domingo, 27 de julio de 2025

El haya de los judíos.- Annette von Droste-Hülshoff (1797-1848)

 

  «En tal medio nació Friedrich Mergel [...] El padre de Friedrich, el viejo Hermann Mergel, había sido en su juventud lo que se dice un metódico bebedor, esto es, un tipo que sólo los domingos y días festivos yacía en la acequia, y durante la semana tenía tan buenos modales como cualquier otro. De ahí que no tuviese dificultades cuando pretendió a una muchacha bonita y de buena posición. La boda fue muy alegre. Mergel no bebió demasiado y los padres de la novia regresaron por la noche satisfechos a su casa; pero al domingo siguiente pudo verse a la joven esposa, lanzando gritos y manchada de sangre, correr por el pueblo en dirección a la casa de sus padres dejando abandonados sus buenos vestidos y demás enseres caseros. Esto supuso un  gran escándalo para el pueblo y enorme disgusto para Mergel, quien estaba necesitado de consuelo. Aquel mismo día por la tarde no quedaba ni un cristal sano en su casa y se le vio hasta altas horas de la noche tendido delante del umbral; de vez en cuando se llevaba a la boca un trozo de botella rota, con el que hería su cara y las manos de manera lastimosa. La joven esposa permaneció junto a sus padres, donde se fue consumiendo de pena hasta que murió. No se sabe a ciencia cierta si el arrepentimiento o la vergüenza le martirizaban, el hecho es que parecía cada vez más necesitado de consuelo y pronto se le contó entre los sujetos completamente degenerados. La hacienda se vino abajo; extrañas mujeres trajeron la vergüenza y la ignominia; así transcurrieron los años, Mergel era y seguía siendo un viudo desconcertado y miserable, hasta que de pronto apareció de nuevo como novio. El asunto era de por sí inesperado y la personalidad de la novia contribuyó a aumentar la sorpresa. Margreth Semmler era una persona honrada y decente, ya de cuarenta años; en su juventud había sido una belleza de la aldea y todavía ahora se la consideraba como inteligente y buena administradora, y además no pobre de recursos económicos; y por eso nadie comprendió el motivo que la había empujado a dar este paso. Sin embargo, creemos encontrar el motivo en la conciencia que ella tenía de su propia perfección y seguridad, pues la tarde anterior a la misma boda ella misma dijo: "Una mujer que es maltratada por su marido es tonta o no sirve para nada; si me va mal, decid que la culpa es mía". Desgraciadamente el resultado demostró que ella había sobreestimado sus fuerzas. Al principio infundió respeto a su marido, que no solía entrar en casa deslizándose por el granero cuando venía algo bebido, pero el yugo le oprimía demasiado para soportarlo largo tiempo y pronto le vieron cruzar la callejuela tambaleándose y entrar en la casa; se oyó en el interior su escandaloso alboroto y se vio cómo Margreth corría y cerraba la puerta y las ventanas. Un día de ésos -que no era domingo- la vieron salir precipitadamente de la casa, sin cofia ni pañuelo, el cabello suelto sin peinar, arrodillarse junto a un macizo de hierbas y palpar la tierra con las manos, después miró temerosa en torno suyo, cortó rápidamente un manojo de hierbas y lentamente volvió a la casa; pero no entró por la puerta sino por el granero. Se decía que Mergel le había puesto la mano encima por vez primera aquel día, a pesar de que tal confesión jamás salió de sus labios. A los dos años de este desgraciado matrimonio llegó un hijo -no se puede decir que con regocijo, pues Margreth tuvo que haber llorado mucho cuando el niño nació. Sin embargo, aunque aquel niño había sido gestado bajo un corazón lleno de amargura, Friedrich fue un niño sano y bonito que creció fuerte al aire libre. El padre le quería mucho, nunca venía a casa sin traerle un trocito de bollo o algo parecido, y hasta se creía que, desde el nacimiento del muchacho, Mergel se había vuelto más ordenado; al menos, el alboroto en la casa había disminuido.
 Friedrich tenía nueve años; era por la fiesta de los Reyes Magos; una noche de invierno cruda y tempestuosa. Hermann había asistido a una boda y se puso temprano en camino porque la casa de la novia distaba tres cuartos de milla. Aunque había prometido regresar al atardecer, la señora Mergel no contaba con ello, ya que tras la puesta del sol había comenzado a nevar copiosamente. Hacia las diez atizó las cenizas del hogar y se preparó para ir a dormir. Friedrich estaba a su lado, medio desnudo y escuchaba los aullidos del viento y el trepidar de los tragaluces de la casa.
 -Madre, ¿no viene padre hoy? -preguntó.
 -No hijo, mañana.
 -¿Pero por qué no, madre? ¡Si prometió venir!
 -¡Ay, Dios mío, si mantuviera todo lo que promete! ¡Anda, anda, termina!
 Apenas se habían acostado cuando se levantó un vendaval que parecía querer arrancar la casa del suelo. El dosel de la cama temblaba y el viento que se introducía por el hueco de la chimenea bramaba como un fantasma.
 -¡Madre, están golpeando fuera!
 -Calla, Friedrich, es la tabla de la cornisa que está floja y la mueve el viento.
 -¡No madre, es en la puerta!
 -La puerta no cierra bien; el picaporte está roto. ¡Dios, duérmete de una vez! No me eches a perder el breve descanso de la noche.
 -Pero ¿y si padre viniese ahora?
 La madre se dio la vuelta bruscamente en la cama.
 -¡A ése le tiene el diablo bien agarrado!
 -¿Dónde está el diablo, madre?
 -¡Ya verás trasto! ¡Está detrás de la puerta y va a venir a por ti como no te calles!
 Friedrich se calló; escuchó un ratito todavía y después se durmió. Transcurridas unas horas se despertó. El viento había cambiado y, ahora, a través de la rendija de la ventana le silbaba al oído como una serpiente. Su hombro estaba entumecido de frío, se deslizó bajo las sábanas y el miedo le hizo permanecer completamente inmóvil. Transcurrido un rato notó que la madre tampoco dormía. La oyó llorar y de vez en cuando decía:
 -¡Dios te salve, María! ¡Ruega por nosotros, pecadores!
 Las cuentas del rosario se deslizaron por el rostro del niño... Se le escapó un suspiro involuntario.
 -Friedrich, ¿estás despierto?
 -Sí, madre.
 -Hijo, reza un poco, ya sabes la mitad del Padre Nuestro. ¡Para que Dios nos proteja de la escasez de agua y de fuego!»

  [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 1996, en edición de Ana Isabel Almendral, pp. 87-90. ISBN: 84-376-1451-1.]

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza tu comentario: