miércoles, 10 de julio de 2019

La inteligencia de las flores.- Maurice Maeterlinck (1862-1949)


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Nuestro deber social

«No nos digamos: en la mesura, en la honradez mediana es donde se encuentra siempre la mejor verdad. Esto quizá sería cierto, si la mayor parte de los hombres no pensasen, no esperasen mucho más bajo de lo que conviene. Por esto es necesario que los demás piensen y esperen más alto de lo que parece razonable. El término medio, la honrada medianía de hoy será próximamente lo que habrá de menos humano. Encuentro al azar de una reciente lectura, en la vieja crónica flamenca de Marcus van Warnewyck, un curioso ejemplo de esa excelente opinión del buen sentido o más bien del sentido común y del justo medio. Marcus van Warnewyck era un rico burgués de Gante, instruido y en extremo prudente. Nos dejó el diario minucioso de todos los acontecimientos que se desarrollaron en su ciudad natal, desde 1566 hasta 1568, es decir desde el primer delirio de los iconoclastas hasta la terrible represión del duque de Alba. Lo que conviene admirar en esa narración auténtica y sabrosa no es tanto el vivo colorido, la precisión pintoresca de los menores cuadros: ahorcamientos, escenas de hogueras, tormentos, motines, batallas, predicaciones, etcétera, semejantes a cuadros de Brueghel, como la serena y límpida imparcialidad del narrador. Católico ferviente, censura con pluma igual y moderada los excesos de los protestantes y los españoles. Es el juez incorruptible, el justo por excelencia. Representa verdaderamente la suprema sabiduría práctica y ponderada, la mejor voluntad, la humanidad más razonable y más sana, la indulgencia, la piedad más equilibrada, la más ilustrada de su tiempo. Sin embargo, se permite encontrar sensible que tantos suplicios sean necesarios. Parece estimar, sin atreverse a sostener abiertamente una opinión tan paradójica, que quizá no sería indispensable quemar a tantos herejes. Mas no parece pensar un solo instante que sería preferible no quemar ninguno. Esta opinión es tan extravagante, se encuentra a tales extremos del pensamiento humano, que ni siquiera acude a su espíritu, que aún no es visible en el horizonte o en las alturas de la inteligencia de su época. Sin embargo, es la humilde opinión media de hoy. ¿No sucede lo mismo, en este momento, con las cuestiones no resueltas del matrimonio, del amor, de las religiones, de la autoridad, de la guerra, de la justicia y demás? La humanidad, ¿no ha vivido aún bastante para darse cuenta de que es siempre la idea extrema, es decir, la más elevada, la de la cima del pensamiento, la que tiene razón? En este momento la opinión más razonable respecto a nuestra cuestión social nos invita a hacer todo lo posible a fin de disminuir poco a poco las desigualdades inevitables y repartir más equitativamente la felicidad. La opinión extrema exige en el acto el reparto integral, la supresión de la propiedad, el trabajo obligatorio, etc. No sabemos aún cómo se realizarán estas exigencias, pero es seguro que simples, muy simples circunstancias las harán parecer un día tan naturales como la supresión del derecho de primogenitura o de los privilegios de la nobleza. Importa, en esas cuestiones de una duración de especie y no de pueblo o individuo, no limitarse a la experiencia de la historia. Lo que ésta confirma y lo que desmiente se agita en un círculo insignificante. Aquí la verdad se encuentra mucho menos en la razón, siempre vuelta hacia el pasado, que en la imaginación que ve más allá del porvenir.

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 Que nuestra razón se esfuerce, pues, para elevarse a más altura que la experiencia. Esto les es fácil a los jóvenes, pero conviene que la edad madura y la vejez aprendan a subir más alto que la ignorancia luminosa de la juventud. A medida que transcurren nuestros años, debemos precavernos contra los peligros que hacen correr a nuestra confianza la multitud de hombres malhechores que hemos encontrado. Continuemos, a pesar de todo, obrando, amando y esperando como si tratásemos con una humanidad ideal. Este ideal no es más que una realidad más vasta que la que vemos. Las faltas de los individuos no alteran la pureza y la inocencia generales; como las olas de las superficies, vistas desde cierta altura, no turban, al decir de los aeronautas, la limpidez profunda del mar.

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 No escuchemos más que la experiencia que nos empuja hacia delante; siempre es más elevada que la que nos retiene o nos echa hacia atrás. Rechacemos todos los consejos del pasado que no nos impulsen hacia el porvenir. Esa experiencia nos enseña que, en ciertas circunstancias, conviene ante todo destruir; y en todo progreso social, el gran trabajo, el único difícil, es la destrucción del pasado. No debemos preocuparnos con lo que pondremos en el puesto de las ruinas. La fuerza de las cosas y de la vida se encargará de reconstruir. Hasta se apresura demasiado a reedificar, y no sería conveniente ayudarla en su tarea precipitada. No vacilemos pues en usar hasta el exceso de nuestras fuerzas destructivas: las nueve décimas partes de nuestros golpes se pierden entre la inercia de la masa, como el choque del más pesado martillo se dispersa en una gruesa piedra y resulta poco menos que insensible a la mano del niño que la sostiene.»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1987, en traducción de Juan Bautista Enseñat. ISBN: 84-85471-22-9.]
 

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