V.- La capacidad de observar
29.-El teléfono
«Marshall McLuhan ha escrito que el teléfono exige una participación completa de la persona. Para entender es necesario asir los sonidos más débiles, los matices de la voz y del tono. Adivinar el estado de ánimo e intuir la intención. Al comunicarnos por teléfono, hemos de desarrollar en nosotros un poco las virtudes de los ciegos, que advierten la realidad sin verla con los ojos.
La mayoría de las personas prefiere encontrarse físicamente. Sobre todo cuando del encuentro depende un acuerdo económico o está en juego el amor. La presencia física nos ofrece muchísimos elementos con que reconstruir la actitud interior y las intenciones del otro. En primer lugar, la cara. Si sonríe, si sus ojos están ausentes, aburridos, o si por el contrario están atravesados por rayos. Alguna vez, basta con un movimiento de los músculos faciales, con una expresión de sorpresa. Luego está el cuerpo. La manera de sentarse del otro, si está relajado o si, por el contrario, está inquieto y agitado. Si cruza las piernas, si se levanta.
Por teléfono no podemos ver estas cosas. Del mismo modo que no podemos ver si fuma, ni cómo lo hace. Si sostiene un cigarrillo entre los dedos suavemente o si lo hace con nervios y sacudiendo la ceniza sin parar. No podemos ver su ropa, si va elegante y acicalado o si nos recibe descuidado porque no le importamos nada.
En cambio, por teléfono pueden captarse informaciones que, alguna vez, se pierden entre la gran abundancia de estímulos de un encuentro directo. Porque es como si el otro estuviera concentrado en un solo punto, como un cincelador. O como un tirador de esgrima que, si se distrae un instante, si deja que un pensamiento cruce por su cabeza, puede ser tocado. La persona que no tiene interés por lo que le decimos, en un encuentro cara a cara logra, de alguna manera, disimularlo. Por teléfono, en cambio, su capacidad de concentración disminuye automáticamente, pierde una palabra, una frase. Se ve obligada a preguntarnos de nuevo algo, o bien hace una observación que no tiene nada que ver con la conversación.
Además, resulta difícil expresar emociones que no se sienten. Por ejemplo, los pésames. Si se va personalmente al funeral, es suficiente mantener la mirada baja, murmurar pocas palabras y hacer un ademán convencional. Por otra parte, la emoción colectiva se comunica fácilmente, nos hace partícipes aunque nos sintamos indiferentes. En cambio, por teléfono, en el diálogo solitario de tú a tú, en el silencio absoluto del micrófono, sólo aquél que está sinceramente emocionado sabe qué decir. Las vibraciones de su voz, las pausas, la respiración, desde el otro lado, hablan más que él.
La bondad de ánimo se revela fácilmente por teléfono. Aunque, en un principio, la persona generosa se vea cogida de improviso, no se encuentre bien o, incluso, esté molesta, al cabo de un rato su voz se suaviza milagrosamente. No consigue hacer prevalecer sus intereses. Lamenta no poder responder, o bien no poder conversar más. Vosotros entendéis que os querría ayudar y que le disgusta no poder hacerlo.
El entrometido y el ávido, en cambio, continúan su camino a pesar de lo que digáis por teléfono, indiferentes hacia vuestros problemas. Insisten. Si les decís que no tenéis más tiempo, se disculpan y empiezan de nuevo a hablar, a pedir. Ignoran todas vuestras reacciones: la prisa, el disgusto, la incomodidad, el ansia y la cólera. Son implacables. Al contrario de los generosos, que interrumpen rápidamente la comunicación para no molestaros.
Todos nosotros hemos tenido este tipo de experiencias y sabemos que puede analizarse a las personas hablando por teléfono con ellas. Nos resulta más difícil de creer que puedan diagnosticarse de igual manera las empresas. Apreciar su estado de salud, si son eficientes o ineficientes, si prosperan o fracasan.
El primer contacto se produce a través de la centralita. En una compañía que funciona bien, que quiere tener ganancias, una llamada telefónica es la ocasión de hacer un negocio. El que telefonea puede ser un cliente y es por tanto bien recibido siempre. La eficiencia se pone de manifiesto en el tono de voz y la atención que se dedica. Quien responde en la centralita de la compañía eficiente comunica, aun sin darse cuenta, que está contento de su trabajo, que se responsabiliza de él y quiere prestar un servicio.
La empresa ineficiente es reconocible también por no tener memoria. Podéis llamar cien veces a la misma persona, quizás al director general o al presidente y cada vez os preguntarán quién sois y qué queréis. Es como si os respondiesen cien personas diferentes sin relación entre sí. Cuando el marasmo de la compañía es muy grave, no hay nadie que sepa ya nada. Ni siquiera las secretarias personales de los más altos directivos, que por lo general aprenden de memoria los nombres de los clientes más importantes y los reconocen inmediatamente por la voz.
Al pasar una a una por todas las oficinas es posible, a través del teléfono, diagnosticar su funcionamiento. Valorar la moral, el tono jocoso de la gente que allí trabaja, el espíritu de cooperación, su grado de información sobre los problemas y su capacidad de tomar decisiones.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones B, 1988, en traducción de María José Jaular, pp. 139-142. ISBN: 84-7735-927-X.]
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