Conversación en el estudio de Fausto
«Mefistófeles: [...] Cesa de complacerte en esa tristeza que, cual buitre carnívoro, devora tu vida. Por mala que sea la compañía en que estés, podrás al menos sentir que eres hombre entre los hombres; sin embargo, no creas que se piense en hacerte vivir entre la chusma. Aunque no soy yo de los primeros, si quieres unirte a mí, y que emprendamos juntos el camino de la vida, consiento gustoso en pertenecerte ahora mismo, en ser tu amigo, tu criado y hasta si quieres, tu esclavo.
Fausto: Y, ¿cuál sería mi obligación, en cambio?
Mefistófeles: Tiempo tienes de pensar en ello.
Fausto: No, no; porque el diablo es egoísta y no acostumbra a sernos útil por amor de Dios; así que, dime tus condiciones, habla claro, porque no deja de ser peligroso tener en casa semejante criado.
Mefistófeles: Quiero desde ahora obligarme a servirte y a acudir sin tregua ni descanso aquí arriba a la menor señal de tu voluntad y tu deseo, con tal de que al volver a vernos allá abajo hagas tú otro tanto conmigo.
Fausto: Poco cuidado en verdad me da lo de allá abajo. ¡Empieza por destruir este viejo mundo y venga el otro después! ¡De esta tierra proceden mis placeres; ése es el sol que alumbra mis penas! ¡Una vez libre de él, suceda lo que quiera! No quiero oír más discusiones sobre si, en la vida futura, se odia y se ama, sobre si, en las lejanas esferas, hay también arriba y abajo.
Mefistófeles: Si tal es tu disposición, puedes muy bien aceptar lo propuesto; decídete y sabrás desde luego cuáles son las delicias que puede procurarte mi arte, y te daré lo que ningún hombre ha llegado siquiera a entrever.
Fausto: Pobre demonio, ¿qué es lo que tú puedes darme? ¿Ha habido por ventura ninguno de tus semejantes que haya podido comprender al hombre en sus sublimes aspiraciones? ¿Qué es lo que puedes ofrecerme? Alimentos que no satisfacen; oro miserable que, como el azogue, se desliza en las manos; un juego en el que nunca se gana; una joven que en medio de sus promesas de amor hará guiños al que esté a mi lado, o el honor, delicia de los dioses, que desaparece como un meteoro. ¡Muéstrame el futuro que no se pudra antes de estar maduro y árboles que se cubren diariamente con un nuevo verdor!
Mefistófeles: No me arredra semejante empresa; tengo tesoros a tu disposición. Pero se acerca el tiempo, amigo mío, en que también nosotros podremos entregarnos un poco al despilfarro y a la orgía.
Fausto: ¡Perezca yo al instante, el día en que, recostado en mi blando lecho, me entregue a las delicias del reposo! ¡Si alcanzas a seducirme con tus halagos, hasta el punto de que esté contento de mí mismo; si consigues adormecerme con el placer, que sea aquél mi último día! ¡Esto te ofrezco como prenda!
Mefistófeles: Aceptado.
Fausto: ¡Corriente! Si una sola vez llego a decir al momento que pasa, "¡qué hermoso eres, no te vayas, permanece!", ¡ah!, podrás entonces atarme con cadenas, entonces consentiré en que se abra la tierra bajo mis plantas, entonces podrás resonar la campana de los muertos; ¡entonces quedarás libre y recogerás el premio de tus servicios, porque habrá sonado para mí la última hora!
Mefistófeles: Piénsalo bien, que no lo olvidaremos.
Fausto: En cuanto a esto, estarás en tu derecho. No creas que al aceptar haya obrado con ligereza; ¿acaso ahora no soy también esclavo? ¿Qué me importa que tú u otro sea mi dueño?
Mefistófeles: Desde hoy, pues, me constituiré en criado del doctor; sólo me falta advertirte una cosa, a saber: que, por lo que pueda suceder, exijo de ti algunas líneas.
Fausto: ¡Cómo! ¡Nunca hubiera creído que llegase tu pedantería hasta el punto de exigirme un escrito! ¿Es posible que conozcas tan poco al hombre y que no sepas lo que vale su palabra? ¿No basta el que yo haya pronunciado aquella que para siempre dispone de mis días? ¿Crees que en medio de la tempestad que agita y hace retemblar al mundo sobre sus cimientos, pueda nunca obligarme una palabra escrita? ¡Qué quimera tan arraigada en nuestros corazones! Y, ¿quién intentaría siquiera evadir su cumplimiento? ¡Dichoso aquel que conserva pura la fe en su seno! Éste nunca hallará costoso ningún sacrificio. Pero un pergamino escrito y sellado es un fantasma del que todo el mundo se asusta; y, sin embargo, la palabra expira al transmitirla la pluma, no quedando más autoridad que la de la cera y el pergamino. ¿Qué quieres de mí, maligno espíritu: bronce, mármol, pergamino o papel? También dejo a tu elección el si debo escribirlo con un estilo, un buril o una pluma.
Mefistófeles: ¡Cuánta palabrería! ¿Por qué te has de exaltar de este modo? Basta un pedazo de papel cualquiera con tal que lo escribas con una gota de sangre.
Fausto: Si así lo quieres...
Mefistófeles: Es la sangre un jugo muy particular.
Fausto: Vamos; no tema que falte a este pacto; son mis esfuerzos, mis energías lo que precisamente te ofrezco, me he engreído tanto, que sólo puedo pertenecer ya a tu clase. El Espíritu creador me ha desechado; la Naturaleza se cierra ante mí, el hilo de mi pensamiento está roto, y estoy disgustado de toda ciencia. ¡Satisfagamos, pues, nuestras ardientes pasiones en los abismos de la sensualidad! ¡Que bajo el impenetrable velo de la magia se nos preparen cada día nuevos prodigios! ¡Precipitémonos en el ajetreo del siglo, en el torbellino de los acontecimientos ; y que entonces el dolor y el placer, el éxito y el fracaso, se sucedan en mí confundidos! Sólo en la actividad sin reposo se prueban los hombres.
Mefistófeles: No se te señala límite ni objeto. Si es tu deseo gozar de todo un poco, coger al vuelo las cosas, goza de cuanto te apetezca. Únicamente se te pide que obres sin reservas y dejes de lado toda timidez.
Fausto: Bien ves que no se trata aquí de efímera dicha; al contrario, quiero consagrarme todo entero al vértigo, a los goces más terribles, al amor que participa del odio, al desaliento que eleva. Mi corazón, curado de la fiebre del saber, no estará en lo sucesivo cerrado para ningún dolor; en cambio, quiero también sentir en lo más íntimo de mi ser todos los goces concedidos a la humanidad, saber lo que hay de más sublime y de profundo en ellos, acumular en mí todo el bien y el mal, que es su patrimonio exclusivo, hacer extensivo mi propio mal hasta el suyo, y acabar por morir como ella.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1983, en traducción de U.S.L. ISBN: 84-7530-357-9.]
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