Libro I: Elementos generales del arte de medrar
II.-Del conocimiento de los hombres y de los caracteres
De las opiniones y de las ideas generales. De cómo los prejuicios son
algo excelente para todo el mundo.
«Hay frases de mucho efecto contra los
prejuicios, pero primero habría que demostrar que el orden social puede basarse
en otra cosa. Y luego hay una pregunta embarazosa: los que tanto claman contra los prejuicios ¿consentirían que se destruyeran? Se les puede demostrar que
viven de ellos.
Existen sobre la política, la religión, la
moral y los gobernantes, formas de pensar corrientes, tradicionales, una
retahíla de juicios, teorías y críticas que forman como un segundo elemento de
las nociones generales sobre la naturaleza humana. Para no alargarnos,
ofreceremos simplemente una lista.
Se cree que el mérito es el medio más seguro
para ascender.
Se cree que hace falta capacidad para ocupar
cargos.
Se tiene la ilusión de que la opinión pública
gobierna el mundo.
Se cree que la política consiste en la ciencia
de los asuntos de Estado.
Se cree que los hombres públicos tienen fe en
lo que dicen desde la tribuna o lo que escriben en sus libros.
Se cree en el progreso indefinido de la
humanidad.
El pueblo cree que cuando hace una revolución
se beneficiará de ella.
Se cree que para establecer un gobierno basta
con hacer una constitución.
Se cree que al mundo lo gobiernan las ideas.
Se cree que los pueblos se corrigen.
Se cree que existen teorías filosóficas o
sociales nuevas.
Se cree que llegará el día en que las naciones
ya no se harán la guerra.
Se cree que no se puede ser un ignorante y un
necio cuando se escribe un libro.
Se cree que los que piden reformas las desean.
Se cree que los que sostienen hoy un gobierno
porque es fuerte no serán los primeros en derribarlo si por ventura se
tambalea.
Y aún sin ser exigentes, ¿podríamos decir que
son muchos los que no aceptan todo lo anterior entre quienes condenan los
prejuicios? Preguntémonos qué sería del orden social si esas vulgaridades no
estuvieran en circulación.
La ingenuidad de las sociedades a través de su
corrupción es una hermosa materia para gobernar. Por mucho que veamos en los
libros que los acontecimientos más grandes dependen de causas pequeñas, que la
política no es más que un juego de pasiones e intereses privados, por una
suerte providencial para los estadistas, primeros ministros, príncipes y otros
hombres geniales que, a Dios gracias, no faltan, la mayor parte del público no
quiere creerlo. Piensa que las revoluciones son explosiones debidas a las
ideas. Repite doctamente que es imposible parar las revoluciones. ¡Eso
dependerá de lo dura que se tenga la mano! El público no admite que no exista
una idea nacional, internacional, filosófica o humanitaria en todas aquellas
guerras que ponen en peligro la vida de una generación. Creen que la sangre es
fecunda. Claro que sí, a condición de sembrar cáñamo o remolacha en el campo
donde se ha librado la batalla.
[…]
Libro II: Del poder y de la ambición
III.-De los partidos
Táctica con los partidos.
Los partidos tienen dos formas de ser: en las
épocas de calma, son circunspectos, pusilánimes y meticulosos; en las épocas de
agitación, se vuelven exagerados, violentos y frenéticos. La línea a seguir
viene determinada según sea uno u otro el caso.
Mientras un gobierno tiene poder, los hombres
influyentes que dirigen los partidos moderan sus ataques, ya que esperan ser
rescatados de la oposición por algún cargo de postín que les haga participar en
la dirección de los asuntos de Estado. Esto es lo que sucede con los gobiernos
parlamentarios, donde la lucha de las ambiciones está legalmente organizada.
Las maniobras de los partidos se reducen
entonces a un tejido de pequeñas intrigas laboriosas, mediante las cuales uno
llega poco a poco a gozar de cierta influencia; pero no hay que hacer nada para
descollar. En un cuerpo de ejército, la acción y la dirección están
centralizadas y generalmente son los más capaces los que mandan; en los partidos,
por el contrario, todo el mundo manda o quiere mandar y los cabecillas son
menos que mediocres. Nada más natural, pues quienes componen los partidos no
ponen en común sino ambiciones y vanidades. El odio los une, pero los celos los
dividen, hasta tal punto que se pasarían todos al enemigo antes que procurarse
unos a otros ventajas de alguna consideración. Su gran preocupación es tenerse
a raya mutuamente y neutralizarse unos a otros.
Tienen una gran perspicacia para adivinar los
grandes talentos, los caracteres elevados y resueltos; se deshacen de ellos
cuidadosamente, ya que su presencia entre hombres mediocres, timoratos y
envidiosos, cuya mayor preocupación es mantenerse todos al mismo nivel,
acostumbrados a deliberaciones odiosas, resoluciones incompletas, medidas que
no se llegan a tomar y toda suerte de pequeñas negociaciones y capitulaciones,
sembraría la discordia en las relaciones comunes. Estos partidos tienen tanto
miedo a comprometerse que a duras penas recogen a sus muertos.
Cuando un gobierno ha sido lo bastante fuerte
como para reducir los partidos a la impotencia, cuando son en cierto modo como
enjambres de avispas a las que han privado de su aguijón, se forman a menudo
oposiciones postizas en cuyo seno se puede permanecer con toda comodidad y sin
ningún riesgo.
