VI
«Después de dos días de inactividad, Guglielmo estaba contento de volver al trabajo. Al amanecer estaba ya en la zona de tala. Se trataba de abatir los últimos pinos de la parte alta. Guglielmo se puso manos a la obra, diligente, imitado por Fiore, el cual, por su parte, no conocía altos y bajos en el trabajo. Los otros, por el contrario, estaban cansados y somnolientos, especialmente Germano. El muchacho no escondía su mal humor. Después del paréntesis en el pueblo, el trabajo en el bosque le resultaba especialmente duro.
-¿Estabas mejor ayer, eh? Del brazo con la novia -le dijo Amedeo.
-Y tú en la cama con tu mujer -rebatió ágil el muchacho.
-Así es la vida -siguió Amedeo-. Tienes que trabajar, desde el momento en que no naciste señor.
-Pero un trabajo cristiano -respondió el muchacho entre un hachazo y otro-, no esto. Esto está bien para Fiore. O para el jefe -añadió bajando la voz-, que por lo menos al final logra reunir algún billete de mil. No precisamente para nosotros, pobres diablos.
-Tenías que haber nacido jefe, entonces -dijo Amedeo, irónicamente.
-A ver si conseguimos acabar esta tarde -intervino Guglielmo.
Trabajando hasta el crepúsculo bien adentrado, lograron completar la tala de pinos. Por último, abatieron las tres gruesas encinas que constituían la punta extrema de la pendiente. Estaba ya oscuro cuando, recogidas las herramientas, bajaron por el sendero hacia la cabaña, donde Francesco se había encargado ya de preparar la cena.
Aquella noche no hubo charla. Amedeo propuso, eso sí, que jugaran una partida, pero sin éxito. Ninguno tenía ganas de hablar. A las siete se habían tumbado ya en las camas y la mayoría dormía.
A la mañana siguiente comenzaron la tala del monte bajo. Éste se presentaba como una cortina continua: Guglielmo asignó a cada uno un tramo de unos treinta pasos de ancho. El trabajo ahora era más complicado, porque había que desbrozar bajo los árboles antes de abatirlos. Lo peor, sin embargo, no era que este trabajo preliminar se llevara la mitad del tiempo, como predijo Fiore. Un talador experimentado con la podadera, de hecho, limpiaba rápidamente el terreno de arbustos. El obstáculo de las zarzas lo encontrarían sólo más abajo.
Durante la mañana Guglielmo estuvo un poco pendiente de Germano, que no tenía mucha práctica en monte bajo; luego volvió a su zona, que era la última de la derecha, es decir, limitando con una especie de garganta rocosa, la cual se iba ensanchando cada vez más hasta constituir una auténtica pared que bajaba a plomo sobre el Sellate.
Hacía mucho calor y el cielo estaba completamente despejado. El monte estaba seco. Guglielmo tenía que interrumpir el trabajo de vez en cuando para secarse el sudor.
"Hace demasiado calor", pensó; y se le ocurrió mirar hacia arriba.
El cielo, perfectamente limpio, no podía engañar a un hombre experto como él. Detrás de la limpidez, un ojo conocedor, descubre las nubes, como detrás de las nubes la limpidez. Hasta entonces, fueron excepcionalmente afortunados con la estación, pero esto no podía continuar indefinidamente. Si diciembre había sido clemente, enero, con toda probabilidad, sería tempestuoso. Guglielmo presentía cercana la estación de las grandes tormentas invernales, cuando los leñadores se ven obligados a encerrarse inoperantes en la cabaña, y es un milagro si aclara el tiempo necesario para ir a coger agua. Él conocía bien aquellos días largos, monótonos, cuando la lluvia golpea sin tregua sobre el techo alquitranado y en el interior de la cabaña los hombres bostezan y miran el reloj cada cinco minutos; mientras la nostalgia de la casa se hace cada vez más fuerte. En aquellas jornadas, la presencia de Francesco se revelaba de utilidad esencial, dado su imperturbable buen humor y la provisión inagotable de razonamientos, de relatos y de historias del viejo leñador. Podía decirse que Guglielmo le contrató sólo por esto.
"Si aguantara otra semana", pensó lanzando una ojeada interrogante al tiempo.
En él no hablaba tanto la aprensión del jefe que tiene que abonar la paga incluso en los días de forzada inactividad y ve así mermadas las ganancias. Él temía aquellas jornadas por sí mismo, porque sabía por experiencia cómo sólo el trabajo servía para alejar los pensamientos que le atormentaban.
El buen tiempo aguantó todavía una semana, según los ruegos de Guglielmo. En aquella semana, los hombres trabajaron con ahínco, casi presintiendo que pronto se verían obligados a un descanso. El domingo por la tarde Guglielmo y Germano se marcharon justo después de comer para dirigirse al campamento de los de Pistoia a recoger la harina. Bajaron hasta el torrente Sellate y remontaron su curso durante un buen trecho.»
[El texto pertenece a la edición en español de Gadir Editorial, 2007, en traducción de Elena Martínez. ISBN-13: 978-84-935382-2-4.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: