domingo, 21 de julio de 2019

Alguien habló de nosotros.- Irene Vallejo (1979)


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La escuela del ocio

«No olvidaré mi primer día de colegio. En el camino de ida, dándome la mano, mi querida tata María me advirtió: "Vendrás aquí todos los días. Aunque llueva, aunque nieve, aunque sople el viento y tengas frío". Me imaginé a mí misma desafiando tormentas y vendavales. Me asusté. Su voz sonaba dura, igual que mis padres al decir: "Tengo trabajo" y eso significaba que no podíamos jugar juntos. El colegio era un deber, y además te mandaban deberes.
 Años después me sorprendió descubrir que la palabra escuela viene del griego scholé, que significa 'ocio'. Los griegos pensaban que las horas de estudio son tiempo de recreo para uno mismo, frente al trabajo, que te pone al servicio de un amo o del dinero. Aristóteles escribió: "En el principio de toda buena acción está el ocio", o sea, la educación y la cultura. El filósofo Sócrates fue un gran ocioso del pensamiento. Merodeaba por el ágora y las calles, tratando de convencer a los atenienses para que interrumpieran sus tareas y se demorasen en conversaciones. Encarnaba un ideal antiguo: dedicar el tiempo libre a la amistad, al diálogo entre el maestro y sus discípulos y a la discusión intelectual. Cubiertas las necesidades básicas de la vida, la siguiente conquista social es el aprendizaje y el saber. Esta es la lección de los griegos: la escuela, aunque sea obligatoria, nos hace libres.
[...]
Prisa y pausa
 En un mundo que nos pide a gritos carácter emprendedor, audacia, simpatía arrolladora y empuje, los introvertidos y los tímidos parecen haber perdido la carrera del éxito social en la misma línea de salida. Debido a la mentalidad imperante, muchas personas -incluso en colegios, en institutos y en la vida laboral- se interesan sólo por la exuberancia de una personalidad atrevida que promete dotes de liderazgo. Los niños y adultos contemplativos, en cambio, parecen merecer menor atención o, en todo caso, para ayudarles a triunfar se le aconseja rapidez, decisión y pensar menos.
 Quienes hablan así desean vivir en la furia permanente de la acción y creen perder el tiempo cuando sus ocupaciones no llevan la marca angustiosa de la prisa. Olvidan que los hallazgos científicos, las invenciones y las ideas que han edificado nuestra forma de vivir requerían tranquilidad y reflexión en solitario. La soledad y la pausa son el hábitat del pensamiento. El filósofo Pascal escribió que muchos infortunios del hombre vienen precisamente de no saber estar sentado tranquilamente, solo, en una habitación. Y, antes que él, los sabios de la Antigüedad aconsejaban buscar felicidad en la quietud, donde se disipan los errores del acelerado vivir cotidiano. Los audaces necesitan el contrapeso de gentes reflexivas: hace falta reivindicar que el mundo es mejor de lo que podría ser gracias también a personas tímidas y pausadas que no tenían dotes de mando, pero fueron capaces de dar sentido a su soledad. Pensar es hoy más que nunca un oasis humano en los desiertos de la prisa.
[...]
Gente esperanzada
 Vivimos tiempos contradictorios, en los que nos abruman con datos catastróficos, pero a la vez nos reclaman confianza. En realidad, se nos pide esperanza, y la esperanza es siempre ambigua, mezcla de conciencia del error con la ilusión de una mejora, edificada sobre la duda y sobre las carencias percibidas. Estos claroscuros de la esperanza los conoció el poeta griego Esquilo. Vivió una época de fuerte pugna entre dos bandos que escindían la joven democracia ateniense, sometida a peligros interiores y exteriores. En sus obras teatrales, los personajes sufren para llegar a aprender que toda armonía es siempre el resultado de una fuerte tensión. Esquilo creía que, pese a tantos intentos fallidos, es posible reconciliar autoridad y comprensión, poder y libertad, y por eso las suyas son tragedias abiertas al optimismo.
 Veinticinco siglos después, Albert Camus, otro autor dividido entre vitalidad y pesimismo, se inspiró en el mito de Sísifo para exponer cómo el verdadero espíritu de lucha se niega a ceder a la desilusión. Sin creer en el triunfo completo de las grandes aspiraciones, proponía trabajar por ellas. Defendía que deberíamos ser capaces de reconocer el mal en toda su fuerza destructiva, pero, a falta de la seguridad definitiva, actuar como si el mal pudiera ser derrotado. El respeto por uno mismo, pensaba Camus, crece en el esfuerzo de aceptar primero, y luego transformar, las verdades dolorosas.
 También nosotros necesitamos alguna forma lúcida de ser optimistas, es lo único que podemos permitirnos. El pesimismo trágico tendrá que esperar a tiempos mejores.»
 
    [Los fragmentos pertenecen a la edición en español de Editorial Contraseña, 2017. ISBN: 978-84-945478-1-2.]

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