La mesa redonda del tío Joca
«Todos los años, toda la familia se reunía en la sala de plata con motivo de la fiesta onomástica del tío, el 17 de julio, día del patrón, en que caía también la fiesta de la bendición de la casa solariega. Desde la muerte del abuelo, tío Joca, en cuanto cabeza de familia, tenía el deber de mantener viva esta tradición pía. Emprendía sus viajes siempre de modo que pasaba en Caran la fiesta del patrón.
Por la mañana se realizaba la bendición solemne. Todos los miembros de la familia estaban reunidos ya muy de mañana, con expectación de fiesta. Cuando el pope Gidiu entraba en la casa, las criadas y mozos abandonaban sus tareas, iban corriendo a la sala de plata y se colocaban detrás de la familia, a distancia conveniente.
Comenzaba la ceremonia de bendición. "Con bendición celestial sea consagrada y protegida esta casa, en Su Santo Nombre trino y uno", decía el pope con voz sonora, y mientras asperjaba la sala de plata echando agua bendita a los cuatro vientos, tío Joca salía de la fila de parientes. El pope le echaba la bendición, y después de él, a todos los demás presentes, por su edad y su categoría.
Luego se adelantaban tres criadas y otros tantos criados. La primera criada daba un pan fresco al pope; la segunda, una cesta llena de fruta madura; y la tercera, una gallina degollada para la fiesta. El criado de más antigüedad ofrecía una botella de aguardiente de trigo; otro, una jarra de agua; y el último, una pala con lumbre del hogar. El pope bendecía el pan, las frutas, el animal degollado, el aguardiente y los elementos.
Cuando el pope había terminado sus funciones y salido de la casa, la servidumbre y las mujeres de la familia se apresuraban a disponerlo todo para la recepción de las visitas.
No habrá habido persona de prestigio y categoría que ese día haya dejado de ir a ofrecer sus respetos al tío. La sala de plata estaba repleta a ratos, de modo que algunos agasajadores tenían que esperar turno en el pasillo. Pero por más visitantes que acudieran, todos habían salido de la casa antes del toque de las doce y no quedaba más que la familia. Aderezábase para ella la mesa oblonga en la sala de plata.
Mas el banquete propiamente dicho se servía, no en la sala de plata, sino en el pasillo abovedado. Allí se ponía la mesa para los pobres, la cual era mucho más espléndida que la de los parientes en la sala de plata, puesto que según la antigua tradición, el sentido propio de la fiesta del patrón estaba en agasajar a los indigentes. En demostración de gratitud hacia Dios, el rico y bien formado debía convidar ese día a los mendigos y lisiados, para que en ágape común se borrara la diferencia entre ricos y pobres.
Tío Joca solía exagerar esta tradición ortodoxa en muchos respectos. Se sentaba a la mesa de los mendigos, lo cual no había hecho ninguno de nuestros antepasados. Y la opulencia de su banquete para lo mendigos excedía en mucho las proporciones usuales.
En julio mandaba ya cebar puercos y gansos para el banquete de lo mendigos, y la víspera de la fiesta iba él mismo al corral para escoger a los capones más gordos. Traía de la bodega los vinos más añejos y las bebidas más exquisitas para sus convidados pobres. También se preocupaba él mismo por la calidad de las frutas y por la sabrosidad de los pasteles.
"Sólo lo mejor, sólo cosas de primerísima calidad -ordenaba a las tías y a las primas ocupadas en preparar la comida-, y todo en abundancia, ¡han de tenerlo todo en abundancia!"
El día en que se agasajaba a los pobres, vaheaban y gorgoteaban los manjares más exquisitos en el horno de la cocina. En las sartenes chirriaba la grasa del asado, y la hornilla estaba llena de deliciosos pasteles. Abajo en el patio se asaban en el asador, a la lumbre, seis piernas de carnero y cuatro lomos de buey. En el pasillo se percibía olor a ganso bien tostado y a berza roja rehogada, olor que no era posible sentir sin que se le hiciera a uno agua la boca.
La mesa estaba ya colmada de manjares y bebidas. Pardos lechones asados, estofado de lomo de corzo, sabrosa riñonada de ternera, salchichas ahumadas, tocino gordo y conejos guisados, así como budines, tortas y fruta estaban ya en todas partes y las criadas traían todavía platos y más platos. Parecía cosa de nunca acabar. Los mozos hacían rodas barriles de cerveza y de aguardiente de doble destilación. Y cuando las campanas anunciaban el mediodía, todo estaba listo para el banquete de los pobres.
El toque de las doce anunciaba el comienzo del banquete. Primero no era sino el campaneo de todos los días, mas luego se agregaban las campanas grandes y pesadas, que sonaban sólo en los días de Navidad y Pascua de Resurrección. Un solemne retumbar se derramaba por sobre la ciudad.
"¡Las campanas del señor Joca!", decía la gente. Y todos sabían que iba a comenzar un espectáculo muy curioso.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editora Espasa-Calpe Argentina, 1946, en traducción de Sigisfredo Krebs.]
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