El puente
«Mi viejo lleva tres años en el
manicomio. Apenas tiene sesenta y ocho, joven para el estado en que se
encuentra. Cada vez que lo visito es una persona distinta, como si estuviera
probando diversas patologías para ver cuál le queda mejor. Su deterioro se
produjo tan lentamente que casi pasó inadvertido para mí, hasta el día, hace
tres años y medio, en que atacó a un hombre en la corte –su propio cliente-. Lo
acuchilló varias veces en el cuello y el pecho con un abrecartas, y casi lo
mata. El hecho nos tomó totalmente por sorpresa y a la prensa le encantó la
historia. Hablaron de ella durante meses y ningún detalle del escándalo quedó
sin publicarse. Por ejemplo, se mencionó con evidente deleite que el cliente de
mi padre, la víctima –acusado de lavado de dinero- podría terminar encerrado
junto con su ex abogado si lo declaraban culpable. Un columnista aprovechó el
tema para discutir la posibilidad de una reforma carcelaria, mientras que un malvado
caricaturista político presentó a los protagonistas como una pareja de amantes,
tomados de las manos y jugando a la casita en una bien equipada celda. Mi madre
dejó de contestar el teléfono o leer los diarios; de hecho, rara vez salía de
casa. Pero toda la palabrería resultó irrelevante al final: el blanqueador de
dinero fue absuelto; mi padre, no.
Afortunadamente, su juicio fue breve. Mi
viejo, acusado de asalto e intento de asesinato y enfrentado a una sentencia
que lo mantendría tras las rejas hasta bien entrados sus ochenta años, optó por
declararse demente. Considerando su posición social e historial profesional, le
consiguieron un lugar en el manicomio y aunque al inicio su presencia era
notablemente discordante, con el tiempo se ha vuelto, en esencia,
indistinguible del resto de los internos.
Una enfermera pálida y de aspecto cansado me
hizo pasar a la sala de visitas y me comentó que mi viejo había estado de mal
humor en los últimos días.
-Ha estado haciendo algunas escenitas.
Nunca la había visto antes.
-¿Es usted nueva? –le pregunté.
Caminaba con brío y yo me esforzaba por
seguirle el paso. Me dijo que la habían transferido del pabellón de mujeres.
Traté de darle conversación, sobre cómo eran las cosas en el nuevo pabellón, si
se adaptaba bien a las inevitables diferencias de género, pero el tema no le
interesaba, sólo quería hablarme de mi padre.
-Es un encanto –me dijo.
Estaba preocupada por él. No comía y algunos
días se negaba a tomar sus medicinas. La semana anterior, había arrojado su
plato de comida a un hombre que por casualidad tropezó con él en la fila del
almuerzo.
-Ese día servían tallarines con salsa de
tomate. Ya se imaginará el escándalo.
Y, por si no podía imaginármelo, continuó
describiéndome la escena: cómo mi viejo se alejó a paso tranquilo de su
víctima, se sentó frente al televisor en una esquina de la cafetería y se quedó
viendo un documental sobre animales en la Amazonía, sin volumen, mientras
esperaba a que vinieran las enfermeras; y cómo, cuando éstas llegaron, cruzó
las muñecas y extendió los brazos hacia el frente, como esperando que lo
esposaran, aunque, me aseguró la enfermera, “rara vez usamos las esposas en
hombres como su padre”. Mientras esto ocurría, algunos pacientes aterrorizados
habían empezado a llorar: pensaban que la víctima se estaba desangrando frente
a sus propios ojos, que se le habían salido las entrañas del cuerpo malherido.
La enfermera suspiró pesadamente. Entre los residentes del asilo circulaban
todo tipo de ideas. Algunos creían que había ladrones que robaban los riñones,
hígados y pulmones de los pacientes, y era imposible convencerlos de lo
contrario.
Llegamos hasta una puerta cerrada. Le agradecí
por la información.
-Usted debería visitarlo más seguido –me dijo.
Una luz fluorescente brillaba sobre nosotros,
fría, clínica. Clavé la vista en la enfermera hasta que vi el color agolpándose
en sus mejillas. Me acomodé la corbata.
-¿Visitarlo más seguido? –le dije-. ¿Le parece
una buena idea?
La enfermera bajó la mirada, inquieta y nerviosa.
-Discúlpeme.
Sacó un llavero del bolsillo de su chaqueta, y
al hacerlo, su cigarrera de plata cayó con estrépito, y una docena de
cigarrillos largos y delgados se esparcieron por el piso de cemento, como
formando la confusa silueta de un cadáver.
Me agaché para ayudarla a recogerlos. Su
rostro tenía ahora un rojo intenso.
-Me llamo Yvette –dijo-. Por si necesita algo.
No le respondí.
Franqueamos la puerta y entramos a un cuarto
común, enorme y casi desierto. Había unos pocos sofás deteriorados y a lo largo
de una pared blanca colgaba un anaquel de madera prensada con sus repisas casi
vacías, excepto por un delgado manual de reparación de canoas, una novela
amarillenta sobre espionaje durante la Guerra Fría y algunas revistas de moda
deshojadas. No había más de una docena de hombres y la habitación se encontraba
en silencio.
¿Dónde estaban todos?
Yvette me explicó que muchos de los pacientes
–había usado esa palabra todo el tiempo, no internos, ni reclusos como los
llamaban otros- estaban aún en la cafetería y que algunos se habían retirado a
sus habitaciones.
-¿A sus celdas? –pregunté.
Yvette apretó los labios.
-Si usted lo prefiere.
Y prosiguió: muchos estaban fuera, en los
jardines. El día había amanecido despejado en esta parte de la ciudad, y me
imaginé un tranquilo juego de voleibol, un par de hombres parados a uno y otro
lado de una red vacilante, pero pronto me di cuenta de que esas imágenes
provenían de películas y que, de hecho, yo no tenía ni la menos idea de qué
podrían hacer en uno de estos raros días de sol límpido y brillante aquellas
personas encerradas contra su voluntad en un hospital para criminales insanos.
Quizás se echarían sobre el pasto a tomar una siesta, recogerían flores, o
escucharían el canto de las aves o los ruidos no tan distantes del tráfico de
la ciudad. O tal vez se deslizarían por el patio, donde el césped amarillento
cedía más terreno cada día a la tierra oscura y pelada, en estos mal llamados
jardines, donde cada interno es sólo un hombre
dentro de un baile más decadente y mucho más solitario. Mi padre
prefería quedarse bajo techo. Al inicio no le permitían salir y ya se había
acostumbrado, como un gato casero, a mirar por las ventanas, demasiado
orgulloso para admitir que le interesaba lo que quedaba afuera. En los tres
años que llevaba visitándolo, habíamos paseado por los jardines sólo en una
ocasión: una mañana gris bajo un cielo solemne, el día de su cumpleaños, el
primero luego del divorcio. Había caminado cabizbajo todo el tiempo. Le
mencioné esto a Yvette y ella asintió.
-Bueno, es que no son exactamente jardines,
usted sabe.
Claro. Así como Yvette no era exactamente un
enfermera, y esta prisión no era exactamente un hospital. Por supuesto que lo
sabía. Observé a una mujer leyendo a un grupo de internos algo que resultó ser
un cuento para niños. Apenas sí podía terminar una oración sin que la
interrumpieran. Mi padre estaba sentando en su lugar de siempre, junto al
ventanal del rincón más alejado, que daba a los pocos usados senderos que
cruzaban por entre los árboles alrededor del edificio principal. Estaba solo, y
eso me molestó, hasta que me di cuenta de que todos los pacientes de este grupo
estaban solos; incluso aquellos que se encontraban, al menos a primera vista,
acompañados. Una docena dispersa de hombres solitarios, perdidos en sus
pensamientos o drogados hasta la somnolencia, en un espacio donde el contacto
visual, la base misma de toda interacción humana, incomodaba.
Yvette me tocó el brazo y se marchó sin decir
una sola palabra.
Avancé hacia mi padre. Pasé junto a una
pequeña mesa repleta de juegos y folletos ubicada contra una pared de color
salmón. Allí, colgado, un tablero de información anunciaba el programa de la
semana –“Noche de poesía”, “Noche de deportes”, “Noche de cebiche”-. Hasta
donde pude ver, casi no había noche en la que no hubiera alguna actividad
planeada; con razón estos hombres se veían tan cansados. Todos usaban su propia
ropa, desde la más gastada hasta la más o menos elegante; esta carencia de
vestido uniforme funcionaba como una especie de indicador taquigráfico que
revelaba a primera vista quiénes habían sido abandonados y quiénes mantenían
aún, no importaba cuán tenuamente, alguna conexión con el mundo exterior. Había
sujetos desmelenados con los pantalones deshilachados y camisetas raídas, y
otros que lucían como si fueran a tener una cita de negocios más tarde, que aún
se preocupaban por mantener sus zapatos de cuero embetunados y lustrados. Un
hombre vestido con un overol de jean escribía una carta en una de las dos mesas
largas. Un televisor desconectado se ubicaba en ángulo frente al pequeño sofá.
Su ojo gris y bulboso reflejaba la luz que se colaba por las ventanas. Las
cortinas estaban abiertas, pero las ventanas no podían abrirse y la habitación
estaba sumamente calurosa.
Me senté en el alféizar de la ventana.
-Hola, papi –dije.
Él no me respondió, sólo cerró los ojos y
sujetó los brazos de la silla, como alistándose a saltar o para evitar caerse.»
[El texto pertenece a la edición en español de Santillana Ediciones
Generales, 2010, en traducción de Jorge Conejo Calle, pp. 71-76. ISBN: 978-84204-0612-1.]
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