domingo, 14 de julio de 2019

Mi testamento.- María Antonieta de Austria (1755-1793)


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Última carta de María Antonieta enviada a su cuñada Élisabeth Capeto 

«Este 16 de octubre, a las cuatro y media de la mañana.
 A vos, mi hermana, escribo esta última carta. Me acaban de condenar, no a una muerte honrosa -que sólo lo sería tal para los criminales-, sino a que me reúna con vuestro hermano; al igual que él, soy inocente y espero poder mostrar la misma firmeza que él en los últimos instantes. Me siento tranquila como cuando la conciencia nada os puede reprochar. Me embarga un profundo pesar por tener que abandonar a mis pobres criaturas. Sabéis que sólo vivía por ellas y por vos, mi querida y tierna hermana, vos, que con vuestra amistad los habéis sacrificado todo para estar junto a nosotros. ¡En qué estado os dejo! Me he enterado durante el proceso de que han apartado a mi hija de vuestro lado. Pobre criatura, ay, no me atrevo a escribirle; no recibiría mi misiva, ni tan sólo sé si esta carta os llegará. Recibid aquí mi bendición para ellos dos; confío en que un día, cuando sean mayores, puedan reunirse con vos y puedan disfrutar enteramente de vuestros tiernos cuidados. Que piensen los dos en lo que nunca dejé de inculcarles: que los principios y la ejecución exacta de sus deberes son la base primera de la vida y que su confianza mutua hará su felicidad.
 Que mi hija sienta que, por la edad que tiene, ha de ayudar siempre a su hermano con los consejos que podrán inspirarle su amistad y la experiencia de más que le brinda su edad; que ambos sientan, cualquiera que sea la situación en que se hallen, que sólo serán de verdad felices gracias a su unión; que tomen ejemplo de nosotras. ¡Cuánto consuelo nos ha dado nuestra amistad en los momentos de desgracia! ¡Y en la dicha se disfruta doblemente cuando se puede compartir con un amigo! ¿Y dónde encontrar uno más tierno, más unido que en la propia familia? Que mi hijo no olvide nunca las últimas palabras de su padre, que le repito expresamente:
 "Que no trate nunca de vengar nuestra muerte".
 Debo hablaros de algo penoso: sé cuánta pena os habrá debido causar esta criatura. Perdonádselo, querida hermana, y pensad en la edad que tiene, y en qué fácil es hacerle decir a un niño lo que se quiera y aun lo que él no comprende. Llegará el día, espero, en que sabrá apreciar el valor de vuestras bondades y vuestra ternura para con ambos.
 Sólo me queda confiaros mis últimos pensamientos. Habría deseado escribirlos desde que se inició el proceso, pero, aparte de que no me dieron nada para escribir, los acontecimientos se han precipitado tanto, que no he tenido en verdad tiempo de hacerlo.
 Muero en la religión católica, apostólica y romana, en la de mis padres, en la que me crie y que siempre he profesado; no espero ningún consuelo espiritual y ni tan sólo sé si existen todavía aquí sacerdotes de esta religión, pues hasta el lugar en que me hallo los expondría demasiado, si entraran en él una vez siquiera. Pido perdón sinceramente a Dios por todas las faltas que haya podido cometer desde que existo; confío en su bondad. Tenga él a bien recibir mis últimos ruegos, así como los que hago desde hace tiempo para que acoja a mi alma en su misericordia y su bondad. Pido perdón a todos aquellos que conozco y a vos, hermana mía, en particular, por todas las penas que, sin querer, haya podido causar. Perdono a todos mis enemigos el daño que me han hecho. Me despido aquí de mis tías y de todos mis hermanos y hermanas. Tuve amigos: la idea de separarme para siempre de ellos y de sus penas es una de las cosas que más lamento y que me llevo a la tumba; que sepan al menos que, hasta el último instante, he pensado en ellos.
 Adiós, mi querida y tierna hermana; ojalá esta carta pueda llegaros: pensad siempre en mí; os beso con todo mi corazón así como a mis pobres y queridos hijos. Dios mío, ¡qué desgarrador es abandonarlos para siempre! ¡Adiós, adiós! Ya sólo me ocuparé de mis deberes espirituales. Dado que no soy libre de mis acciones, tal vez me manden a un sacerdote; pero protesto y aquí afirmo que no le diré ni una palabra y que lo trataré como a un ser por entero extraño.*»
 
 *La reina no admitía el carácter eclesiástico de los sacerdotes juramentados afines a la Revolución.
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Funambulista, 2006, en traducción de Juan Max Lacruz Bassols. ISBN-13: 978-84-96601-24-6.]

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