La táctica en este caso es muy simple para los
hombres que han logrado crearse una cierta posición merced al respaldo de sus
conciudadanos. No tienen más que cerrar los ojos ante los actos un poco
violentos del gobierno, abandonar las cuestiones grandes por las pequeñas,
doblegarse cuando vienen tormentas y gritar de cuando en cuando, pero callarse
tan pronto como el poder lanza el primer rayo. Esta conducta, que por otra
parte no es más que moderación, permite gozar de sensibles ventajas. Se pueden
obtener dinero y cargos, y también, cosa que no tiene precio, gozar de los
honores de la oposición sin arrostrar sus peligros. Y por último, si se produce
una nueva revolución, se está en una posición inmejorable para aprovecharse de
ella, ya que nominalmente se era la oposición en el régimen anterior.
Estas oposiciones postizas sirven como colchón
en los choques que pueden producirse entre un país y su gobierno. Como los
colchones siempre pueden servir después del choque, no se arriesga nada al
sostener a un gobierno al que se finge atacar; se tiene la suerte de durar
tanto como él y de sobrevivirle si sucumbe.
En tiempos de tribulación, el juego de los
partidos no es tan fácil. Se ven obligados a aproximarse cueste lo que cueste a
las organizaciones vigorosas que pueden ayudarles a atravesar la crisis y salir
airosos de ella. Las pequeñas individualidades, tan tenaces en su ambición, se
ven relegadas en general a un cuarto o quinto plano; pero reaparecen en el
quinto acto.
Los partidos sólo confieren autoridad con la
esperanza de recuperarla o de ejercerla en nombre de aquel al que se la han
conferido. Quieren que uno se entregue a ellos sin excepciones ni reservas, que
se quemen las naves para pertenecerles sin retorno. Si uno quiere protegerse se
convierte con razón en sospechoso. Las ideas falsas y las ideas justas, los
errores como las verdades, forman parte del programa que se debe defender; y en
cuanto a las pasiones de la época, por ciegas y desenfrenadas que sean, es
preciso compartirlas y al mismo tiempo superarlas si se quiere tener alguna
influencia dentro del partido. Éste es el juego al que habrá que jugar siempre
si se quieren dominar las facciones.
Durante la Revolución de 1642, Cromwell inició
su gran carrera política exagerando el fanatismo de las sectas más exaltadas,
imitando su jerga, orando, predicando y vociferando en las asambleas de los
puritanos, lo cual no le impedía burlarse de ellas en la intimidad. Estaba un
día divirtiéndose y bebiendo con sus amigos, y buscaba un sacacorchos que se
había perdido debajo de la mesa, cuando una delegación de presbiterianos se
presentó para hablarle. Mandó decirles que no podía recibirlos porque estaba
ocupado buscando al Señor.
La entrega absoluta que los partidos exigen de
quienes les sirven se torna embarazosa cuando la causa común comienza a
tambalearse. Pero entonces evidentemente no se trata de ser consecuente. Lejos
de pensar en sostener lo que se derrumba, el hombre hábil debe espiar los
menores síntomas precursores de esta caída. Debe aprovechar el momento oportuno
para cambiar de chaqueta. Cuando ha seguido a un partido hasta el apogeo de su
grandeza, debe súbitamente separarse de él tan pronto empiezan las
dificultades, volverse en su contra, incluso perseguirlo e iniciar una nueva
carrera hacia el poder y la prosperidad en compañía de nuevos aliados. Esta
forma de actuar desarrolla en él una habilidad excepcional. Se vuelve perspicaz
en sus observaciones, fecundo en sus recursos; adopta sin esfuerzo el tono de
la secta o el partido al que la suerte lo ha hecho ir a parar; distingue los
menores signos de cambio, con una sagacidad que maravilla a la multitud y que
puede compararse con la que despliega un agente de la policía buscando los
mínimos indicios de un crimen o un guerrero indio siguiendo una pista en el
bosque.
Se puede citar al señor de Talleyrand como a
uno de los hombres que mejor han conocido el arte de abandonar las causas
perdidas.
Se crió bajo la protección de los cortesanos
del último reinado y se convirtió en obispo de Autun el mismo día en que el
poder de la Iglesia se iba a derrumbar. Gran señor, lo vemos subir al altar de
la Revolución durante el famoso aniversario del 14 de Julio, como pontífice de
la Revolución que acababa con la aristocracia. Él ya tiene su parte de poder
cuando el 18 Fructidor se ceba en los que fueron sus protectores. Se gana la
cartera de Asuntos Exteriores con el golpe de Estado del 18 Brumario, dirigido
contra su amigo Barras. En 1814, es proclamado jefe del gobierno provisional, mientras
su benefactor Napoleón medita sobre las ruinas del Imperio. Finalmente, en
1830, cuando la dinastía a la cual había ofrecido su protección toma el camino
del exilio, él reaparece en escena para saludar una vez más a la fortuna.
Es imposible hacerlo mejor.»
[El texto pertenece a la edición en español de Círculo de
Lectores, 2002, en traducción de Nuria Petit i Fontseré, pp. 35-36 y 79-83.
ISBN: 84-226-9522-7.]
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