martes, 9 de julio de 2019

Vaciar los armarios.- Rodolfo Notivol (1962)


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Un piso en las afueras

«Mi noviazgo fue largo, demasiado largo, casi diez años. Pero, aunque no te lo creas, me casé como mi madre me había traído al mundo: intacta. Juan siempre me respetó en eso. Nunca intentó que las cosas fueran demasiado lejos. Es más, creo que le gustó que le pidiera no hacerlo hasta casarnos. Y se lo pedí convencida. No me hubiera atrevido a volver a casa si me hubiera quedado embarazada. Me daba terror sólo pensarlo. Y, además, creía que era lo correcto. Me habían educado así. Había que ser decente, llegar entera al matrimonio y todo eso. Y cualquier otra cosa tampoco hubiera sido fácil: cuando nos veíamos, o estábamos rodeados de gente o apenas teníamos tiempo para nada.
 Después de licenciarse en el ejército y volver a casa, Juan no tuvo problemas con el trabajo. Tenía buenas manos para el torno y en el taller donde trabajaba le guardaron el puesto. Entre semana venía a buscarme cuando terminaba. Al principio, sólo los martes y los jueves; luego, todas las tardes. Yo, en casa, decía que iba a hacer entregas. Y era verdad. Mi maestra estaba al tanto de lo que ocurría. Era una buena mujer y siempre me quiso mucho. Decía que era la mejor aprendiza que había tenido. Y también conocía a mi madre. Sabía que, si se enteraba de que me veía con Juan por las tardes, me lo prohibiría. Así que siempre me mandaba a mí a llevar los trabajos que acabábamos cada día. Salía del taller con el paquete debajo del brazo y me iba a buscar a Juan. Él me esperaba en la esquina de Bolonia con General Mola, o en un bar que había al principio de la calle Lagasca, para que nadie de mi familia pudiera verlo. Como no podíamos avisarnos, teníamos convenido que si me retrasaba más de veinte minutos no siguiera esperando. Si llegaba, me acompañaba a casa de las clientas y le tocaba otra vez esperarme en la acera de enfrente hasta que terminaba la entrega. Durante años, eso fue todo. No teníamos tiempo para nada más, a las ocho y media tenía que estar de vuelta en casa.
 Los sábados era distinto, los sábados sí me dejaban salir toda la tarde. Íbamos al cine, a dar un paseo o a tomar algo. Algunos días quedábamos con los hermanos de Juan y otros amigos y nos marchábamos todos juntos al baile. Íbamos a un sitio que llamaban "la casa de la perra gorda". Lo llamaban así porque eso era lo que costaba la entrada. Estaba en el barrio de Colón, cerca del canal, un lugar apartado, ya casi a las afueras. Era una especie de garaje, una nave en los bajos de unas viviendas. Los sábados y los domingos lo vaciaban, llevaban los bultos que quedaban juntos a la pared del fondo y los cubrían con unas lonas azules para disimular, ponían una mesa larga que hacía las veces de bar, colgaban unas guirnaldas, colocaban una tarima de madera como escenario, contrataban una orquesta y ya teníamos baile. Luego había que andar con cuidado: el suelo era de cemento y, aunque lo limpiaban, quedaban manchas de grasa de las furgonetas y los coches que guardaban allí a diario. A veces, cuando salíamos, teníamos que limpiarnos las suelas en la tierra de los alcorques para no ir dejando huellas por la calle. No creo que aquel lugar tuviera permisos ni nada por el estilo, pero a cambio estaba menos visitado. En el centro había locales más bonitos: el Ambos Mundos, el Frontón Cinema, el mismo Alaska, pero allí no nos dejaban entrar a las chicas hasta que cumpliéramos los veintitrés.
 A Juan y a mí nos gustaba bailar. Yo lo hacía bien; pero Juan era un bailarín de primera, sobre todo de tango. Aunque tampoco es que pudiéramos disfrutar mucho tiempo: entre ir y volver de aquel tugurio se nos iba más de una hora y mi permiso terminaba a las nueve, así que siempre teníamos que ir a la sesión de las siete. A veces, al salir del baile, de camino a casa, nos separábamos del resto y parábamos en algún lugar escondido, donde nadie pudiera vernos: las tapias de los Agustinos y sitios así. Nos besábamos y nos abrazábamos un rato, pero nunca pasábamos de ahí. Juan ni siquiera lo intentaba. Era cariñoso conmigo, pero sabía guardar las distancias. Y a mí me gustaba que lo hiciera. Me decía que si se contenía era porque me quería. Aunque sabía que ese no era el único motivo. Sabía que, después de dejarme en casa, se marchaba a "continuar la noche", como él decía. Todos los chicos del grupo hacían lo mismo, acompañaban a las chicas y volvían a reunirse. Ellos no tenían problemas para pasarlo bien. No tenían horarios que cumplir y los dejaban entrar en todas partes. Cuando nos juntábamos, hablaban entre ellos de otros locales, sobre todo de uno que se llamaba La Bombilla. Estaba en el barrio de las Delicias y también era un baile; por lo que los amigos de Juan contaban, más bonito que aquel al que iban con nosotras. Pero allí no nos llevaron nunca. Decían que tenía mala fama, que no nos gustaría, que iban mujeres fáciles, de vida ligera. Yo no era tan tonta como para no suponer qué ocurría en aquellos lugares. Las primeras veces, cuando me metía en la cama después de que Juan me dejara en casa, se me ponía un nudo de celos en el estómago. Lo imaginaba bailando el tango con algunas de aquellas mujeres y me daba miedo que encontrara a otra que le gustara más, que no le pusiera tantas condiciones. Pero luego me dejaba vencer por el orgullo. Me decía que yo valía el doble que la mejor de ellas y que Juan sabría apreciarlo. Que, si cedía y le dejaba llegar más lejos conmigo, no volvería a verme de la misma manera. Y así pasaba aquellas noches, con aquel miedo arriba y abajo, cada una con una cosa distinta en la cabeza: en una apretando los puños de rabia y a la siguiente convenciéndome de que no tenía otro remedio, de que, si quería que Juan me respetara, tenía que ser práctica y, mientras siguiéramos solteros, no darme por enterada de lo que hiciera cuando no estaba conmigo. Al final yo era una mujer y él un hombre, los dos sabíamos que eran cosas distintas, y había sido yo quien había impuesto las reglas del juego.
 O, al menos, eso me gustaba creer.»
 
     [El texto pertenece a la edición en español de Xordica Editorial, 2018. ISBN: 978-84-16461-11-0.]
 

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