Capítulo XXXII
«-La situación, Honorable, parece ser ésta. Usted mismo ha de juzgar si es más aceptable la declaración jurada de cuatro ciudadanos o bien sólo la de dos.
El magistrado se removió en su silla.
-Estoy perfectamente informado de la situación, señor Buttall. ¿Qué dice usted, capitán Cherrell, de la atestiguación según la cual el "boy" Manuel estaba ausente?
Los ojos de Dinny se posaron en el rostro de su hermano. Estaba impasible y se mostraba ligeramente icónico.
-Nada, sir. No sé dónde se hallaba Manuel. Estaba demasiado ocupado en salvar mi vida. Sólo sé que se me acercó casi en seguida.
-¿Casi? ¿Cuánto tiempo después?
-En realidad, lo ignoro, sir. Tal vez tardó un minuto. Yo intentaba detener la sangre y me desmayé en el instante en que llegó.
Durante los siguientes discursos de los dos abogados, la apatía de Dinny volvió y desapareció de nuevo en el curso de los cinco minutos de silencio que les sucedieron. En todo el Tribunal, tan sólo el magistrado parecía ocupado; y era como si nunca hubiese tenido que acabar. Mirándole a través de las pestañas entornadas, le veía consultar una serie de documentos. Tenía el rostro colorado, la nariz larga, la barbilla puntiaguda, y unos ojos que le agradaban todas las veces que lograba verlos. Instintivamente sentía que no se encontraba a sus anchas. Finalmente dijo:
-En este caso, yo no debo indagar si ha sido cometido un delito o si el acusado lo ha cometido; tan sólo debo preguntarme si las declaraciones que me han sido presentadas son tales que me convenzan de que la acusación que contienen constituye un delito por el cual pueda pedirse la extradición, si el mandato extendido por el país extranjero está debidamente autentificado y si se han aducido pruebas suficientes para justificar, por parte de dicho país, que el acusado debe sufrir proceso ante los Tribunales.
Se detuvo un momento, y luego añadió:
-No cabe duda de que el delito alegado es susceptible de extradición y que el mandato extranjero está debidamente autentificado.
Se detuvo de nuevo y, en un silencio de muerte, Dinny oyó un largo suspiro, como si hubiera sido emitido por un espectro; tan aislado e incorpóreo fue su sonido. Los ojos del magistrado se volvieron para mirar a Hubert y continuó:
-A pesar mío, he llegado a la conclusión de que, basándome sobre las declaraciones aducidas, es mi deber recluir en la cárcel al acusado, donde aguardará a que le entreguen al Gobierno extranjero, tras mandato del secretario de Estado, si éste juzgara oportuno extender dicho mandato. He escuchado la declaración del acusado, según la cual él tenía una antecedente justificación que quitaba al hecho de que le acusaban todo carácter de delito, sostenida por la declaración de un testigo y contradicha por la de otros cuatro. No tengo la posibilidad de escoger entre la calidad contradictoria de estas dos declaraciones, salvo en la proporción de cuatro contra dos y, por consiguiente, dejaré de ocuparme de ello. Frente a la declaración jurada de cuatro testigos, que sostienen que hubo premeditación, no creo que la afirmación contraria del acusado, no corroborada por prueba alguna, podría justificar, en caso de delito cometido en este país, la negativa de entregarle a los Tribunales. Por lo tanto, no puedo aceptarla como justificación de la negativa de entregarle, tratándose de un delito cometido en otro país. No titubeo en confesar mi poca satisfacción al llegar a esta conclusión, pero me parece que no tengo otra salida. La cuestión, repito, no estriba en el hecho de que el acusado sea más o menos inocente, pero en lo que se refiere a si se ha de celebrar o no un proceso, yo no puedo asumir la responsabilidad de decir que no habría de tener lugar. En ocasiones como esta, la última palabra ha de decirla el secretario de Estado, quien extiende la orden de entrega. Yo, por lo tanto, lo recluyo en la cárcel, donde aguardará a que el mandato sea extendido. No será entregado usted hasta que no haya expirado el plazo de quince días, y tiene usted derecho a pedir la aplicación de la ley del Habeas Corpus, por lo que a la legalidad de su encarcelamiento se refiere. Yo no tengo poder de otorgarle ulterior libertad provisional, pero puede que la logre si la solicita a la Real Corte.
Los ojos horrorizados de Dinny vieron que Hubert, muy tieso, hacía una ligera inclinación al magistrado y salía del banco lentamente y sin volverse. Tras de él salió también su abogado.
Ella permaneció sentada, como atontada, y su única impresión de los momentos que siguieron fue la visión del petrificado rostro de Jean y de las bronceadas manos de Alan, que se apretaban sobre el puño de su bastón.
Volvió en sí al darse cuenta de que las lágrimas surcaban las mejillas de su madre, y que su padre se había puesto en pie.
-Vamos -dijo éste-, salgamos de aquí.
En ese momento lo sintió más por su padre que por cualquier otro. Desde que había sucedido el hecho, ¡había hablado tan poco y sufrido tanto! ¡Para él era espantoso! Dinny comprendía harto bien sus sencillos sentimientos. Para él, la negativa de creer en la palabra de Hubert significaba un insulto lanzado a la cara de su hijo, a la suya, padre de Hubert, y también a la cara de todo cuanto ellos representaban: a la cara de todos los soldados y de todos los caballeros.
Fuera lo que fuese que sucediese más adelante, jamás volvería a rehacerse del golpe. Entre la justicia y lo que era justo, ¡qué inexorable incompatibilidad! ¿Es que había hombres más honorables que su padre, que su hermano y que aquel mismo magistrado?»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1991, en traducción de Emilia Bartel. ISBN: 84-402-1076-0.]
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