viernes, 5 de julio de 2019

Bajo el árbol de los Toraya.- Philippe Claudel (1962)


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«Le debo a Sergio Leone haber querido hacer cine. Yo tenía diez años. Todos los domingos iba a ver una película al Georges, uno de los dos cines de la pequeña ciudad de mi infancia. La mayoría de las veces eran comedias francesas, burdas y admirables, con guiones tontos y permeables a más no poder, que me encantaban. Policías, ladrones, sinvergüenzas simpáticos y canallas de tres al cuarto. La programación reflejaba los inmensos éxitos de la época. De Funès. Bourvil. Los Charlots. Me tragaba bodrios increíbles, destinados a los soldados de reemplazo, en los que actores como Pierre Tornade, Jacques François, Grosso et Modo y Michel Galabru solían aparecer con uniforme militar y en situaciones ridículas.
 Íbamos al cine como quien iba de paseo, sin preocuparnos demasiado del paisaje que nos rodeaba, por el simple gusto de estirar las piernas. Estar en la sala, a oscuras, sintiendo a nuestro alrededor la presencia de otros cuerpos, y ver aparecer de pronto en la gran pantalla pedazos de vida, combinarlos unos con otros, sentir lo mismo que los demás a la vez que ellos y luego, cuando aparece la palabra "fin", abandonar la noche artificial y volver a la luz del día, que devuelve a cada uno a su sitio y a sus reducidas dimensiones y dispersa a quienes momentos antes reían, sufrían y temblaban al unísono: el cine es una experiencia de las tinieblas felices. Felices porque se vuelve de ellas. 
 Creo que durante mucho tiempo veía las películas como si fueran una especie de libros de imágenes animadas. Su autor era anónimo. Incluso creo que no pensaba que detrás de todo aquello hubiera un hombre. Las películas no reflejaban una mirada personal sobre lo que me mostraban. No me planteaba ninguna pregunta sobre su elaboración. No me parecían el resultado de un trabajo. Y de pronto llegó Leone. El primer cineasta cuyo nombre aprendí y retuve. Leone. Sergio Leone.
 Recuerdo los ojos del protagonista, enormes en la pantalla del cine Georges. Dos ojos inmensos que ocupaban todo el lienzo. Y esos ojos nos miraban con insistencia. El plano se alargaba. Ésos fueron los ojos que lo cambiaron todo. Por primera vez comprendí que alguien había decidido destacar el perímetro de la mirada sobre el resto del cuerpo del actor y enfrentar al espectador con sus ojos gigantescos. Del mismo modo que, más tarde, en la misma película, decide lo contrario, empequeñecer el cuerpo del protagonista, reducirlos a él y su caballo a las proporciones de una hormiga y hacer que se pierdan en el espacio del paisaje, como una partícula de vida moviéndose en un desierto de piedras rojizas.
 A partir de ese día vi el cine y, por extensión el mundo, con otros ojos. Quería descubrir cómo se había creado la película que me ofrecían. En otras palabras, intentaba meterme en la cocina para saber cómo había elegido los ingredientes el cocinero, cómo los había preparado, cómo había ligado las salsas. Y en cuanto al mundo, ya no dejaba que se me tragara ni me zarandeara; intentaba fijarme en detalles, identificar elementos distintivos, aislarlos dentro de un marco como si mi ojo se hubiera convertido en una cámara. Me parecía que de ese modo, mediante las técnicas de encuadre, la elección de objetivos de distancia focal corta, media o larga y los procesos de montaje, podía enfrentarme mejor a aquel sitio al que me habían arrojado. Al final, me hacía la ilusión de que de todo aquello surgía un sentido, de que mi vida iba a convertirse en la película que yo decidiera hacer.
 Pasarían años antes de que tuviera una cámara -una Kodak Súper 8 que el padre de un amigo me vendió por muy poco dinero-, pero me inicié muy pronto en el cine. Estoy convencido de que, en el fondo, el cine puede prescindir de la cámara, de la película, de la sala. Hacer cine es decidir reorganizar los elementos que nos rodean. Es elegir contar una historia de la que formas parte. Es tomar el mando un poco y por un tiempo.
 No sé por qué vuelvo a pensar en todo esto sentado sobre la tumba de Eugène. Hoy hace un tiempo que quizá invita a plantearse preguntas serias. Acudo a este cementerio a menudo. Primero porque es agradable, con tumbas bonitas y árboles grandes que les dan sombra, gatos sin dueño que pasean sus siluetas altivas por los senderos de gravilla y escasos visitantes. Y además vengo por Eugène, claro. Hace casi dos años que descansa bajo una losa de cemento sobre la que todavía no han colocado ninguna lápida. Durante unos meses eso me preocupó. Ahora me he acostumbrado. En cierto modo es como si la tumba fuera provisional. Como si le hubieran dado la oportunidad de probarla durante un tiempo y devolverla si no le convencía. Si no está satisfecho, le devolvemos su dinero. Eugène parece conforme con esta losa de cemento, que se ha agrietado por el centro y se desmenuza por la esquina superior derecha. En todo caso, de momento, no se ha quejado.
 Me siento también sobre la tumba de su vecino, Georges Loerty (1876-1928). Bajo los años de nacimiento y muerte pone que era poeta. He tratado de encontrar alguno de sus libros para poder leerle fragmentos a Eugène y que lo conozca, pero no he dado con ninguno, ni en las librerías de viejo ni en Internet. Tampoco he encontrado más información sobre Georges Loerty. Es como si nunca hubiera existido. Dejamos de vivir, pero en realidad también dejamos de morir, numerosas veces.
 Nunca traigo flores a la tumba de Eugène. A él no le iba eso. El regalo más apropiado y que más le pegaría sería una botella de Burdeos, pero sólo bebería yo, y en un sitio así no parece serio. Además, en la entrada del cementerio hay un letrero que especifica que dentro está prohibido comer y beber. "Por respeto". No sé qué tiene que ver el respeto con todo esto. ¿Respeto por quién? ¿Por los muertos? ¿Por los vivos? ¿Por la comida? ¿Por la bebida?
 Suelo hablarle a Eugène, en voz alta o en silencio. Le cuento cómo me va y eso me ayuda a aclararme yo también. Le hablo de los grandes acontecimientos mundiales que se ha perdido. De películas que le habrían gustado -por ejemplo, no le perdono que haya muerto sin ver La gran belleza, de Paolo Sorrentino-, los libros que seguro que me habría regalado -"Debería gustarte..."-. Le hablo de la estupidez y su progreso, de Florence, de Elena, en cuya casa paso ahora alguna que otra noche escondiéndome por las mañanas, avergonzado de tener veintitrés años más que ella y un cuerpo que se bloquea, de mi proyecto sobre una película titulada La fábrica interior, cuyas grandes líneas le expuse unos meses antes de su muerte.»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Salamandra, 2017, en traducción de José Antonio Soriano Marco. ISBN: 978-84-9838-782-7.]

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