jueves, 18 de julio de 2019

Piedras de colores.- Adalbert Stifter (1805-1868)


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Creta blanca

«Habían llegado aquellos tristes días en los que un enemigo extranjero invadió el suelo de nuestra patria, permaneciendo en él durante largo tiempo y en repetidas ocasiones, devastándolo con batallas hasta que los memorables esfuerzos de grandes hombres, en los que nuestra patria participó de forma brillante, volvieron a expulsar al enemigo de todo el territorio en el que se hablaba alemán.
 Ya desde el principio de las guerras napoleónicas los tres hombres fueron presa de la mayor agitación. Todos ellos eran ardientes patriotas que no concedían la más mínima virtud a los franceses, sólo deseaban que fueran prontamente derrotados, exterminados, aniquilados y destruidos. En este aspecto el que iba más lejos era el señor, que en el ataque a nuestro país casi veía el más imperdonable acto de ignominia. Esto lo explicaba su afecto por el suelo de sus mayores y el hecho de que, antes de que su corazón le indujera a otra cosa, no había sabido encontrar heredero más digno para su legado que el emperador. Creía que los franceses no eran más que bandidos y asesinos, que debían exterminarse como sabandijas, y que allí donde aparecieran debía acabarse con ellos como si fueran lobos cuando van desde los campos a las casas. Ni siquiera les concedía un sitio en el cielo; todos tenían que acabar en el infierno. No se sabe si de verdad hubiera llegado a matarlos de haberse presentado la oportunidad, pues hasta entonces no se había dado la ocasión de excitar su carácter hasta la ira definitiva.
 Cuando los franceses avanzaron, la cosa empeoró. Los hombres no hablaban más que de periódicos, partes de guerra y cosas parecidas, y proferían palabras crueles. Los niños no sabían nada, en aquel entonces sólo les incumbía crecer, y fueron los únicos a quienes los acontecimientos no tocaron.
 La madre se encontraba en una situación dolorosa. No podía compartir la gran alegría que los hombres sentían por cada avance logrado de los nuestros; sólo sentía las heridas infligidas, aunque las recibieran los enemigos y si bien deseaba que hubiera paz, y que nuestras tierras quedaran libres de ellos, no quería que esto ocurriera por la muerte de todos los enemigos, sino sólo por su expulsión; no podía disimular su repugnancia ante el hecho de que seres racionales no supieran resolver sus disputas por la razón y según justicia, sino matándose unos a otros, y reprendía el salvajismo de los tres hombres, quienes estaban totalmente obcecados y no pensaban más que en el enemigo, contra el que desearían cargar a ciegas.
 Finalmente, las cosas llegaron a aquel punto en que nuestras tropas derrotadas en nuestro suelo se retiraron hacia el norte para recibir allí heridas aún más profundas y dolorosas, hasta que se colmó la medida, hasta que hubo justicia y la prepotencia y la arbitrariedad volvieron a ser arrojadas a sus fronteras, donde serían castigadas con dureza.
 Cuando nuestras tropas estaban en retirada ante el vencedor, sucedió que por vez primera llegó a la región del castillo una sección de nuestro ejército, una sección importante. A lo largo de todo el día fueron llegando tropas; jueces, autoridades y guardias comunales tenían trabajo, había que ayudarles haciendo de guía y prestando otros servicios y cada casa contribuía con lo que podía. Los habitantes de los alrededores habían traído lo que podían amontonándolo en la plaza del pueblo.
 Al atardecer llegó una compañía rusa. Al parecer, no tenían intención de continuar sino de pasar allí la noche. Sin embargo, no parecían muy seguros y se aprestaron a tomar grandes medidas de seguridad. No se dispersaron, no fueron alojados en las casas y no deshicieron la formación de guerra de sus pelotones. Hubo que traer paja de los alrededores, que sirvió de lecho en lugares donde quienes dormitaban pudieron levantarse y ocupar su puesto de inmediato. Se distribuyeron y apostaron centinelas para vigilar y prevenir. Detrás de ellos quedaban en el campo algunas compañías y todas estaban distribuidas siguiendo ciertas instrucciones. Los habitantes tuvieron que reunir provisiones, combustible y otras cosas y llevarlas a determinados lugares. Sin embargo, no les estaba permitido transitar entre los pelotones, inmiscuirse en las disposiciones militares ni causar ningún tipo de desorden. Tenían órdenes de no abandonar sus viviendas cuando llegara el crepúsculo.
 Bien puede imaginarse que todo esto causó la mayor excitación entre los habitantes. Aportaron gustosos sus contribuciones, y lo hubiesen dado todo de haber podido inclinar la victoria de nuestro lado; pero aguardaban intranquilos lo que la noche y el día por venir pudiera traerles. Puede comprenderse que ninguno pensara en el descanso.
 El señor del castillo había abierto su despensa, su granero, su cocina y su bodega, dio más de lo que se le pedía y durante el día envió mozos con carretas a apartados lugares de su hacienda en los que tenía pajares y graneros para traer de allí provisiones por si fueran necesarias al día siguiente.
 Entre tanto se hizo de noche. Era una noche oscura, porque el otoño estaba avanzado y el cielo estaba cubierto de nubes bajas. En las casas del pueblo había luz porque la gente no se iba a dormir. Reinaba el silencio, interrumpido sólo a veces por las sordas voces de los centinelas o el tintineo o el golpe de algún arma.
 Toda la familia del castillo, servidumbre incluida, se había refugiado en lo que se denominaba la sala del jardín. La sala del jardín era un aposento que se llamaba así porque su parte posterior daba al jardín. Estaba abovedada, tenía gruesos y fuertes muros de piedra, ventanas provistas de barrotes de hierro y mobiliario muy antiguo y sólido.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 1990, en traducción de Juan Conesa y Jesús Alborés. ISBN: 84-376-0952-6.]

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