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«La vida en casa de los Gao volvió a la normalidad al cabo de pocos días. Uno tras otro, fueron regresando los miembros de la familia que habían ido a refugiarse con los parientes. En la ciudad todavía se respiraba cierta confusión, pero el orden público ya estaba restablecido y lo único que inquietaba un poco a la gente era la gran cantidad de soldados que circulaba por las calles.
Juemin y Juehui fueron a la escuela un mediodía. Algunos profesores que habían pedido un permiso para ausentarse a raíz de los disturbios todavía no habían vuelto, y del alumnado sólo había acudido a la escuela una tercera parte. Como no hubo clase, volvieron a casa después de charlar un rato con los compañeros. Cuando pasaban por la puerta del norte vieron que entraban tropas del bando vencedor. Los soldados iban mal arreglados, con pesadas mochilas; algunos llevaban un par de gorras o un par de fusiles y todos tenían un aspecto fatigado.
Corría el rumor de que se dispersaban por los alrededores de la puerta norte buscando alojamiento en las casas. Al principio nadie lo creyó, pero al cabo de poco llegó la noticia de que ya se habían instalado en algunas casas del final de la calle. Los Gao, reunidos en el salón principal, discutían sobre el modo de evitarlo cuando entró Gaozhong, despavorido, avisando de que se acercaban unos soldados. Las mujeres corrieron a esconderse en sus aposentos, como si los soldados ya estuvieran ocupando el salón. El abuelo aún no había vuelto y Keming tuvo que salir a hablar con ellos, acompañado por sus hermanos y Juexin.
Al contrario de lo que esperaban, en la entrada sólo había un palanquín y un oficial que hablaba con Yuancheng y Wende. Era un hombre de otro distrito, de mediana estatura, y, aunque iba bien arreglado, parecía vulgar. En su cara roja se dibujaban dos hileras irregulares de dientes oscuros y se iba dando golpes en el pecho mientras hablaba. Al ver a Keming le dijo de malos modos que la mujer de un oficial que acababa de llegar a la ciudad, y que él custodiaba, quería alojarse una temporada en la casa. Esperaba la respuesta de Keming con actitud amenazante.
Keming, lívido, no daba crédito a sus oídos. Excepto cuando era estudiante en Japón, nunca nadie se había atrevido a hablarle de aquel modo. Tenía cuarenta y dos años, era un funcionario de alto rango, había ocupado muchos cargos y era un abogado de prestigio en la provincia. En casa y en sociedad era un hombre respetado; y, de pronto, aquel oficial maleducado le hablaba desconsideradamente y se atrevía a mancillar su casa. Aquello era un ultraje. Quiso abofetearle, pero el fusil que colgaba del cinto del oficial le hizo desistir del impulso. Aunque pertenecía a una familia ilustre y era muy orgulloso, también era prudente y, como decía el refrán, "hay que ser lo suficientemente hábil para mantenerse a cubierto y actuar según se presente la ocasión". Así pues, se limitó a mirar a aquel hombre de arriba a abajo y, haciendo un gran esfuerzo, le dijo que no había bastante espacio en la casa, que aquella señora no se sentiría cómoda allí y que sería mejor que buscara otro sitio para instalarla.
-¿Que no hay espacio? ¿Y el salón principal? -replicó el oficial, con el ceño fruncido, mientras acariciaba el fusil. De entre los dientes oscuros le brotaba una espuma blanca que le salpicaba la cara a Keming-. Nosotros arriesgamos la vida y ahora que os pedimos alojamiento, ¿no nos lo dais? ¡Pues claro que vamos a quedarnos en el salón! -Fue al palanquín y, descorriendo la cortinilla, dijo-: Señora, ya podéis bajar. Con esta gente es inútil razonar.
Una mujer de unos treinta años, con la cara completamente embadurnada de colorete, vestida con una camisa corta ajustada y un pantalón con los bajos holgados, bajó del palanquín. Después de lanzar una ojeada a los que estaban allí, se dirigió al salón con la cabeza erguida, seguida por el oficial.
Keming se quedó mudo. Pensó en seguirlos, pero se acordó de que estaban con él sus hermanos y los criados. Él era un señor, y era indecoroso ir tras aquella mujer de la vida. Se quedó como un pasmarote, observando a la mujer que entraba en su casa. Se sentía humillado: aquel salón espléndido, tan bellamente ornamentado, donde tantos personajes honorables habían hablado sobre asuntos importantes, lugar de asueto de la buena sociedad, iba a convertirse en la alcoba de aquella mujer de baja estofa. No podía permitir que ultrajasen aquel lugar, tenía que defender sus derechos. Que aquella mujer se instalara allí no sólo atentaba contra la dignidad de la estancia, sino que también supondría que entraran en la casa unos aires de libertinaje que podían envenenar a la familia Gao.
Con el firme propósito de defender los principios de la moral tradicional, se dirigió hacia el salón, apartó la cortina y entró. Le dijo enérgicamente a la mujer que no podía quedarse allí, que tenía que irse de inmediato; era la casa de una familia ilustre que gozaba de la más alta consideración en la ciudad. Hablaba con una osadía desconocida. Detrás estaban sus dos hermanos, Kean y Keding, asustados por su arrojo. Kean, que se había vuelto un hombre amedrentado desde la revolución de 1911, cuando era magistrado en el distrito de Xichong y tuvo que huir disfrazado, le tiraba de la manga para que se contuviera. Al ver que no le hacía caso, salió despavorido del salón.
El oficial hizo un movimiento amenazante pero la mujer le ordenó que se detuviera. Con un gesto calmado y una sonrisa, la mujer miraba descaradamente a Keming, deleitándose con el rostro delgado y de facciones regulares de aquel hombre que aún conservaba vestigios de juventud. Con un dedo junto a la comisura de los labios, fingía escuchar con atención todas sus explicaciones. Su actitud no hacía mella en Keming, pero sí en Keding, que observaba con detenimiento cada uno de los gestos de la mujer: su rostro redondo y rellenito, el arco de las cejas, la mirada encantadora, la boca bien dibujada, todo lo que su mujer no tenía. Sin embargo, lo que más le gustaba era el talle, esbelto y grácil, que no tenía punto de comparación con la cintura rechoncha y casi inexistente de la señora Shen. Aquella sonrisa le atraía con una fuerza irresistible. De repente, ella lo miró y él se ruborizó sin poder evitarlo.
Keming terminó de hablar y se quedó allí plantado con una expresión furiosa.
-¿Ya está? -preguntó ella, divertida.
Keming, fuera de sí, no contestó. Entonces la mujer, dirigiéndose al oficial, dijo:
-Muy bien, vayámonos, no sea que importunemos a esta familia. Aquí no somos bien recibidos, ya nos acogerá alguien.
Se encaminó hacia la puerta muy despacio, con el cuerpo ligeramente inclinado, como queriendo inspirar lástima. Keming se apartó para dejarla pasar.
El oficial, que se resistía a irse, hizo un gesto bravucón, pero de nuevo la mujer le detuvo y no le quedó más remedio que seguirla. Acercaron el palanquín y el oficial se puso al lado del porteador. Encolerizado, le gritó a Keming:
-Si os incomoda que vengan un par de personas, esperad, os mandaré un pelotón entero. ¡Ya veréis entonces! Conmigo no se juega.»
[El texto pertenece a la edición en español de Libros del Asteroide, 2014, en traducción de Eulalia Jardí Soler. ISBN: 978-84-15625-55-1.]
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