes, ni turbar la memoria de los muertos pasado cierto número de años.
 IX.-Aceptó el pontificado máximo con el único objeto, según dijo, de conservar puras sus manos, y así lo cumplió, porque a partir de entonces no fue ya autor ni cómplice de la muerte de nadie; no le faltaban, en verdad, motivos de venganza, pero decía que prefería morir él mismo a hacer perecer a nadie. A dos patricios convictos de aspirar al Imperio, limitóse con aconsejarles que renunciasen a sus pretensiones, añadiendo que el trono lo daba el destino, y les prometió concederles, por otra parte, lo que anhelaban. Envió incluso correos a la madre de uno de ellos, que vivía lejos de Roma, para tranquilizarla acerca de la suerte de su hijo y comunicarle que vivía. No sólo invitó a los dos conjurados a cenar con él, sino que al día siguiente, en un espectáculo de gladiadores, los hizo colocar expresamente a su lado, y cuando le presentaron las armas de los combatientes, se las pasó, tranquilamente, para que las examinasen. Se añade que habiendo hecho estudiar su horóscopo, les advirtió que los amenazaba a los dos un peligro cierto, aunque lejos aún, y que no vendría de él, lo que confirmaron los acontecimientos. En cuanto a su hermano, que no cejaba en prepararle asechanzas, que minaba casi abiertamente la fidelidad de los ejércitos y que quiso, en fin, huir, no pudo decidirse ni  a hacerle perecer, ni a separarse de él, ni siquiera a tratarle con menos consideración que antes. Continuó proclamándole su colega y sucesor en el Imperio, como en el primer día de su reinado; y algunas veces incluso le rogó en secreto, con lágrimas en los ojos, que viviese en fin con él como un hermano.»
 
     [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Sarpe, 1985, en traducción de Jaime Arnal. ISBN: 84-7291-770-3.]