miércoles, 31 de julio de 2019

El animal público.- Manuel Delgado (1956)


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I.-Heterópolis: la experiencia de la complejidad
2.-Espacios en movimiento, sociedades sin órganos

«Las teorías sobre lo urbano resumidas hasta aquí nos deberían conducir a una reconsideración de lo que es una calle y lo que implica cuanto sucede en ella. Los proyectadores de ciudades han sostenido que la delineación viaria es el aspecto del plan urbano que fija la imagen más duradera y memorable de una ciudad, el esquema que resume su forma, el sistema de jerarquías y pautas espaciales que determinará muchos de sus cambios en el futuro. Pero es muy probable que esa visión no resulte sino de que, como la arquitectura misma, todo proyecto viario constituye un ensayo para someter el espacio urbano, un intento de dominio sobre lo que en realidad es improyectable. Las teorías de lo urbano deberían permitirnos reconocer cómo, más allá de cualquier intención colonizadora, la organización de las vías y cruces urbanos es el entramado por el que oscilan los aspectos más intranquilos del sistema de la ciudad, los más asistemáticos.
 A la hora de desvelar la lógica a que obedecen esos aspectos más inquietos e inquietantes del espacio ciudadano se hace preciso recurrir a topografías móviles o atentas a la movilidad. De éstas se desprendería un estudio de los espacios que podríamos llamar transversales, es decir espacios cuyo destino es básicamente el de traspasar, cruzar, intersectar otros espacios devenidos territorios. En los espacios transversales toda acción se plantearía como un a través de. No es que en ellos se produzca una travesía, sino que son la travesía en sí, cualquier travesía. No son nada que no sea un irrumpir, interrumpir y disolverse luego. Son espacios-tránsito. Entendido cualquier orden territorial como axial, es decir como orden dotado de uno o varios ejes centrales que vertebran en torno a ellos un sistema o que lo cierran conformando un perímetro, los espacios o ejes transversales mantienen con ese conjunto de rectas una relación de perpendicularidad. No pueden fundar, ni constituir, ni siquiera limitar nada. Tampoco son una contradirección, ni se oponen a nada concreto. Se limitan a traspasar de un lado a otro, sin detenerse.
 He aquí algunas de las nociones que se han puesto al servicio de la definición de ese espacio transversal, espacio que sólo existe en tanto que aparece como susceptible de ser cruzado y que sólo existe en tanto que lo es. Un prehistoriador de la escuela durkheimiana, André Leroi-Gourhan, se refería, para un contexto bien distinto pero extrapolable, a la existencia de un espacio itinerante. Desde la Escuela de Chicago, Ernest E Burgess concibió el mapa de la ciudad como divisible en zonas concéntricas, una de las cuales, la zona de transición, no era otra cosa que un pasillo entre el distrito central y las zonas habitacionales y residenciales que ocupaban los círculos más externos. Lo más frecuente era permanecer en esa área transitoriamente, excepto en el caso de sus vecinos habituales, gentes caracterizadas por lo frágil de su asentamiento social: inmigrantes, marginados, artistas, viciosos, etc. Desde la escuela belga de sociología urbana, Jean Remy ha sugerido, a partir de esa misma idea, el concepto de espacio intersticial para aludir a espacios y tiempos "neutros", ubicados con frecuencia en los centros urbanos, no asociados a actividades precisas, poco o nada definidos, disponibles para que en ellos se produzca lo que es a un mismo tiempo lo más esencial y lo más trivial de la vida ciudadana: una sociabilidad que no es más que una masa de altos, aceleraciones, contactos ocasionales altamente diversificados, conflictos, inconsecuencias. Siempre en ese mismo sentido, Isaac Joseph nos habla de lugar-movimiento, lugar cuya característica es que admite la diversidad de usos, es accesible a todos y se autorregula no por disuasión sino por cooperación. Jane Jacobs designaría ese mismo ámbito como tierra general, "tierra sobre la cual la gente se desplaza libremente, por decisión propia, yendo de aquí para allá a donde le parece", y que se opone a la tierra especial, que es aquella que no permite o dificulta transitar a través de ella. Todas estas oposiciones se parecen a la propuesta por Erving Goffman, en relación con el espacio personal, entre territorios fijos -definidos geográficamente, reivindicables por alguien como poseíbles, controlables, transferibles o utilizables en exclusiva-, y territorios situacionales, a disposición del público y reivindicables en tanto que se usan y sólo mientras se usan. Otra concepción aplicable también a los estados transitorios en que se da lo urbano -propuesta desde una embrionaria antropología del movimiento- sería la de territorio circulatorio, superpuesto a los espacios residenciales y ajeno a cualquier designación topológica, administrativa o técnica que se le quiera imponer.
 Esos espacios abiertos y disponibles serían también aquellos a cuyo conocimiento podría aplicársele lo que Henri Lefebvre y, antes, Gabriel Tarde reclamaban como una suerte de hidrostática o dinámica de fluidos destinada al conocimiento de la dimensión más imprevisible del espacio social. Se anticipaban así a las aproximaciones efectuadas a las morfogénesis espaciales desde la cibernética y las teorías sistémicas, que han observado cómo la actividad autónoma y autoorganizada de los actores agentes de las dinámicas espaciales suscita todo tipo de estructuras disipativas, fluctuaciones y ruidos. Así, para Lefebvre, el espacio social es hipercomplejo y aparece dominado por "fijaciones relativas, movimientos, flujos, ondas, compenetrándose unas, las otras enfrentándose".
 Pero el concepto que mejor ha sabido resumir la naturaleza puramente diagramática de lo que sucede en la calle es el de espacio, tal y como lo propusiera Michel de Certeau para aludir a la renuncia a un lugar considerable como propio, o a un lugar que se ha esfumado para dar paso a la pura posibilidad de lugar, para devenir, todo él, umbral o frontera. La noción de espacio remite a la extensión o distancia entre dos puntos, ejercicio de los lugares haciendo sociedad entre ellos, pero que no da como resultado un lugar, sino tan sólo, a lo sumo, un tránsito, una ruta. Lo que se opone al espacio es la marca social del suelo, el dispositivo que expresa la identidad del grupo, lo que una comunidad dada cree que debe defender contra las amenazas externas e internas, en otras palabras un territorio. Si el territorio es un lugar ocupado, el espacio es ante todo un lugar practicado. Al lugar tenido por propio por alguien suele asignársele un nombre mediante el cual un punto en un mapa recibe desde fuera el mandato de significar. El espacio, en cambio, no tiene un nombre que excluya todos los demás nombres posibles: es un texto que alguien escribe, pero que nadie podrá leer jamás, un discurso que sólo puede ser dicho y que sólo resulta audible en el momento mismo de ser emitido.»
 
       [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 1999. ISBN: 84-339-0580-5.]

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