miércoles, 17 de julio de 2019

La Esposa joven.- Alessandro Baricco (1958)


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«Recuerdo que me sonrojé cuando me dijo esa frase, porque sentí que nos había descubierto, a mi Quijote y a mí, y por eso me sonrojé, en la oscuridad casi total de la habitación, e incluso hoy en día esto me parece tan absurdo, sonrojarme por un libro mientras una mujer mayor que yo, a la que apenas conocía, me estaba lamiendo la piel, y me dejaba hacer esto, sin sonrojarme, sin la más mínima vergüenza. Me quitó toda la vergüenza, eso es. Durante todo el rato estuvo hablándome mientras guiaba mis manos y movía las suyas, me habló lentamente, con el ritmo que le permitía usar su boca en mí o usarla para hablar conmigo, un ritmo que más tarde he buscado en todos los hombres que he tenido, pero sin volver a encontrarlo. Me explicó que a menudo el amor no tenía nada que ver con todo aquello, o por lo menos ella no estaba al corriente de que muy a menudo tuviera que ver. Era más bien algo animal, que tenía que ver con la salvación de los cuerpos. Me dijo que bastaba con evitar darle un sentido demasiado sentimental a lo que estás haciendo, entonces cada detalle se convierte en un secreto que arrancar; y cada rincón del cuerpo, en una llamada irresistible. Recuerdo que durante todo ese tiempo no dejó de hablarme del cuerpo de los hombres y de su forma primitiva de desear, para que me quedara bien claro que por muy adorable que me resultara ese mezclarse de nuestros cuerpos simétricos, lo que quería regalarme era sólo una ficción que me ayudara en el momento adecuado para no perderme nada de cuanto el cuerpo de un hombre pudiera ofrecerme. Me enseñó que no había que tener miedo de los olores ni de los sabores, son la sal de la tierra, y me explicó que los rostros cambian en el sexo, cambian los rasgos, y sería una lástima no entender esto, porque con un hombre dentro de ti, moviéndote encima de él, puedes leer en su cara toda su vida, desde el niño hasta el viejo moribundo, y ése es un libro que en ese momento no puede cerrar. De ella aprendí a empezar lamiendo, contra toda etiqueta amorosa, porque es un gesto servil y noble, de servidumbre y de posesión, vergonzoso y valiente. Y no quiero decir con esto que tienes que lamerle el sexo de inmediato, aconsejaba, es la piel lo que tienes que lamer, las manos, los párpados, la garganta; no pienses que es una humillación, debes hacerlo como una reina, un animal reina. Me explicó que no hay que tener miedo de hablar, haciendo el amor, porque la voz que tenemos mientras amamos es lo más secreto que hay en nosotros, y las palabras de las que somos capaces, la única desnudez total, escandalosa, final, de que disponemos. Me dijo que no fingiera, nunca, es simplemente agotador; añadió que se puede hacer todo y todavía mucho más de lo que creemos que queremos hacer, y que de todos modos existe la vulgaridad, y mata el placer, y me encareció vivamente que la mantuviera lejos de mí. De vez en cuando, me dijo, los hombres, mientras lo hacen, cierran lo ojos y sonríen: ama a esos hombres, dijo. De vez en cuando abren sus brazos por completo y se rinden: ama también a ésos. No ames a los que lloran mientras están follando, aléjate de los que la primera vez se desnudan a sí mismos; desnudarlos tú es un placer que te pertenece. Hablaba y ni por un momento se quedaba quieta, algo en su cuerpo estaba buscando siempre, ya que, me explicó, hacer el amor es un intento sin fin de buscar una posición en la que confundirse el uno en la otra, una posición que no existe, aunque existe la búsqueda y saber hacerlo es un arte. Con los dientes, con las manos, a veces me hacía daño, pellizcando o mordiendo o poniendo en sus gestos una fuerza casi malvada, hasta que quiso decirme que no sabía por qué, pero que eso también tenía que ver con el placer, así que no había que tener miedo de morder o pellizcar o usar la fuerza, aunque el secreto fuera ser capaz de hacerlo con legible transparencia, para que sepa que sabes lo que haces y que lo haces por él. Me enseñó que sólo los idiotas tienen sexo para correrse. ¿Sabes qué significa correrse, verdad?, me preguntó. Le hablé de la Hija, no sé por qué: se lo conté todo. Ella sonrió. hemos pasado a los secretos, dijo. Me contó entonces que durante años había hecho enloquecer a los hombres porque se negaba a correrse mientras hacía el amor con ellos. En un momento determinado, se apartaba, se acurrucaba en una esquina de la cama y se corría sola, acariciándose. Se volvían locos, dijo. A algunos, recuerdo, les pedía que hicieran lo mismo, ellos también. Cuando sentía una especie de cansancio final, me separaba de ellos y les decía Acaríciate. Hazlo. Es bonito ver cómo se corren, delante de ti, sin tocarlos siquiera. Una vez, una sola, me dijo, estaba con un hombre que me gustaba tanto que al final, sin necesidad de decírnoslo, nos separamos y mirándonos, de lejos, no mucho, un poco lejos, nos acariciamos, cada uno a sí mismo, pero mirándonos, hasta corrernos. Pero luego se quedó largo rato callada, cogiendo mi cabeza entre sus manos y llevándola lentamente hasta donde quería sentir mi boca, en la garganta, luego más abajo y donde a ella le gustara. Pero es una de las pocas cosas que recuerdo con claridad, en secuencia, porque el resto de la noche me parece ahora, que estoy dejando que regrese a la memoria, un lago sin principio ni fin, donde cada reflejo sigue allí brillando todavía, pero donde las orillas se han perdido y la brisa es ilegible. Sé, de todas formas, que antes de ese lago no tenía manos, ni había respirado jamás de esa manera, junto a otra persona, o perdido mi cuerpo en una piel que no era la mía. Puedo recordar cuando me puso una mano sobre los ojos y me pidió que me abriera de piernas y muchas veces he vuelto a ver, en los momentos más extraños, el gesto con el que de vez en cuando metía la mano entre su sexo y mi boca, para detener algo que desconozco: a mi boca le correspondía la palma; el dorso, a su sexo. Le debo a esa noche toda la inocencia que he gastado luego en muchos gestos de amor, para salir limpia; y le debo a esa mujer la certeza de que el sexo infeliz es el único derroche que nos hace peores.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2016, en traducción de Xavier González Rovira. ISBN: 978-84-339-7967-4.]
 

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